Thalia viene a recogerme al puerto. Luce una bufanda de lana verde y un grueso abrigo rosa sobre una rebeca y unos vaqueros. Lleva el pelo largo, suelto sobre los hombros y peinado con raya en medio. Es ese rasgo, el del pelo canoso, y no su rostro mutilado, lo que me sobresalta y desconcierta cuando la veo. No es que me sorprenda; le habían salido las primeras canas a los treinta y pocos, y a finales de la década siguiente ya tenía el pelo completamente blanco. Sé que yo también he cambiado —el vientre que se empeña en sobresalir, las no menos tenaces entradas de las sienes—, pero la decadencia del propio cuerpo es algo progresivo, casi tan imperceptible como implacable. Ver a Thalia con el pelo blanco me asalta siempre como la prueba de su constante, inevitable paso a la vejez, y por extensión, del mío.
—Vas a tener frío —dice, ciñéndose la bufanda en torno al cuello.
Estamos en enero, a media mañana, y el cielo se ve gris y encapotado. Una brisa destemplada agita con un murmullo las hojas marchitas de los árboles.
—Si quieres saber qué es el frío, vente a Kabul —respondo, al tiempo que cojo mi maleta.
—Tú verás, doctor. ¿Vamos en autobús o a pie? Tú eliges.
—Vayamos caminando.
Nos dirigimos al norte. Cruzamos la aldea de Tinos. Dejamos atrás los veleros y yates fondeados en la dársena. Los quioscos que venden postales y camisetas. La gente que toma café con parsimonia en mesitas redondas, por fuera de los bares, mientras echa una partida de ajedrez o lee el diario. Los camareros que preparan las mesas para el almuerzo. Dentro de una o dos horas, empezará a flotar en el aire el olor a pescado asado.
Thalia se lanza a hablar animadamente sobre una nueva urbanización de casas encaladas que están levantando al sur de la isla, con vistas a Míkonos y al Egeo, destinada sobre todo a los turistas o los acaudalados veraneantes que desde los noventa visitan Tinos cada año. Dice que las casas dispondrán de piscina y gimnasio.
Lleva años escribiéndome mensajes de correo electrónico en los que me informa de todos los cambios que han ido alterando la fisonomía de la isla. Los hoteles a pie de playa con antenas parabólicas y acceso a internet rudimentario, las discotecas, bares y tabernas, los restaurantes y comercios al servicio del turismo, los taxis, autobuses, las hordas, las extranjeras que toman el sol en topless. Los campesinos ya no se desplazan en burro sino en camioneta, por lo menos los que se quedaron. La mayoría partió tiempo atrás, aunque algunos están regresando para pasar aquí sus años de jubilación.
—Nada de todo esto le hace demasiada gracia a Odie —comenta Thalia, refiriéndose a los cambios.
También me ha escrito sobre eso, el recelo de los isleños hacia los recién llegados y las transformaciones que traen consigo.
—A ti no parece importarte —comento.
—De nada sirve luchar contra lo inevitable —señala. Y añade—: Odie suele decir que no le extraña mi actitud, porque no he nacido aquí. —Thalia remata la frase con una sonora y campechana carcajada—. Después de cuarenta y cuatro años viviendo en Tinos, creía que me había ganado el título de autóctona, pero ya ves.
Thalia también ha cambiado. Aun con el abrigo puesto, noto que se le han ensanchado las caderas, que está más rolliza, aunque no por ello se ha reblandecido; sus carnes son recias. Además, desprende un aire de cordial desafío, lo noto en el tono socarrón con que comenta algunas cosas de las que hago y que, sospecho, se le antojan patochadas. El brillo que ilumina su mirada, esta nueva risa vigorosa, las mejillas rozagantes, todo ello me da la sensación de hallarme ante la esposa de un granjero. Una mujer con los pies en la tierra, cuya enérgica simpatía no acaba de ocultar un poso de dureza y una autoridad que sería imprudente cuestionar.
—¿Cómo va el negocio? —pregunto—. ¿Sigues trabajando?
—Hago alguna que otra chapuza. Ya sabes cómo están las cosas.
Ambos movemos la cabeza en un gesto de desaliento. Desde Kabul, había seguido las noticias de los sucesivos planes de austeridad. Había visto en la CNN a jóvenes griegos enmascarados arrojando piedras a la policía frente al Parlamento, y a los antidisturbios disparándoles gas lacrimógeno y blandiendo sus porras.
Thalia no posee un negocio en el sentido estricto de la palabra. Antes de la era digital, se dedicaba sobre todo a las reparaciones domésticas. Iba allí donde la llamaban y soldaba el transistor averiado de una tele, o sustituía el condensador de señal de un viejo aparato de radio. Le pedían que reparara termostatos de nevera, que sellara la fuga de una cañería. Sus clientes le pagaban lo que buenamente podían, y si no podían pagarle, ella hacía la reparación de todos modos. «En realidad no necesito el dinero —me decía—. Lo hago por diversión. Aún disfruto como una niña abriendo cosas y averiguando cómo funcionan por dentro.» Hoy en día, Thalia es como una empresa unipersonal de informática. Todo lo que sabe lo ha aprendido por sus propios medios. Cobra tarifas simbólicas por localizar y corregir los fallos de los PC, cambiar la configuración IP, arreglar los programas que se cuelgan o se ralentizan, así como los fallos de actualización y arranque. Más de una vez la he llamado desde Kabul, al borde de la desesperación, porque se me había colgado mi IBM.
Cuando llegamos a casa de mi madre, nos quedamos fuera un momento, en el patio, junto al viejo olivo. Veo el resultado de la reciente actividad febril de mamá: las paredes recién pintadas, el palomar a medio acabar, un martillo y una caja de clavos abierta sobre un tablón de madera.
—¿Cómo está? —pregunto.
—Tan quisquillosa como siempre. Por eso mandé instalar esa cosa. —Señala la antena parabólica del tejado—. Vemos culebrones extranjeros. Los árabes son los mejores, o los peores, según se mire. Intentamos descifrar el argumento. Así consigo que no se ensañe conmigo. —Más que entrar, Thalia se precipita hacia dentro—. Bienvenido a casa. Te prepararé algo de comer.
Se me hace raro estar de nuevo en esta casa. Veo unos pocos objetos que no me resultan familiares, como el sillón de cuero gris de la sala y una mesita de mimbre blanca junto a la tele. Pero todo lo demás sigue prácticamente donde solía. La mesa de la cocina, ahora cubierta por un hule con estampado de berenjenas y peras; las sillas de bambú de respaldo recto; la vieja lámpara de aceite con su funda de mimbre y la chimenea de borde festoneado tiznada por el humo; la foto en la que salgo con mamá —yo con una camisa blanca, ella con su vestido bueno—, aún colgada encima de la repisa de la chimenea del salón; la vajilla de porcelana de la abuela, en la última balda, como siempre.
Sin embargo, en cuanto suelto la maleta, tengo la sensación de que hay un vacío enorme en medio de todo. Las décadas de vida que mi madre ha pasado aquí con Thalia son para mí inmensos espacios en blanco. He estado ausente. Ausente de todas las comidas que Thalia y mamá han compartido en torno a esta mesa, de las discusiones, los momentos de aburrimiento, las risas, las enfermedades, el largo rosario de sencillos rituales que conforman toda una vida. Entro en la casa de mi infancia y me siento un poco perdido, como si leyera el final de una novela empezada y abandonada tiempo atrás.
—¿Te apetecen unos huevos? —ofrece Thalia, al tiempo que se pone un delantal estampado.
Vierte aceite en una sartén y se mueve en la cocina con la soltura de quien está en su casa.
—Claro. ¿Dónde está mamá?
—Durmiendo. Ha pasado mala noche.
—Iré a echarle un vistazo.
Thalia saca un batidor del cajón.