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La historia de cómo mi padre había perdido a su hermana era tan familiar para mí como las que mi madre me había contado sobre el Profeta; estas últimas tuve que volver a aprenderlas cuando mis padres me apuntaron a las sesiones dominicales en una mezquita en Hayward. Aun así, pese a lo bien que la conocía, todas las noches pedía que me volviesen a contar la historia de Pari, atraída por su campo gravitatorio. Quizá el simple motivo era que llevábamos el mismo nombre. Quizá ésa era la razón de que sintiera un vínculo entre ambas, un vínculo tenue y envuelto en misterio, y sin embargo real. Pero había algo más. La sentía dentro de mí, como si lo que le había ocurrido hubiese dejado también una huella en mi alma. Sentía que estábamos unidas en algún orden invisible, de un modo que yo no acababa de entender, vinculadas por algo más que nuestros nombres, por algo más que los lazos familiares, como si fuéramos dos piezas de un rompecabezas.

Tenía la certeza de que, si escuchaba su historia con la suficiente atención, me revelaría algo sobre mí.

—¿Crees que tu padre se sintió triste por tener que venderla?

—Hay gente que sabe ocultar muy bien su tristeza, Pari. Él era así. Cuando lo mirabas, no sabías qué sentía. Era un hombre duro. Pero creo que sí, que en el fondo estaba triste.

—¿Y tú? ¿Estás triste?

Mi padre sonreía y decía:

—¿Por qué voy a estarlo, si te tengo a ti?

Pero incluso a esa edad yo advertía su tristeza. Era como una marca de nacimiento en su rostro.

Siempre que hablábamos de eso, en mi mente se repetía la misma escena. Soñaba que ahorraba cuanto podía, sin gastarme un solo dólar en caramelos o pegatinas, y cuando mi hucha, que no era un cerdito sino una sirena sentada en una roca, estaba llena, la rompía, cogía todo el dinero y me marchaba en busca de la hermanita de mi padre, estuviera donde estuviese, y cuando la encontraba, la compraba otra vez y me la llevaba a casa, con baba. Hacía feliz a mi padre. Era lo que más deseaba en el mundo, ser yo quien borrara su tristeza.

—¿Y qué voy a soñar esta noche? —preguntaba baba.

—Ya lo sabes.

Volvía a sonreír.

—Sí, ya lo sé.

—¿Baba?

Mmm.

—¿Era una buena hermana?

—Era perfecta.

Entonces me daba un beso en la mejilla y me arropaba bien. En la puerta, justo antes de apagar la luz, se detenía un momento.

—Era perfecta —repetía, y añadía—: Igual que tú.

Yo esperaba siempre a que hubiese cerrado la puerta para levantarme, coger otra almohada y ponerla al lado de la mía. Y todas las noches me dormía sintiendo latir dos corazones en mi pecho.

Miro la hora en el acceso a la autopista, en Old Oakland Road. Ya son las doce y media. Tardaré al menos cuarenta minutos en llegar al aeropuerto de San Francisco, contando con que no haya atascos u obras en la 101. Lo bueno es que se trata de un vuelo internacional, de modo que ella aún tendrá que pasar la aduana; eso me concederá un poco de tiempo. Me desplazo al carril de la izquierda y acelero para poner el Lexus a más de ciento veinte.

Me viene a la cabeza una conversación que tuve con baba hará cosa de un mes, y que fue un pequeño milagro. Fue una pasajera burbuja de normalidad, como una diminuta bolsa de aire en el frío y oscuro lecho del océano. Yo llegaba tarde a llevarle el almuerzo, y baba volvió la cabeza hacia mí desde su silla abatible y comentó, con suave tono de crítica, que estaba genéticamente programada para ser impuntual.

—Como tu madre, que Dios la tenga en su gloria. —Y, como si quisiera tranquilizarme, añadió—: También es verdad que todo el mundo ha de tener algún defecto.

—¿Así que éste es el defecto que me tenía reservado Dios? —pregunté, dejándole el plato de arroz y judías en el regazo—. ¿Ser una tardona?

—Y debería añadir que lo hizo con muy pocas ganas. —Tendió las manos para coger las mías—. Porque estuvo cerca, muy cerca, de hacerte perfecta.

—Bueno, pues si quieres, te confiaré encantada unos cuantos defectos más.

—Tienes algunos escondidos, ¿eh?

—Los tengo a montones. Te los revelaré cuando seas un viejo desamparado.

—Ya soy un viejo desamparado.

—Vaya, conque quieres que te compadezca.

Toqueteo la radio, cambiando de una emisora en la que parlotean a una de country, luego una de jazz, y de nuevo a otra en la que hablan. La apago. Estoy impaciente, nerviosa. Cojo el móvil del asiento del pasajero. Llamo a casa y dejo el móvil abierto en el regazo.

—¿Sí?

Salaam, baba. Soy yo.

—¿Pari?

—Sí, baba. ¿Qué tal Héctor y tú, va todo bien?

—Sí. Es un joven estupendo. Ha preparado unos huevos, y nos los hemos comido con tostadas. ¿Dónde estás?

—Estoy conduciendo.

—¿Vas al restaurante? Hoy no te toca trabajar, ¿no?

—No; voy de camino al aeropuerto, baba. He de recoger a alguien.

—Vale, le pediré a tu madre que prepare algo de comer. Puede traerse algo del restaurante.

—Muy bien, baba.

Para mi alivio, no vuelve a mencionarla. Pero hay días en que no para de hacerlo. «¿Por qué no me dices dónde está, Pari? ¿La están operando? ¡No me mientas! ¿Por qué todo el mundo me dice mentiras? ¿Se ha ido? ¿Está en Afganistán? ¡Entonces yo también voy! Me voy a Kabul, no puedes impedírmelo.» Esas escenas vienen y van, con baba caminando de aquí para allá, angustiado, y yo contándole una mentira tras otra, y luego tratando de distraerlo con su colección de catálogos de bricolaje o con algo en la televisión. Unas veces funciona, pero otras se muestra inmune a mis trucos. Se preocupa tanto que acaba llorando, histérico. Se da palmadas en la cabeza y se mece en la silla, sollozando y con las piernas temblorosas, y entonces tengo que darle una pastilla de Ativan. Espero a que se le nublen los ojos, y luego me dejo caer en el sofá, exhausta y sin aliento, también al borde de las lágrimas. Miro hacia la puerta principal y al espacio abierto más allá, y anhelo cruzarlo y seguir caminando, sin parar, y entonces baba gime en sueños y doy un respingo, sintiéndome culpable.

Baba, ¿puedo hablar con Héctor?

Oigo cómo cambia de manos el auricular. Me llega el sonido de fondo de las quejas del público de un concurso televisivo, y luego aplausos.

—Qué tal, chica.

Héctor Juárez vive enfrente. Somos vecinos desde hace muchos años, y ya hace varios que somos amigos. Viene a casa un par de veces a la semana, y los dos tomamos comida rápida y vemos telebasura hasta bien entrada la noche, casi siempre reality shows. Masticamos pizza fría y negamos con la cabeza con morbosa fascinación ante las payasadas y los berrinches en la pantalla. Héctor era marine y estuvo destinado en el sur de Afganistán. Hace un par de años resultó gravemente herido en un ataque con un AEI, un artefacto explosivo improvisado. Cuando por fin volvió a casa del hospital de veteranos, todos los vecinos hicieron acto de presencia. Sus padres habían colgado en el jardín un letrero donde se leía «Bienvenido a casa, Héctor», con globos y montones de flores. Cuando el coche en el que llegaba se detuvo ante la casa, todo el mundo irrumpió en aplausos. Varias vecinas habían preparado pasteles. La gente le dio las gracias por servir al país. Le dijeron: «Ahora tienes que ser fuerte, y que Dios te bendiga.» El padre de Héctor, César, vino a casa unos días después, y él y yo instalamos una rampa para sillas de ruedas igual que la que había instalado en su casa, por donde se accedía hasta la puerta principal con su bandera americana colgando encima. Recuerdo que cuando los dos trabajábamos en la rampa sentí la necesidad de disculparme por lo que le había ocurrido a Héctor en la patria de mi padre.