—Es tarde —repitió. Levantó la tetera con el borde del chal que le cubría los hombros y se sirvió una taza de té. Sopló un poco y tomó un sorbo, con las llamas bañándole el rostro de un resplandor naranja—. Es hora de dormir. Mañana será un día largo.
Abdulá tapó las cabezas de ambos con la manta, y canturreó contra la nuca de Pari:
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
Medio dormida, Pari entonó lentamente sus versos:
Era un hada pequeñita y triste
y una noche el viento se la llevó.
Y casi al instante se quedó dormida.
Más tarde, Abdulá se despertó y se encontró con que Padre no estaba. Se incorporó asustado. El fuego estaba casi apagado, sólo quedaban unas motitas de brasas carmesí. Miró a derecha e izquierda, pero sus ojos no consiguieron penetrar la oscuridad a un tiempo inmensa y asfixiante. Notó que palidecía. Con el corazón desbocado, aguzó el oído y contuvo el aliento.
—¿Padre? —susurró.
Silencio.
El pánico brotó en su pecho. Completamente inmóvil, con el cuerpo erguido y tenso, escuchó durante largo rato. No se oía nada. Estaban solos, Pari y él, con la oscuridad cerniéndose alrededor. Los habían abandonado. Padre los había abandonado. Abdulá captó por primera vez la inmensidad del desierto y del mundo entero. Con qué facilidad podía perderse alguien en él. Sin nadie para ayudarlo, para mostrarle el camino. Entonces una idea mucho peor se abrió paso en sus pensamientos: Padre estaba muerto. Alguien le había cortado el cuello. Bandidos. Lo habían matado y ahora los acechaban a ellos, tomándose su tiempo, deleitándose, convirtiéndolo en un juego.
—¿Padre? —volvió a llamar, con tono estridente esta vez.
No hubo respuesta.
—¿Padre?
Lo llamó una y otra vez, sintiendo una garra que le oprimía más y más la garganta. Perdió la cuenta de cuántas veces lo llamaba o durante cuánto tiempo, pero no obtuvo respuesta alguna de la oscuridad. Imaginó rostros ocultos en las montañas, observándolos con sonrisas maliciosas. El pánico lo embargó y le encogió las entrañas. Se echó a temblar y gimoteó quedamente. Estaba a punto de ponerse a gritar.
Y entonces oyó pisadas. Una forma se materializó en la oscuridad.
—Creía que te habías ido —dijo Abdulá con voz temblorosa.
Padre se sentó ante los restos del fuego.
—¿Dónde estabas?
—Duérmete, hijo.
—No nos abandonarás, ¿verdad? Tú no harías eso, Padre.
Él lo miró, pero Abdulá no logró distinguir su expresión en la oscuridad.
—Vas a despertar a tu hermana.
—No nos abandones.
—Ya basta.
Abdulá volvió a tenderse y abrazó con fuerza a su hermana, con el corazón palpitándole en el pecho.
Abdulá nunca había estado en Kabul. Lo que sabía sobre la ciudad procedía de las historias del tío Nabi. Gracias a los trabajos de Padre había visitado varios pueblos, pero nunca una ciudad de verdad, y desde luego nada que el tío Nabi le hubiese contado podría haberlo preparado para el trasiego y el bullicio de la mayor y más concurrida. En todas partes había semáforos, salones de té y restaurantes, tiendas con escaparates de cristal y brillantes letreros de colores. Los coches transitaban ruidosamente por las calles atestadas, haciendo sonar la bocina y colándose entre autobuses, transeúntes y bicicletas. Garis tirados por caballos circulaban por los bulevares entre tintineos, con las llantas de hierro rebotando en el pavimento. Las aceras que Abdulá recorría con Pari y Padre estaban abarrotadas de vendedores de cigarrillos y chicles, quioscos de revistas, herreros que aporreaban herraduras. En los cruces, guardias de tráfico con uniformes que no eran de su talla hacían sonar sus silbatos y gesticulaban sin que nadie, al parecer, les hiciera caso.
Abdulá se sentó en un banco cerca de una carnicería, con Pari en el regazo, y compartieron un plato de judías guisadas con chutney de cilantro que Padre compró en un puesto callejero.
—Mira, Abolá —dijo Pari señalando una tienda en la acera de enfrente.
En el escaparate había una joven con un vestido verde con un precioso bordado de espejitos y cuentas. Llevaba un largo pañuelo a juego, alhajas de plata y pantalones rojo intenso. Estaba inmóvil y miraba con indiferencia a los transeúntes sin parpadear. No movió un solo dedo mientras Abdulá y Pari se acababan las judías, y después siguió totalmente quieta. Calle arriba, Abdulá vio un cartel enorme colgado en la fachada de un edificio alto. Mostraba a una mujer hindú, joven y guapa, en un campo de tulipanes y bajo un aguacero, resguardándose con actitud juguetona tras una especie de bungaló. Esbozaba una sonrisa tímida y el sari mojado se le pegaba a las curvas del cuerpo. Abdulá se preguntó si se trataría de eso que el tío Nabi había llamado cine, adonde la gente acudía a ver películas, y tuvo la esperanza de que el mes siguiente su tío los llevara a Pari y a él a ver una. Sonrió ante la idea.
Por fin, después de la atronadora llamada a la oración que surgió de una mezquita alicatada de azul calle arriba, Abdulá vio al tío Nabi aparcar junto al bordillo. Se apeó, ataviado con su traje color aceituna, y evitó por muy poco darle con la puerta a un joven ciclista con un chapan, quien la esquivó justo a tiempo.
Rodeó rápidamente el capó del coche y le dio un abrazo a Padre. Cuando vio a Abdulá y Pari, esbozó una ancha sonrisa. Se agachó para quedar al mismo nivel que ellos.
—¿Qué os parece Kabul, niños?
—Hay mucho ruido —contestó Pari, y él rió.
—Sí que lo hay. Vamos, subid. Veréis muchas más cosas desde el coche. Limpiaos los pies antes de entrar. Sabur, ve tú delante.
El asiento trasero, frío y duro, era azul claro, como el coche. Abdulá se deslizó hasta la ventanilla detrás del conductor y se sentó a Pari en el regazo. Advirtió que los transeúntes miraban el coche con envidia. Pari volvió la cabeza hacia él y se sonrieron.
La ciudad fue pasando de largo mientras el tío Nabi conducía. Dijo que daría un rodeo para que vieran un poco de Kabul. Señaló una colina llamada Tapa Maranjan y la cúpula del mausoleo con vistas a la ciudad que coronaba la cima. Les contó que allí estaba enterrado Nader Sha, padre del rey Zaher Sha. Luego les mostró la fortaleza de Bala Hissar en la cumbre del monte Kuh-e-Sherdarwaza, utilizada por los británicos durante su segunda guerra contra Afganistán.
—¿Qué es eso, tío Nabi? —preguntó Abdulá dando golpecitos en la ventanilla para señalar un edificio amarillo grande y rectangular.
—Silo. Es la nueva fábrica de pan. —Nabi conducía con una mano y estiró el cuello para guiñarle un ojo—. Cortesía de nuestros amigos los rusos.
«Una fábrica que hace pan», se maravilló Abdulá, y recordó a Parwana en Shadbagh, aplastando porciones de masa contra las paredes de arcilla de su tandur.
Por fin el tío Nabi enfiló una calle amplia y limpia, flanqueada por cipreses dispuestos a espacios regulares. Las casas eran elegantes, y las más grandes que había visto Abdulá. Las había blancas, amarillas, azul claro. La mayoría tenían dos plantas, estaban rodeadas por altos muros y protegidas por portones metálicos de doble batiente. Abdulá vio varios coches como el del tío Nabi aparcados en la calle.
Entraron en un sendero adornado por una hilera de arbustos pulcramente recortados. Al fondo, la casa de dos plantas y paredes blancas se veía tremendamente grande.
—Tu casa es enorme —dijo Pari, con los ojos muy abiertos de asombro.
El tío Nabi echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—Ya me gustaría. No, ésta es la casa de mis patronos. Estáis a punto de conocerlos. Así que ahora portaos lo mejor que sepáis.