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A la hora de comer, mientras mi madre y yo íbamos de aquí para allá como pelotas de ping pong, entre el humo perfumado de especias de la cocina y las mesas donde servíamos a oficinistas, policías y empleados públicos, baba se ocupaba de la caja. Con la camisa blanca manchada de grasa, el vello cano que le sobresalía del cuello abierto, los gruesos y peludos antebrazos, baba sonreía de oreja a oreja y saludaba alegremente a cada cliente que entraba. «¡Hola, señor! ¡Hola, señora! Bienvenidos al Abe’s Kebab House. Yo soy Abe. ¿Les tomo nota?» Yo sentía vergüenza ajena viendo cómo no se daba cuenta de que parecía el típico personaje secundario bobalicón de Oriente Medio de una telecomedia barata. Y luego venía el numerito, con cada plato que yo servía, de baba haciendo sonar la vieja campana de cobre. Estaba sujeta a la pared detrás de la caja, y supongo que lo de tocarla había empezado medio en broma. Ahora, cada vez que se servía una mesa se oía el tañido de la campana. Los clientes habituales se habían acostumbrado y ya casi ni lo oían, y los nuevos solían atribuirlo al excéntrico encanto del local, aunque había quejas de vez en cuando.

—Ya nunca quieres hacer sonar la campana —me dijo baba una noche.

Fue al final del segundo trimestre de mi último curso en el instituto. Estábamos en el coche delante del restaurante, después de haber cerrado, esperando a mi madre, que se había dejado dentro sus pastillas contra la acidez y había vuelto a buscarlas. La expresión de baba era sombría. Llevaba todo el día de mal humor. En el centro comercial caía una fina llovizna. Era tarde y estaba desierto, salvo por un par de coches en el autoservicio del Kentucky Fried Chicken y una camioneta con dos tipos fumando aparcada ante la tintorería.

—Era más divertido cuando se suponía que no debía hacerlo —contesté.

—Imagino que eso pasa con todo —respondió con un suspiro.

Recordé que de pequeña me encantaba que baba me cogiera por las axilas y me levantara para tocar la campana. Cuando volvía a dejarme en el suelo, estaba radiante de orgullo y felicidad.

Baba puso la calefacción del coche y cruzó los brazos.

—Baltimore queda muy lejos.

—Siempre puedes coger un avión y visitarme —contesté alegremente.

—Conque siempre puedo coger un avión, ¿eh? —repitió con cierto desdén—. Me gano la vida haciendo kebabs, Pari.

—Entonces vendré yo a verte.

Me dirigió una mirada sombría. Su melancolía era como la oscuridad que oprimía las ventanillas del coche.

Yo llevaba un mes mirando todos los días en el buzón y mi corazón se henchía de esperanza cada vez que la furgoneta de correos se detenía junto al bordillo. Entraba en casa con las cartas y cerraba los ojos, pensando que quizá había llegado el momento. Abría los ojos y trashojaba cupones de descuento, facturas y promociones. Y entonces, el martes de la semana anterior, había rasgado un sobre y encontrado las palabras que estaba esperando: «Nos complace informarle...»

Me levanté de un brinco. Grité. Sí, solté un chillido de desgarradora alegría que me llenó los ojos de lágrimas. Casi al instante apareció una imagen en mis pensamientos: velada de inauguración en una galería de arte, y yo con un atuendo sencillo, negro y elegante, rodeada por mecenas y críticos con el cejo fruncido, sonriendo y contestando a sus preguntas mientras grupitos de admiradores contemplan mis cuadros y camareros con guantes blancos deambulan sirviendo vino y ofreciendo taquitos de salmón con eneldo o puntas de espárragos envueltas en hojaldre. Experimenté una oleada de euforia, de esas que te dan ganas de abrazar a cualquier extraño y bailar con él unos pasos de vals.

—Es tu madre quien me preocupa —dijo baba.

—La llamaré cada noche, te lo prometo. Sabes que lo haré.

Baba asintió con la cabeza. Una repentina ráfaga de viento agitó las hojas de los arces junto a la entrada.

—¿Has pensado en lo que hablamos? —quiso saber.

—¿Te refieres a lo de empezar en un centro universitario aquí?

—Sólo durante un año, quizá dos. Para darle tiempo a que se acostumbre a la idea. Y luego podrías volver a solicitar el ingreso en ese otro sitio.

Me estremecí de rabia.

Baba, esta gente ha evaluado mis resultados y mi expediente académico. Han revisado el porfolio que les envié y lo han considerado lo suficientemente bueno no sólo para aceptarme, sino para ofrecerme una beca. Es una de las mejores escuelas de bellas artes del país. No se le puede decir que no a un sitio como ése. Una oportunidad así no se presenta dos veces.

—En eso tienes razón —contestó él poniéndose derecho en el asiento. Se sopló en las manos para calentárselas—. Lo comprendo, claro que sí. Y estoy contento por ti, por supuesto.

Su lucha interna se le reflejaba en la cara. Y el miedo también. No era sólo miedo por lo que pudiese ocurrirme a casi cinco mil kilómetros de casa. También tenía miedo de perderme, de que mi ausencia lo hiciese infeliz y le destrozara el vulnerable corazón, como un doberman que se ensañara con un gatito.

De pronto pensé en su hermana. Para entonces hacía mucho que mi conexión con Pari, cuya presencia llevaba antaño en lo más hondo como un latido, se había debilitado. Rara vez pensaba en ella. Con el fugaz paso de los años se me había quedado pequeña, como mi pijama favorito y los peluches a los que antes me aferraba. Pero en ese momento volví a pensar en ella y en los lazos que nos unían. Si lo que le habían hecho a ella fue como una ola que había roto lejos de la orilla, lo que me rodeaba ahora los tobillos y se alejaba de mis pies era la resaca de esa misma ola.

Baba se aclaró la garganta y, con ojos húmedos de emoción, miró a través de la ventanilla el cielo oscuro y la luna medio oculta por las nubes.

—Todo me traerá recuerdos de ti.

El tono tierno y casi asustado de esas palabras me hizo comprender que mi padre era una persona herida, que su amor por mí era tan auténtico, tan vasto y permanente como el cielo, y que siempre pesaría sobre mis hombros. Era la clase de amor que, tarde o temprano, te acorrala y te obliga a tomar una decisión: la de liberarte o la de quedarte y soportar su rigor, aunque te oprima hasta el punto de reducirte a alguien más pequeño de como eres en realidad.

Tendí una mano desde la penumbra del asiento de atrás para tocarle la cara. Él apoyó la mejilla contra mi palma.

—¿Qué andará haciendo tu madre tanto rato? —murmuró.

—Ya está cerrando.

Me sentía agotada. Observé a mi madre correr hasta el coche. La llovizna se había convertido en un aguacero.

Un mes después, cuando faltaban dos semanas para mi supuesto vuelo a la Costa Este para visitar el campus, mi madre fue a ver al doctor Bashiri para decirle que los antiácidos no le habían aliviado el dolor de estómago. La mandó a hacerse una ecografía. Le encontraron un tumor del tamaño de una nuez en el ovario izquierdo.