—¡Mirad! —exclama Thalia.
De pronto, pequeñas hoces de luz resplandeciente se han materializado por doquier, en el suelo, en las paredes, en nuestras ropas. Es el sol con forma de medialuna, que refulge entre las hojas del olivo. Descubro una cabrilleando en la superficie de mi café. Otra juguetea con los cordones de mis zapatos.
—Enséñame las manos, Odie —pide Thalia—, deprisa.
Mamá abre las manos y vuelve las palmas hacia arriba. Thalia saca del bolsillo un vidrio cuadrado y lo sostiene por encima de las manos de mamá. De pronto, un sinfín de pequeños arcoíris bailotean sobre la piel apergaminada de las manos, y ella reprime un grito.
—¡Fíjate, Markos! —dice mamá, sonriendo sin reservas, exultante como una colegiala. Nunca la había visto sonreír de un modo tan puro, tan cándido.
Nos quedamos los tres contemplando los pequeños, trémulos arcoíris en las manos de mi madre, y siento una tristeza, y también un viejo dolor, que me atenazan la garganta como dos garras.
«Me has salido bueno... Has hecho que me sienta orgullosa de ti, Markos.»
Tengo cuarenta y cinco años. Llevo toda la vida esperando oír esas palabras. ¿Será demasiado tarde para todo esto, para nosotros? ¿Habremos desaprovechado demasiadas oportunidades, durante demasiado tiempo, mamá y yo? Una parte de mí cree que es mejor seguir como hasta ahora, comportarnos como si no supiéramos lo poco que nos hemos entendido siempre. Es menos doloroso de ese modo. Quizá sea mejor que esta ofrenda tardía. Este frágil, tembloroso atisbo de cómo podían haber sido las cosas entre nosotros. Lo único que nos traerá es pesar, y me pregunto de qué sirve. No va a devolvernos nada. Lo que hemos perdido es irrecuperable.
Sin embargo, cuando mi madre dice «¿Verdad que es precioso, Markos?», yo le contesto «Sí que lo es, mamá, es precioso», y mientras algo en mi interior empieza a resquebrajarse, a abrirse de par en par, alargo la mano y tomo la suya en la mía.
9
Invierno de 2010
Cuando era niña, mi padre y yo teníamos un ritual nocturno. Después de rezar mis veintiún bismalá, él me metía en la cama, me arropaba, se sentaba a mi lado y me quitaba los malos sueños de la cabeza pellizcándolos entre el índice y el pulgar. Sus dedos iban de mi frente a mis sienes, para luego buscar con paciencia detrás de las orejas y en la nuca, y con cada pesadilla que me arrancaba chasqueaba los labios, haciendo el ruido de una botella al descorcharse. Metía los malos sueños, uno por uno, en un saco invisible en su regazo y ataba su cordel con fuerza. Entonces hurgaba en el aire en busca de sueños felices con que reemplazar los que había quitado. Yo lo observaba ladear un poco la cabeza, con el cejo fruncido y los ojos moviéndose de aquí para allá como si tratara de oír una música distante, y contenía el aliento, esperando el instante en que esbozaría una sonrisa, canturrearía «Ah, aquí hay uno» y ahuecaría las manos para dejar que el sueño le aterrizara en las palmas como un pétalo que caía caracoleando de un árbol. Y entonces, muy suavemente, pues mi padre decía que todas las cosas buenas de la vida son frágiles y se quiebran con facilidad, alzaba las manos y me frotaba la frente con las palmas para meterme la felicidad en la cabeza.
—¿Qué voy a soñar esta noche, baba? —quería saber yo.
—Ah, esta noche... Verás, esta noche es especial —contestaba siempre antes de contármelo.
Inventaba una historia sobre la marcha. En uno de los sueños que me dio, me convertía en la pintora más famosa del mundo. En otro, era la reina de una isla encantada y tenía un trono volador. Incluso me regaló uno sobre mi postre favorito, la gelatina. Blandía mi varita mágica y tenía el poder de convertir cualquier cosa en gelatina: un autobús del colegio, el Empire State, el océano Pacífico entero; más de una vez salvé al planeta de su destrucción agitando mi varita ante un meteorito a punto de estrellarse. Mi padre, que casi nunca hablaba del suyo, decía que había heredado de él su talento para contar historias. De niño, a veces su padre lo hacía sentarse —si estaba de humor, lo que no pasaba a menudo— y le contaba historias plagadas de yinns, hadas y divs.
Algunas noches, baba y yo intercambiábamos papeles. Él cerraba los ojos y yo le deslizaba las manos por la cara, empezando por la frente y bajando por las rasposas mejillas sin afeitar hasta los ásperos pelos del bigote.
—A ver, ¿qué voy a soñar esta noche? —susurraba, cogiéndome las manos.
Y sonreía, porque ya sabía qué sueño iba a darle yo. Era siempre el mismo: el sueño en que aparecían él y su hermanita tendidos bajo un manzano en flor a punto de dormir la siesta. Con el sol calentándoles las mejillas y derramando su luz en las hojas, la hierba y las flores.
Era hija única y muchas veces me sentía sola; después de tenerme, mis padres, que se habían conocido en Pakistán cuando ambos rondaban los cuarenta, habían decidido no tentar al destino por segunda vez. Recuerdo que miraba con envidia a los niños del barrio y de la escuela; me refiero a los que tenían hermanos pequeños. A veces me dejaba perpleja cómo algunos de ellos se trataban unos a otros, ajenos a la suerte que tenían. Se comportaban como perros callejeros. Se daban pellizcos, golpes, empujones; se hacían todas las trastadas imaginables, y burlándose, además. No se dirigían la palabra. Yo, que me había pasado media infancia deseando un hermanito, no conseguía entenderlo. Lo que de verdad habría querido tener era una hermana gemela, alguien que hubiese llorado y dormido a mi lado en la cuna, que hubiese mamado conmigo del pecho de mi madre. Alguien que me quisiera de forma incondicional y absoluta, y en cuyo rostro me viera siempre reflejada.
Y así, la hermanita de baba, Pari, era mi compañera secreta, invisible para todos menos para mí. Era mi hermana, la que siempre había deseado que mis padres me dieran. La veía en el espejo del baño cuando nos lavábamos los dientes codo con codo por las mañanas. Nos vestíamos juntas. Me seguía al colegio y se sentaba a mi lado en la clase; cuando yo miraba al frente, a la pizarra, con el rabillo del ojo veía su cabello y la blancura de su perfil. A la hora del recreo la llevaba conmigo al patio, y sentía su presencia detrás de mí cuando me deslizaba por el tobogán o me encaramaba a las barras. Después de la escuela, si me sentaba a la mesa de la cocina a dibujar, ella hacía garabatos pacientemente a mi lado, o miraba por la ventana hasta que yo acabara, y entonces corríamos fuera a saltar a la comba, con nuestras sombras gemelas dando brincos sobre el cemento.
Nadie sabía que jugaba con Pari. Ni siquiera mi padre. Ella era mi secreto.
A veces, cuando no había nadie cerca, comíamos uvas y charlábamos sobre qué juguetes y dibujos animados nos gustaban, qué niños del colegio no, qué maestros nos parecían mezquinos, qué cereales estaban más ricos. Las dos teníamos el mismo color favorito (el amarillo), el mismo helado favorito (de cereza), la misma serie de televisión preferida (Alf), y de mayores ambas queríamos ser artistas. Claro, imaginaba que éramos exactas porque éramos gemelas. A veces llegaba a verla, a verla de verdad, justo en el límite de mi campo visual. Siempre que intentaba dibujarla, le ponía unos ojos verde claro y un poco desiguales como los míos, el mismo cabello oscuro y rizado, las mismas cejas largas y rectas que casi se juntaban. Si alguien preguntaba, decía que era mi autorretrato.