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Aquel domingo, baba me tenía reservada una sorpresa. Cerró el restaurante todo el día, algo que casi nunca hacía, y me llevó en coche hasta el acuario de Monterrey. Pasó todo el camino parloteando con excitación sobre lo mucho que íbamos a divertirnos, sobre las ganas que tenía de ver los tiburones. ¿Qué podríamos comer? Al oírlo hablar, me acordé de cuando era pequeña y me llevaba a la granja para niños de Kelley Park, una de esas en que te dejan tocar los animales, y a los jardines japoneses de al lado a ver los peces koi; de cómo me enseñaba los nombres de los peces y yo me aferraba a su mano y pensaba que nunca en mi vida iba a necesitar a nadie más.

En el acuario, recorrí animosamente toda la exposición y me esforcé en responder a las preguntas de baba sobre las diferentes clases de peces. Pero había demasiada luz y demasiado ruido, y la gente se agolpaba ante las mejores peceras. No se parecía en nada a la noche de la excursión del colegio que había imaginado. Se me hizo muy cuesta arriba. Acabé agotada de tanto fingir que lo estaba pasando bien. Empezó a dolerme el estómago, y al cabo de una hora de ir de aquí para allá tuvimos que marcharnos. En el camino de vuelta, baba no paraba de dirigirme miradas ofendidas, como a punto de decirme algo. Sus ojos parecían taladrarme. Fingí dormir.

Al año siguiente, en el instituto, las chicas de mi edad llevaban sombra de ojos y brillo de labios. Iban a conciertos de los Boyz II Men y a bailes escolares, y salían en grupo para ir a las atracciones de Great America, donde chillaban como locas en las vertiginosas bajadas y los bucles de El Demonio, la montaña rusa. Mis compañeras se presentaban a pruebas para jugar al baloncesto o hacer de animadoras. La chica que se sentaba detrás de mí en la clase de español iba a entrar en el equipo de natación, y un día, cuando sonó el timbre y nos pusimos a despejar los pupitres, comentó que debería probar a entrar yo también. Ella no lo entendía. A mis padres los habría avergonzado que apareciera en traje de baño delante de la gente. Y yo tampoco deseaba hacerlo. Mi cuerpo me hacía sentir muy cohibida. Estaba delgada de cintura para arriba, pero de ahí para abajo me ensanchaba desproporcionadamente, como si la gravedad hubiese acumulado todo mi peso en la mitad inferior. Parecía hecha por un niño con uno de esos juegos de encajar partes de cuerpos para que casen entre sí, o más bien para que no casen y así todo el mundo se ría un rato. Mi madre decía que tenía huesos grandes, y que su propia madre tenía un cuerpo parecido. Al final dejó de decirlo; supongo que acabó por entender que a una chica de mi edad no le hacía gracia que la llamaran grandullona.

Intenté convencer a baba de que me dejara apuntarme al equipo de voleibol, pero él me atrajo hacia sí y me sostuvo la cabeza entre las manos. ¿Quién me acompañaría a los entrenamientos? ¿Quién me llevaría a los partidos? Ojalá pudiéramos permitirnos ese lujo, Pari, como los padres de tus amigas, pero tu madre y yo tenemos que ganarnos la vida. Me niego a volver a depender de las ayudas sociales. Sé que lo entiendes, cariño. Seguro que sí.

Por mucho que tuviera que ganarse la vida, baba sí encontraba tiempo para llevarme a clases de farsi, en Campbell. Todas las tardes de los martes, después de la escuela, me sentaba allí y, como un pez obligado a nadar contracorriente, trataba de guiar el bolígrafo en contra de los deseos de mi mano, de derecha a izquierda. Le rogué a baba que pusiera fin a las clases de farsi, pero no quiso. Dijo que con el tiempo apreciaría ese regalo que me hacía. Que si la cultura es una casa, la lengua es la llave de la puerta principal, lo que te permite acceder a todas las habitaciones. Sin ella, dijo, acabas desorientado, te conviertes en alguien sin un hogar, sin una identidad legítima.

Y luego venían los domingos, cuando me ponía un pañuelo blanco de algodón y baba me dejaba en la mezquita de Hayward, donde impartían clases sobre el Corán. Éramos diez o doce chicas afganas, y la habitación donde estudiábamos era diminuta, no tenía aire acondicionado y olía a ropa sucia. Las ventanas eran estrechas y estaban casi contra el techo, como en las celdas de las cárceles en las películas. La mujer que nos daba clase era la esposa de un tendero de Fremont. Lo que más me gustaba era que nos contara historias sobre la vida del Profeta, que me parecía interesante: su infancia en el desierto, cómo se le había aparecido el arcángel Gabriel en una cueva para ordenarle que recitara versos, que quienes se encontraban con él se quedaran impresionados por su rostro amable y luminoso. Pero la profesora se pasaba casi todo el tiempo repasando una larga lista de cosas que, como virtuosas jóvenes musulmanas, debíamos evitar, no fuera a corrompernos la cultura occidentaclass="underline" en primer lugar, como cabía esperar, los chicos, pero también figuraban la música rap, el beicon, el salchichón, Madonna, el alcohol, Melrose Place, bailar, los shorts, nadar en público, animar en los encuentros deportivos, las hamburguesas que no fueran halal, y un montón de cosas más. Sentada allí en el suelo, sudando y con los pies dormidos, me moría de ganas de quitarme el pañuelo de la cabeza, pero no se podía hacer eso en una mezquita, por supuesto. Alzaba la mirada hacia las ventanas, pero sólo se veían estrechas franjas de cielo. Ansiaba que llegase el momento de salir de la mezquita y recibir el aire fresco en la cara; siempre sentía liberarse algo en mi pecho, el alivio de un incómodo nudo al deshacerse.

Pero, en aquel entonces, la única vía de escape era aflojar las riendas de mi imaginación. De vez en cuando me encontraba pensando en Jeremy Warwick, de la clase de matemáticas. Jeremy tenía unos lacónicos ojos azules y un peinado afro de chico blanco. Era reservado y meditabundo. Tocaba la guitarra en un grupo que ensayaba en un garaje, y en el espectáculo anual de talentos del colegio había interpretado una estridente versión de House of the Rising Sun. En clase, yo me sentaba cuatro filas por detrás de él y un poco a la izquierda. A veces imaginaba que nos besábamos y que me sujetaba la nuca con la mano, y su cara estaba tan cerca de la mía que eclipsaba el mundo entero. Me inundaba una curiosa sensación, como si una pluma caliente me revoloteara en el vientre, en brazos y piernas. Aquello nunca podría ocurrir, por supuesto. Lo nuestro, lo de Jeremy y yo, era imposible. Si tenía la más remota sospecha de mi existencia, nunca dio la más mínima pista. Y menos mal, la verdad. De ese modo yo podía simular que la única razón por la que no podíamos estar juntos era que yo no le gustaba.

Durante el verano trabajaba en el restaurante de mis padres. De pequeña me encantaba limpiar las mesas, ayudar a poner platos y cubiertos, doblar servilletas de papel, poner una gerbera roja en un jarroncito en el centro de cada mesa. Fingía ser indispensable para el negocio familiar, que el restaurante se iría a pique si yo no estaba presente para asegurarme de que los saleros y pimenteros estuviesen llenos.

Para cuando iba al instituto, las jornadas en el Abe’s Kebab House se habían vuelto largas y calurosas. Las cosas que había en el restaurante habían perdido el encanto de cuando era niña. La vieja nevera expositora con su zumbido constante, los manteles de hule, los vasos de plástico manchado, los horribles nombres de los platos en las cartas plastificadas (Kebab Caravana, Pilaf Paso de Khyber, Pollo Ruta de la Seda), el cartel penosamente enmarcado de la niña afgana de la National Geographic, aquella de los ojazos. Como si hubieran decretado que hasta el último restaurante afgano tuviese esos ojos mirándote desde una pared. Junto a él, baba había colgado una pintura al óleo de los grandes minaretes en Herat que yo había hecho en séptimo curso. Recordaba la punzada de orgullo y la sensación de glamour que me invadió cuando la colgó por primera vez, y yo veía a los clientes comerse sus kebabs de cordero bajo mi obra de arte.