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—¿Baba?

Está en la butaca reclinable, hundido e inmóvil. Un chal de lana a cuadros le cubre las piernas. Se ha puesto el pantalón de chándal, la chaqueta de punto marrón que le regalé el año pasado y una camisa de franela abotonada hasta arriba. Insiste en llevar así las camisas, con el cuello abrochado, lo que le proporciona un aspecto frágil e infantil, como si se resignara a la vejez. Hoy tiene la cara un poco hinchada y unos mechones grises le caen sobre la frente. Está viendo Quién quiere ser millonario con expresión sombría y perpleja. Cuando lo llamo, su mirada sigue fija unos instantes en la pantalla y luego la alza con cara de pocos amigos. Le está saliendo un orzuelo en el párpado izquierdo. Le hace falta un afeitado.

Baba, ¿puedo bajar el volumen de la tele un momento?

—Estoy viéndola.

—Ya lo sé, pero tienes visita.

Ayer ya le hablé de Pari Wahdati, y esta mañana otra vez. Pero no le pregunto si se acuerda. Aprendí muy pronto a no hacer eso, a no ponerlo entre la espada y la pared, porque lo hace avergonzarse y ponerse a la defensiva, y a veces hasta lo vuelve grosero.

Cojo el mando a distancia y apago el volumen, preparándome para un berrinche. La primera vez que tuvo uno creí que era una farsa, un numerito. Para mi alivio, baba no protesta; se limita a soltar un largo suspiro por la nariz.

Le hago un ademán a Pari, que espera en el pasillo ante la sala de estar. Se acerca despacio a nosotros y coloco una silla frente a baba. Está hecha un manojo de nervios y emoción. Se sienta muy tiesa, pálida y con las rodillas muy juntas, las manos enlazadas en el regazo y una sonrisa tan tensa que tiene los labios casi blancos. Su mirada está clavada en baba, como si sólo dispusiera de unos instantes y tratara de memorizar su rostro.

Baba, ésta es la amiga de la que te hablé.

Él mira a la mujer canosa que tiene delante. Últimamente mira a la gente de una forma inquietante, sin revelar nada aunque los mire a los ojos. Se lo ve ausente, desconectado, como si pretendiera mirar a otro sitio y sus ojos se hubiesen tropezado con un desconocido.

Pari se aclara la garganta. Aun así le tiembla la voz.

—Hola, Abdulá. Me llamo Pari. No sabes cuánto me alegra verte.

Él asiente despacio. La confusión y la incertidumbre que le recorren el rostro son casi visibles, como oleadas de espasmos musculares. Su mirada va de mi cara a la de Pari. Abre la boca y esboza una sonrisita tensa, como hace cuando cree que le gastan una broma.

—Tienes un acento raro —dice por fin.

—Vive en Francia, baba —explico—. Y tienes que hablar en inglés. No entiende el farsi.

Asiente con la cabeza.

—¿O sea que vives en Londres? —le pregunta a Pari en farsi.

Baba.

—¿Qué? —Se vuelve con brusquedad hacia mí. Entonces se da cuenta y suelta una risita culpable antes de repetir la pregunta en inglés—: ¿Vives en Londres?

—En París —contesta Pari sin apartar los ojos de él—. Vivo en un apartamento en París.

—Siempre quise llevar a mi mujer a París. Sultana, así se llamaba. Que Dios la tenga en su gloria. Siempre andaba diciendo: Abdulá, llévame a París. ¿Cuándo vas a llevarme a París?

La verdad es que a mi madre no le gustaba mucho viajar. No le veía sentido a renunciar a las comodidades y la familiaridad de su hogar a cambio del suplicio de volar y arrastrar maletas. Las aventuras culinarias no eran lo suyo: su idea de comida exótica consistía en un pollo a la naranja del restaurante chino de Taylor Street. Me sorprende un poco que baba la recuerde unas veces con asombrosa precisión —señalando por ejemplo que salaba la comida dejando caer los granos de sal de la palma, o su costumbre de interrumpir a la gente por teléfono cuando nunca lo hacía en persona— y que otras veces pueda hacerlo en cambio con tan poca exactitud. Imagino que mi madre se está desdibujando para él, que su rostro se sume en las sombras y su recuerdo disminuye con cada día que pasa, como arena que se escapa de un puño cerrado. Se está volviendo una figura fantasmal, una cáscara vacía que baba se empeña en llenar con detalles ilusorios y rasgos de personalidad inventados, como si valiese más tener recuerdos falsos que no tener ninguno.

—Bueno, es una ciudad preciosa —dice Pari.

—A lo mejor aún podré llevarla. Pero en estos momentos tiene cáncer. Uno de esos femeninos, de... ¿cómo se llamaba?

—De ovario —intervengo.

Pari asiente con la cabeza; me mira un instante, y de nuevo a baba.

—Su mayor deseo es subir a la torre Eiffel. ¿La has visto? —pregunta baba.

—¿La torre Eiffel? —Pari Wahdati suelta una risita—. Claro que sí. Todos los días. En realidad, no puedo evitarlo.

—¿Has subido? ¿Hasta arriba de todo?

—Sí, he subido. Todo es precioso allí arriba, pero me dan miedo las alturas, así que no me siento muy cómoda. Pero si hace un buen día de sol, se ve a más de sesenta kilómetros. Claro que en París no hay muchos días de sol.

Baba gruñe por lo bajo. Pari, creyendo que la anima a seguir, continúa hablando de la torre, de cuántos años se tardó en construirla, de que no se pretendía que siguiese en París después de la Exposición Universal de 1889, pero ella no sabe leer en los ojos de baba. El rostro de mi padre se ha vuelto inexpresivo. Pari no comprende que lo ha perdido, que su pensamiento ha cambiado de rumbo como una hoja a merced del viento.

Pari se inclina un poco en el asiento.

—Abdulá —prosigue—, ¿sabías que tienen que repintar la torre cada siete años?

—¿Cómo has dicho que te llamabas? —dice baba.

—Pari.

—Mi hija se llama así.

—Sí, ya lo sé.

—Os llamáis igual. Las dos os llamáis igual. Qué cosas. —Tose, y con gesto ausente hurga con el dedo un arañazo en el brazo de la butaca.

—Abdulá, ¿puedo preguntarte una cosa?

Baba se encoge de hombros.

Pari me mira como pidiéndome permiso. Asiento levemente y ella se inclina más en la silla.

—¿Por qué decidiste llamar así a tu hija?

Baba mira hacia la ventana y sigue raspando el brazo de la butaca con la uña.

—¿Lo recuerdas, Abdulá? ¿Por qué le pusiste ese nombre?

Él niega con la cabeza. Se lleva una mano al cuello de la chaqueta de punto para cerrárselo. Empieza a musitar por lo bajo sin mover apenas los labios; siempre recurre a ese murmullo rítmico cuando lo acomete la ansiedad y no sabe qué responder, cuando todo es confusión, una marea repentina de pensamientos inconexos, y espera, desesperado, a que la bruma se disipe.

—Abdulá, ¿qué es eso? —pregunta Pari.

—Nada —masculla él.

—No; estabas canturreando una canción. ¿Cuál era?

Baba se vuelve hacia mí, perdido. No lo sabe.

—Es una cancioncita infantil —intervengo—. ¿Te acuerdas, baba? Me contaste que la aprendiste de niño, que te la enseñó tu madre.

—Ya.

—¿Puedes cantarla para mí? —pide Pari con cierta ansiedad; se le ha quebrado un poco la voz—. Por favor, Abdulá, ¿me la cantas?

Él agacha la cabeza y niega lentamente.

—Adelante, baba —lo animo con suavidad, y le apoyo una mano en el huesudo hombro—. No pasa nada.

Titubeante, con voz temblorosa y aguda, baba canturrea dos versos varias veces, sin alzar la mirada.