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—Hola, Héctor, llamo para saber qué tal va todo.

—Por aquí todo bien. Hemos comido, y luego hemos visto El precio justo. Ahora nos estamos relajando un poco con La ruleta de la suerte, y luego nos toca Todo queda en casa.

—Uf. Vaya, lo siento.

—Nada, mija. Lo estamos pasando bien. ¿Verdad que sí, Abe?

—Pues gracias por prepararle huevos.

Héctor baja la voz.

—Han sido tortitas. ¿Y sabes qué? Le han encantado. Se ha comido cuatro.

—Te debo una.

—Eh, me encanta tu nuevo cuadro, chica. Ya sabes, el del niño con el sombrero raro. Abe me lo ha enseñado, y bien orgulloso que está. Caramba, le he dicho yo, ¡cómo no vas a estar orgulloso!

Sonrío mientras cambio de carril para dejar que me adelante un coche que se ha pegado detrás de mí.

—A lo mejor ahora ya sé qué regalarte por Navidad.

—Recuérdame otra vez por qué no podemos casarnos tú y yo —bromea Héctor. Oigo a baba protestando al fondo y la carcajada de Héctor, que se aparta del auricular—. Lo digo en broma, Abe. Ten paciencia conmigo, que soy un tullido. —Y añade dirigiéndose a mí—: Tu padre acaba de enseñarme el pastún que lleva dentro.

Le recuerdo que le dé las pastillas de mediodía y cuelgo.

Es como ver la fotografía de un locutor de la radio: nunca es como lo habías imaginado al oír su voz en el coche. Para empezar, es una mujer mayor. O tirando a mayor. Ya lo sabía, por supuesto. Había hecho cálculos y estimado que tendrá más de sesenta. Pero me cuesta conciliar a esta mujer delgada de cabello cano con la niñita que he imaginado siempre, una cría de tres años de cabello oscuro y rizado y largas cejas que casi se tocan, como las mías. Y es más alta de lo que esperaba; lo advierto aunque esté sentada en un banco cerca del puesto de bocadillos, mirando alrededor con timidez, como si se hubiese perdido. Tiene hombros estrechos, complexión delicada y rostro agradable, el cabello peinado hacia atrás y sujeto con una diadema de ganchillo. Lleva unos pendientes de jade, vaqueros gastados, un jersey largo tipo túnica de color salmón, y un pañuelo amarillo rodeándole el cuello con naturalidad y elegancia europeas. En su último correo electrónico me mencionó que llevaría ese pañuelo, para que la reconociera.

Aún no me ha visto, así que la observo unos instantes entre los viajeros que empujan carritos de equipaje por la terminal y los conductores de taxis privados que sostienen letreros con los nombres de sus clientes. Con el corazón desbocado, me digo: «Es ella, realmente es ella.» Entonces nuestras miradas se encuentran y en un instante veo que me ha reconocido. Me hace un ademán.

Nos encontramos delante del banco. Sonríe, y a mí me tiemblan las rodillas. Tiene la misma sonrisa que papá, excepto por la pequeña separación entre los incisivos: un poco torcida hacia la izquierda, tan amplia que le inunda la cara y casi le cierra los ojos; y ladea sólo un ápice la cabeza, igual que él. Se levanta y me fijo en sus manos, en los dedos nudosos y doblados hacia fuera por la primera articulación y en los bultos como garbanzos en las muñecas. Se me encoge el estómago, porque parece muy doloroso.

Nos abrazamos y me besa en las mejillas. Tiene la piel suave como el fieltro. Cuando nos separamos, me pone las manos en los hombros y me aparta un poco para observar mi cara como quien admira una pintura. Tiene los ojos húmedos, radiantes de felicidad.

—Siento llegar tarde.

—No pasa nada —contesta—. ¡Por fin estoy aquí contigo! —Su acento francés es aún más marcado que por teléfono.

—Yo también me alegro de conocerte. ¿Qué tal el vuelo?

—Me he tomado una pastilla para dormir. De lo contrario habría pasado todo el rato despierta, porque me siento demasiado emocionada y feliz.

Me mira fijamente, sonriendo, como si temiera que se rompa el hechizo si aparta la mirada, hasta que la megafonía aconseja a los pasajeros que informen de cualquier equipaje sin aparente vigilancia, y su rostro se relaja un poco.

—¿Sabe algo Abdulá sobre mi llegada?

—Le he dicho que traería una invitada —contesto.

Después, en el coche, la miro a hurtadillas. Se me hace muy extraño tener a Pari Wahdati sentada en mi coche, a mi lado; parece algo extrañamente ilusorio. A ratos la veo con perfecta claridad, con su pañuelo amarillo al cuello, los rizos delicados en el nacimiento del pelo, el lunar color café bajo la oreja izquierda; pero de pronto sus facciones parecen envueltas en una especie de bruma, como si la viera a través de unas gafas empañadas. Siento una oleada de vértigo.

—¿Estás bien? —pregunta, mirándome mientras se pone el cinturón.

—Temo que vayas a desaparecer.

—¿Cómo dices?

—Es sólo que... no acabo de creer que estés aquí —explico con una risita nerviosa—, que existas de verdad.

Asiente con la cabeza, sonriendo.

—Ah, también es extraño para mí, muy extraño. ¿Sabes? Nunca había conocido a alguien que se llamara como yo.

—Yo tampoco. —Arranco el motor—. Bueno, háblame de tus hijos.

Mientras salgo del aparcamiento me cuenta cosas sobre ellos, llamándolos por su nombre como si yo los conociera de toda la vida, como si sus hijos y yo hubiésemos crecido juntos, como si hubiésemos ido de picnic, de colonias, de vacaciones de verano en familia a la costa, donde hubiéramos hecho collares de conchas y nos hubiéramos enterrado unos a otros en la arena de la playa.

Ojalá lo hubiésemos hecho.

Me cuenta que su hijo Alain —«tu primo», añade— y su mujer Ana han tenido su quinto hijo, una niña, y se han mudado a Valencia, donde han comprado una casa.

—¡Finalement dejan ese espantoso apartamento en Madrid!

A su primogénita, Isabelle, que escribe música para la televisión, acaban de encargarle que componga su primera banda sonora para una película importante. Y el marido de Isabelle, Albert, es ahora el primer chef de un restaurante parisino muy reputado.

—Tú tenías un restaurante, ¿no? —comenta—. Creo que me lo decías en tu e-mail.

—Bueno, era de mis padres. Papá siempre soñó con tener un restaurante. Yo los ayudaba a gestionarlo. Pero tuve que venderlo hace unos años, cuando mi madre murió y baba acabó... incapacitado.

—Vaya, lo siento.

—No hay nada que sentir. No se me da muy bien trabajar en un restaurante.

—Yo diría que no. Tú eres una artista.

Le había comentado de pasada que soñaba con asistir algún día a la escuela de arte; era la primera vez que hablábamos y ella me preguntó a qué me dedicaba.

—En realidad, lo que hago se llama volcar datos.

Escucha con atención mientras explico que trabajo para una firma que procesa datos para grandes empresas de la lista de Fortune 500.

—Relleno formularios para ellos. Folletos, recibos, circulares por correo electrónico, listas de clientes, esa clase de cosas. Lo básico es ser buena mecanógrafa. Y la tarifa es decente.

—Ya veo —contesta; piensa un poco y añade—: ¿Lo encuentras interesante, ese trabajo tuyo?