—Como la despiertes, doctor, te las verás conmigo.
Subo de puntillas la escalera que conduce al dormitorio. La habitación está a oscuras. Un único, largo y delgado haz de luz se cuela entre las cortinas cerradas y hiende la cama de mamá. Se respira un aire viciado, enfermizo. No es exactamente un olor, sino más bien una presencia física. Todos los médicos lo reconocen. La enfermedad impregna una habitación como si de vapor se tratara. Me detengo un momento en el umbral y dejo que los ojos se acostumbren a la penumbra, rota por un rectángulo de luz colorida y cambiante que descansa sobre el tocador, en lo que deduzco es el lado de la cama que ocupa Thalia, el mismo que ocupaba yo. La luz procede de uno de esos marcos fotográficos digitales. Una extensión de arrozales y casas de madera con tejados grises se desvanece para dar paso a un concurrido bazar con cabras desolladas que cuelgan de ganchos de carnicero, y luego se ve a un hombre de piel oscura agachado a la orilla de un río de aguas turbias, cepillándose los dientes con el dedo.
Cojo una silla y me siento a la cabecera de mamá. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, la miro y no puedo evitar que se me encoja el corazón. Me sobresalta lo mucho que ha menguado mi madre. El pijama de estampado floral cuelga en torno a sus hombros estrechos, por encima de su pecho aplanado. No me gusta verla durmiendo así, con la boca abierta y las comisuras hacia abajo, como si tuviera una pesadilla. No me gusta comprobar que la dentadura se le ha movido mientras duerme. Un leve aleteo agita sus párpados. Me quedo allí un rato. Me pregunto qué esperaba encontrar, y oigo el tictac del reloj de pared, el tintineo metálico de la espumadera en la sartén allá abajo. Hago inventario de los detalles banales de la vida de mamá que llenan la habitación. El televisor de pantalla plana acoplado a la pared, el ordenador en un rincón, el sudoku inacabado sobre la mesilla de noche, la página señalada con las gafas de lectura, el mando de la tele, la ampolla de colirio, un tubo de crema de cortisona, otro de adhesivo dental, un frasquito de comprimidos, y en el suelo un par de zapatillas afelpadas color perla. En otro tiempo, jamás se las habría puesto. Junto a éstas, hay una bolsa abierta de pañales braga. No puedo relacionar estas cosas con mi madre. Las rechazo. Se me antojan las pertenencias de un desconocido. Alguien indolente, inofensivo, alguien con quien es imposible enfadarse.
Al otro lado de la cama, la imagen del marco digital vuelve a cambiar. Observo unas cuantas de aquellas instantáneas. Y de pronto caigo. Reconozco esas fotos. Las hice yo. Son de cuando me dedicaba a... ¿cómo decirlo? A ver mundo, supongo. Thalia. Había conservado las copias, durante todos estos años. El afecto me embarga, dulce como la miel. Ella ha sido mi verdadera hermana, mi verdadero Manaar, todo este tiempo.
La oigo llamándome desde abajo.
Me levanto sin hacer ruido. Me dispongo a salir cuando algo atrapa mi atención. Algo enmarcado y colgado en la pared, por debajo del reloj. No acierto a distinguirlo en la oscuridad. Abro el móvil y echo un vistazo a la luz de su resplandor plateado. Es un artículo de Associated Press sobre la organización sin ánimo de lucro con la que colaboro en Kabul. Recuerdo esa entrevista. El periodista era un tipo agradable, un estadounidense de ascendencia coreana aquejado de un leve tartamudeo. Habíamos compartido un plato de qabuli, arroz integral con carne de cordero y uvas pasas, típico de Afganistán. En el centro del artículo hay una fotografía de grupo en la que salgo con algunos niños y Nabi al fondo, con ademán rígido, las manos a la espalda y el aire entre aprensivo, tímido y circunspecto con que los afganos suelen posar para las fotos. Amra también está allí, con Roshi, su hija adoptada. Todos los niños sonríen a la cámara.
—Markos.
Cierro la solapa del móvil y bajo al piso inferior.
Thalia me sirve un vaso de leche y un humeante plato de huevos revueltos sobre un lecho de tomates.
—Tranquilo, ya le he echado azúcar a la leche.
—Te has acordado.
Thalia toma asiento sin quitarse el delantal. Apoya los codos en la mesa y me observa comer, secándose la mejilla izquierda de vez en cuando con un pañuelo. Recuerdo todas las ocasiones en que intenté convencerla para que me dejara operarla. Le dije que las técnicas quirúrgicas han avanzado mucho desde los años sesenta, y que estaba seguro de poder, si no reparar del todo su desfiguramiento, al menos sí lograr una mejoría significativa. Siempre se negó en redondo, para mi inmensa perplejidad. «Así soy yo», me dijo. Una respuesta insulsa, insatisfactoria, pensé entonces. ¿Qué significaba, siquiera? No lo entendí. Me cruzaron la mente pensamientos poco caritativos, de presidiarios condenados a cadena perpetua que temían salir de la cárcel, aterrados ante la sola idea de que les concedieran la libertad condicional y tuvieran que enfrentarse al cambio, a una nueva vida más allá de las alambradas y las torres de vigilancia.
La oferta que le hice entonces sigue en pie. Sé que no la aceptará, pero ahora entiendo por qué. Tenía razón. Así es ella, en efecto. No puedo aspirar a ponerme en su lugar y comprender lo que debió suponer para ella ver ese rostro reflejado en el espejo día tras día, evaluar su espantosa desfiguración y reunir la voluntad necesaria para aceptarla. La inmensa energía que debió de costarle, el esfuerzo, la paciencia. Una aceptación que habría ido tomando forma poco a poco, a lo largo de los años, como la pared rocosa de un acantilado, esculpida por el embate de las olas. El perro tardó minutos en darle su rostro, y a ella le llevó toda una vida forjarse una nueva identidad en torno a ese mismo rostro. No me dejaría deshacerlo todo a golpe de bisturí. Sería como abrir una nueva herida sobre la antigua.
Ataco los huevos porque sé que eso la complacerá, aunque en realidad no tengo apetito.
—Qué buenos están, Thalia.
—¿Listo para el gran espectáculo?
—¿A qué te refieres?
Alarga el brazo hacia atrás y abre un cajón de la encimera. Saca unas gafas de sol con lentes rectangulares. Tardo unos instantes en caer, pero de pronto me acuerdo. El eclipse.
—Ah, claro.
—Al principio creía que nos limitaríamos a verlo por un agujerito —comenta—. Pero luego Odie me contó que ibas a venir y pensé: bueno, hagámoslo a lo grande.
Hablamos un poco sobre el eclipse solar que supuestamente tendrá lugar al día siguiente. Thalia dice que empezará por la mañana y se habrá completado hacia el mediodía. Ha estado consultando los partes meteorológicos y ha comprobado con alivio que no se espera nubosidad sobre la isla. Me pregunta si quiero más huevos, le digo que sí, y entonces me habla de un nuevo cibercafé que han abierto donde estaba la casa de empeños del señor Roussos.
—He visto las fotos —comento—. Arriba. Y el artículo.
Thalia recoge mis migas de pan de la mesa con la palma de la mano y las arroja al fregadero sin volverse a mirar siquiera.
—Bah, eso fue fácil. Bueno, me refiero a escanearlas y cargarlas en el ordenador. Lo difícil fue organizarlas por países. Tuve que ponerme a averiguar de dónde era cada una, porque nunca mandas ninguna nota, sólo las fotos, y ella había dejado muy claro que las quería separadas por países. Tenía que ser así. Insistió en ello.
—¿Quién?
Thalia suelta un suspiro.
—Quién, dice. Pues Odie. ¿Quién si no?
—¿Fue idea suya?
—Sí, igual que lo del artículo. Fue ella quien lo encontró en la red.
—¿Mamá me buscó en la red? —pregunto.
—No tendría que haberle enseñado a navegar. Ahora no hay quien la pare. —Thalia se ríe entre dientes—. Todos los días comprueba si hay algo nuevo sobre ti. Es cierto. Te has buscado una acosadora cibernética, Markos Varvaris.
Mamá baja a primera hora de la tarde. Lleva puesto un albornoz azul oscuro y las zapatillas afelpadas que ya he empezado a detestar. Da la impresión de haberse peinado. Me alivia ver que parece moverse con normalidad mientras baja los escalones y me recibe con los brazos abiertos, sonriendo con gesto soñoliento.