Nos sentamos a la mesa a tomar un café.
—¿Dónde está Thalia? —pregunta, soplando su taza.
—Ha salido a comprar un par de cosillas para mañana. ¿Eso de ahí es tuyo? —pregunto, señalando un bastón apoyado contra la pared, detrás del sillón nuevo. No lo había visto al llegar.
—Ah, apenas lo uso. Sólo los días malos. Y para salir a dar largos paseos. Más que nada para estar tranquila —añade, restándole importancia, y así me entero de que depende bastante más del bastón de lo que quiere darme a entender—. Eres tú quien me preocupa. Las noticias que llegan de ese país horrible. Thalia no quiere que las escuche. Dice que me ponen muy nerviosa.
—No negaré que hay incidentes aislados, pero por lo general la gente va a lo suyo y no se mete en líos. Además, tomo mis precauciones, mamá. —Por supuesto, me abstengo de comentarle que han tiroteado la casa de huéspedes al otro lado de la calle, ni la reciente oleada de ataques a los cooperantes extranjeros, ni que cuando digo que tomo mis precauciones me refiero a que me he acostumbrado a llevar encima una 9 mm siempre que voy en coche por la ciudad, cosa que para empezar no debería hacer.
Mamá bebe un sorbo de café y se estremece levemente. No intenta sonsacarme. No estoy seguro de que eso sea buena señal. No sabría decir si ha perdido el hilo y se ha quedado ensimismada, como suelen hacer los ancianos, o si se trata de una estrategia para no acorralarme, evitando así que le mienta o le revele cosas que sólo la disgustarían.
—Te echamos de menos en Navidad —dice.
—Me fue imposible escaparme, mamá.
Asiente.
—Ahora estás aquí. Eso es lo que cuenta.
Tomo un sorbo de café. Cuando era pequeño, mamá y yo desayunábamos sentados a esta mesa todas las mañanas, en silencio, de un modo casi solemne, antes de salir juntos hacia la escuela. Qué poco nos hablábamos.
—¿Sabes, mamá?, yo también me preocupo por ti.
—Pues no tienes por qué. Sé cuidar de mí misma.
Un destello de su viejo orgullo desafiante, como una tenue luz que parpadea en la niebla.
—Sí, pero ¿hasta cuándo?
—Hasta que no pueda hacerlo.
—¿Y cuando eso ocurra? ¿Qué pasará entonces?
No trato de desafiarla. Se lo pregunto porque ignoro la respuesta. Ignoro cuál será mi propio papel, o si tendré siquiera un papel que desempeñar.
Me mira a los ojos, impertérrita. Luego vierte otra cucharadita de azúcar en su café, que remueve despacio.
—Es curioso, Markos, pero la gente por lo general tiene una idea muy equivocada de sí misma. Creen que viven en función de lo que desean, cuando en el fondo lo que los guía es aquello que temen. Aquello que no desean.
—No te sigo, mamá.
—Bueno, mírate a ti, por ejemplo. El hecho de que te marcharas de aquí. La clase de vida que te has buscado. Tenías miedo de verte atrapado en esta isla. Conmigo. Tenías miedo de que te retuviera. O mira a Thalia. Se quedó porque no quería seguir siendo el blanco de todas las miradas.
La observo mientras saborea el café y le añade otra cucharadita de azúcar. Recuerdo lo insignificante que me sentía de pequeño cuando intentaba llevarle la contraria. Hablaba de un modo que no dejaba lugar para la réplica; me avasallaba con la verdad, enunciada desde el primer momento de un modo llano y sin rodeos. Me derrotaba antes incluso de que pudiera abrir la boca. Siempre me parecía injusto.
—¿Y qué hay de ti, mamá? —le pregunto—. ¿Qué es lo que temes, lo que no deseas?
—Ser una carga.
—No lo serás.
—De eso puedes estar seguro, Markos.
La inquietud me invade al oír esta réplica críptica. Me cruza la mente la carta que Nabi me dio en Kabul, su confesión póstuma. El pacto que Suleimán Wahdati había hecho con él. No puedo sino preguntarme si mamá ha sellado un pacto similar con Thalia, si la ha elegido a ella para rescatarla cuando llegue el momento. Sé que Thalia podría hacerlo. Ahora es fuerte. Ella la salvaría.
Mamá escruta mi rostro.
—Tú tienes tu vida, tu trabajo, Markos —dice en un tono menos severo, corrigiendo el rumbo de la conversación, como si hubiese percibido mi inquietud. La dentadura postiza, los pañales, las zapatillas afelpadas, todo ello me ha llevado a subestimarla. Aún tiene todas las de ganar. Siempre las tendrá—. No quiero ser un lastre para ti.
Por fin una mentira, esto último que dice, aunque es una mentira piadosa. No sería yo el que se vería lastrado. Ambos lo sabemos. Yo estoy ausente, a miles de kilómetros de aquí. La carga de trabajo desagradable, pesado, recaería sobre Thalia. Pero mamá me incluye a mí también, me concede algo que no me he ganado, ni intentado ganar siquiera.
—No lo serías —replico débilmente.
Sonríe.
—Hablando de tu trabajo, supongo que sabes que no lo aprobaba precisamente, cuando decidiste marcharte a ese país.
—Algo sospechaba, sí.
—No entendí por qué te ibas. Por qué renunciabas a todo, el dinero, la consulta, la casa en Atenas, todo aquello por lo que habías trabajado, para esconderte en ese polvorín.
—Tenía mis razones.
—Lo sé. —Se lleva la taza a los labios y vuelve a bajarla sin haber bebido—. Esto no se me da nada bien —añade despacio, casi con timidez—, pero lo que trato de decirte es que me has salido bueno. Has hecho que me sienta orgullosa de ti, Markos.
Me miro las manos. Sus palabras calan muy hondo. Me ha pillado desprevenido. No estaba preparado para oír esto, ni para el brillo que relucía en su mirada cuando lo ha dicho. No sé qué se supone que debo contestar.
—Gracias, mamá —acierto a balbucir.
No puedo decir nada más, y nos quedamos un rato en silencio. Casi se palpa la incomodidad en el aire, así como la súbita conciencia compartida de todo el tiempo perdido, las oportunidades derrochadas.
—Hace tiempo que quiero preguntarte algo —dice mamá.
—¿El qué?
—James Parkinson. George Huntington. Robert Graves. John Down. Y ahora mi amigo Lou Gehrig. ¿Cómo se las han arreglado los hombres para acaparar hasta los nombres de las enfermedades?
Parpadeo, desconcertado. Mi madre me imita y luego se echa a reír y yo también, aunque por dentro me desmorone.
A la mañana siguiente nos tumbamos fuera, en unas hamacas. Mamá lleva una gruesa bufanda y una parka gris, y se ha tapado las piernas con una manta de forro polar para protegerlas del riguroso frío. Tomamos café y mordisqueamos trocitos del dulce de membrillo con canela que Thalia ha comprado para la ocasión. Llevamos puestas nuestras gafas especiales para observar el eclipse y miramos al cielo. Al sol le falta un pequeño bocado en el cuadrante norte, lo que hace que se parezca un poco al logotipo del portátil de Apple que Thalia abre de vez en cuando para anotar sus observaciones en un foro de internet. Los vecinos de la calle se han acomodado en las aceras y las azoteas para contemplar el espectáculo. Algunos se han ido con toda la familia hasta la otra punta de la isla, donde la Sociedad Astronómica Helénica ha instalado telescopios.
—¿A qué hora se supone que es el eclipse total? —pregunto.
—Sobre las diez y media —contesta Thalia. Se levanta las gafas y consulta el reloj—. Dentro de una hora, más o menos.
Se frota las manos de entusiasmo, escribe algo en el ordenador.
Las observo a las dos, a mamá con sus gafas de sol, las manos surcadas de venas azules cruzadas sobre el pecho, a Thalia aporreando el teclado sin piedad, con mechones de pelo blanco asomándole por debajo de la gorra de lana.
«Me has salido bueno.»
La noche anterior, acostado en el sofá, había pensado en las palabras de mamá y mis pensamientos me habían llevado hasta Madaline. De niño, solía ponerme nervioso por todas las cosas que mamá no hacía, a diferencia de las otras madres. Cogerme de la mano para ir por la calle. Darme un beso de buenas noches, sentarme en su regazo, leerme cuentos antes de dormir. Todo eso es verdad. Pero a lo largo de todos estos años no he sabido ver una verdad más grande aún, que ha pasado inadvertida, sin el menor reconocimiento, enterrada bajo una pila de agravios: mi madre jamás me abandonaría. Ésa era su gran dádiva, la incuestionable certeza de que nunca me haría lo que Madaline le había hecho a Thalia. Era mi madre y no me abandonaría nunca. Yo lo había aceptado sin más, lo había dado por sentado. Nunca se lo había agradecido, tal como no daba gracias al sol por brillar sobre mi cabeza.