Выбрать главу

Estamos pasando ante Redwood City, en dirección sur. Me inclino hacia ella para señalar por su ventanilla.

—¿Ves ese edificio? ¿Ese alto con el letrero azul?

—Ajá.

—Ahí nací.

—Ah bon? —Vuelve la cabeza para seguir mirando cuando pasamos de largo—. Eres una chica con suerte.

—¿Por qué lo dices?

—Porque sabes de dónde vienes.

—Nunca le he dado muchas vueltas.

No, claro. Pero es importante saberlo, conocer tus raíces. Saber dónde empezaste el camino como persona. Si no lo sabes, tu vida se vuelve un poco irreal. Es como un rompecabezas, vous comprenez? Como si te hubieras perdido el principio de la historia y ahora estuvieras en la mitad, tratando de entender qué pasa.

Supongo que es así como se siente baba últimamente. Su vida está llena de lagunas. Cada día es una historia desconcertante, un rompecabezas difícil de completar.

A lo largo de un par de kilómetros no decimos nada más.

—Antes preguntabas si encuentro interesante mi trabajo. Resulta que un día llegué a casa y hallé abierto el grifo de la cocina. Había cristales rotos en el suelo y un fogón encendido. Supe que ya no podía dejarlo solo. Y como no podía permitirme un cuidador a tiempo completo, me busqué un trabajo que pudiera hacer en casa. Que fuera interesante no era una prioridad.

—Y la escuela de arte puede esperar.

—Por fuerza.

Ojalá no haga ningún comentario sobre lo afortunado que es baba por tener una hija como yo, y en efecto, ella se limita a asentir con la cabeza mientras ve pasar los letreros de la autopista; siento alivio y gratitud. Hay gente, afganos sobre todo, que siempre andan diciendo que baba es un hombre con suerte, que vaya hija tiene. Hablan de mí con admiración. Me convierten en una santa, en la hija heroica que renunció a una fastuosa vida de comodidades y privilegios para quedarse en casa y cuidar de su padre. «Y primero hizo lo mismo con la madre —comentan con un tono que rebosa compasión—. Tantos años cuidándola, y vaya si no fue tremendo. Y ahora el padre. Nunca fue lo que se dice una preciosidad, pero tenía un pretendiente, un americano, el tipo de los paneles solares. Podría haberse casado con él, pero no lo hizo por sus padres. Cuántas cosas ha sacrificado por ellos. Todo el mundo debería tener una hija así.» Me felicitan por mi bondad y se maravillan de mi valentía, como se hace ante quienes se sobreponen a una deformidad física o a un defecto del habla.

Pero no me reconozco en esa versión edulcorada. Para empezar, hay mañanas en que me molesta ver a baba sentado en el borde de la cama, mirándome con sus ojos legañosos, esperando impaciente a que le ponga los calcetines en sus pies moteados y resecos; gruñe mi nombre y hace una mueca infantil, arrugando la nariz, que lo hace parecer un roedor asustado. Me desagrada que ponga esa cara. No me gusta que sea como es. Lo culpo por haber reducido los límites de mi existencia, por estar consumiendo los mejores años de mi vida. Hay días en los que sólo deseo librarme de él, de su mal genio y de que me necesite tanto. No soy ninguna santa.

Salgo de la autopista en la calle Trece. Varios kilómetros después, entro en el sendero de nuestra casa en Beaver Creek, y apago el motor.

A través de la ventanilla del coche, Pari contempla nuestra casa de una sola planta, la puerta del garaje con su pintura desconchada, los marcos color oliva de las ventanas, la vulgar pareja de leones de piedra que montan guardia a ambos lados de la puerta, y que no me he atrevido a quitar porque a baba le encantan, aunque dudo que se diera cuenta. Vivimos en esta casa desde 1989, cuando yo tenía siete años, primero de alquiler, hasta que baba se la compró al dueño en el 93. Mamá murió en esta casa, una soleada mañana de Nochebuena, en una cama de hospital que yo le había instalado en la habitación de invitados, donde pasó sus tres últimos meses. Me pidió que la trasladara a esa habitación por la vista. Decía que la animaba mucho. Tendida en la cama, con las piernas hinchadas y grisáceas, se pasaba el día mirando por la ventana el callejón sin salida, el jardín delantero bordeado por arces japoneses que ella misma había plantado años atrás, el parterre con forma de estrella, el césped dividido por un sendero de guijarros, las estribaciones de las montañas a lo lejos con el intenso tono dorado que tienen a mediodía cuando el sol les da de lleno.

—Estoy muy nerviosa —dice Pari en voz baja.

—Es normal. Han pasado cincuenta y ocho años.

Se mira las manos, entrelazadas en el regazo.

—Casi no me acuerdo de él. Y lo que recuerdo no es su cara, ni su voz. Sólo que en mi vida siempre ha faltado algo; algo bueno, algo... Ay, no lo sé. Sólo eso.

Asiento con la cabeza. Prefiero no decirle hasta qué punto la comprendo. Deseo preguntarle si había sospechado alguna vez mi existencia, pero me contengo.

Ella retuerce el pañuelo.

—¿Crees que se acuerda de mí?

—Si quieres que te sea sincera...

Sus ojos escudriñan mi rostro.

—Sí, claro.

—Pues quizá sería mejor que no se acordara.

El doctor Bashiri, el médico de toda la vida de mis padres, que va a jubilarse este año, me dijo que baba necesita orden y rutina. Las mínimas sorpresas. Que todo sea previsible.

Abro mi puerta.

—¿Te importa esperar un momento en el coche? Despediré a mi amigo, y entonces podrás ver a baba.

Se lleva una mano a los ojos, y no me quedo para ver si se echa a llorar.

Cuando tenía once años, las clases de sexto curso de mi escuela tenían prevista una excursión al acuario de la bahía de Monterrey, y pasaríamos la noche allí. Toda aquella semana, hasta el viernes en cuestión, no se habló de otra cosa en mi clase, en la biblioteca y en el patio durante el recreo: de lo bien que lo pasaríamos una vez que el acuario hubiese cerrado y pudiéramos correr en pijama entre las grandes peceras, entre peces martillo, rayas, dragones marinos y calamares. Nuestra profesora, la señora Gillespie, nos contó que habría puestos de comida en diferentes puntos del acuario y que los alumnos podríamos elegir entre sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada o macarrones con queso. «De postre habrá bizcocho de chocolate o helado de vainilla», añadió. Por la noche, los niños se meterían en los sacos de dormir a escuchar las historias que les contarían los profesores, y se dormirían con los caballitos de mar, las sardinas y los tiburones tigre deslizándose entre altas frondas de algas ondulantes. El jueves, la expectación era tanta que el aire estaba cargado de electricidad. Hasta los alborotadores habituales se portaban de maravilla y no hacían trastadas, no fueran a quedarse sin excursión al acuario.

Para mí, todo aquello se pareció un poco a ver una película emocionante sin audio. Me sentía ajena a toda la alegría, al ambiente de celebración, como me pasaba cada diciembre cuando mis compañeros de clase se iban a casa para encontrarse con arbolitos de Navidad, calcetines en la chimenea y pirámides de regalos. Le dije a la señora Gillespie que yo no iría. No pareció sorprendida. Cuando preguntó el motivo, le dije que la excursión caía el mismo día que una celebración musulmana. No sé si me creyó.

La noche de la excursión, me quedé en casa con mis padres y vimos Se ha escrito un crimen. Traté de concentrarme en la serie y no pensar en la excursión, pero me distraía todo el rato. Imaginaba a mis compañeros en pijama, empuñando linternas, con la frente contra el cristal de gigantescas peceras de lubinas y anguilas. Sentí una opresión en el pecho y cambié de postura en el sofá. Repantigado en el otro sofá, baba se metió un cacahuete en la boca y soltó una risita ante algo que decía Angela Lansbury. A su lado, sorprendí a mamá mirándome, pensativa y cariacontecida, pero cuando nuestras miradas se encontraron, se le iluminó el rostro y esbozó una sonrisa furtiva, sólo para mí, y tuve que esforzarme para corresponderle. Aquella noche soñé que estaba en la playa, con el agua hasta la cintura, una miríada de tonos verde y azul, jade, zafiro, esmeralda y turquesa se mecía suavemente contra mis caderas. A mis pies se deslizaban legiones de peces, como si el mar fuese mi acuario particular. Me acariciaban los dedos y me hacían cosquillas en las pantorrillas, un millar de destellos que pasaban raudos contra la arena blanca.