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Encontré un hada pequeñita y triste

bajo la sombra de un árbol de papel.

—Siempre me decía que había dos versos más —le cuento a Pari—, pero que los había olvidado.

De pronto ella suelta una carcajada que es como un grito gutural, y se tapa la boca con una mano.

—Ah, mon Dieu —susurra.

Baja la mano y canturrea, en farsi:

Era un hada pequeñita y triste

Y una noche el viento se la llevó.

Baba arruga la frente. Por un instante fugaz, creo detectar un ápice de luz en sus ojos. Pero entonces se apaga, y la placidez vuelve a inundar su rostro. Niega con la cabeza.

—No, me parece que no es así.

—Ay, Abdulá —musita Pari.

Sonriendo y con lágrimas en los ojos, tiende las manos para coger las de baba. Planta un beso en el dorso de cada una y luego se las lleva a las mejillas. Él sonríe, y también se le humedecen los ojos. Pari me mira, parpadeando para contener las lágrimas de alegría, y por lo que veo cree haber roto las defensas, cree haber traído de vuelta a su hermano con su cancioncita mágica, como un genio en un cuento de hadas. Cree que ahora él la ve con claridad. Pero Pari no tardará en comprender que no es más que una reacción, que baba responde a la calidez de sus caricias y a su demostración de afecto. Sólo es instinto animal. Nada más. Lo sé con dolorosa certeza.

Unos meses antes de que el doctor Bashiri me diera el teléfono de una residencia especializada, mi madre y yo fuimos a pasar un fin de semana en un hotel de las montañas de Santa Cruz. No le gustaban los viajes largos, pero sí que las dos hiciésemos pequeñas escapadas de vez en cuando; eso fue antes de que estuviera muy enferma. Baba se quedaba a cargo del restaurante, y mi madre y yo nos íbamos con el coche hasta Bodega Bay o Sausalito, o a San Francisco, donde siempre nos alojábamos en un hotel cerca de Union Square. Nos instalábamos en la habitación y pedíamos comida al servicio de habitaciones y veíamos películas. Luego nos íbamos al muelle —mamá no podía resistirse a las trampas para turistas— y tomábamos helados y veíamos asomar los leones marinos en las aguas bajo el paseo marítimo. Echábamos monedas a los guitarristas y mimos callejeros, a los tipos con disfraces caseros de robot. Siempre hacíamos una visita al Museo de Arte Moderno y, cogiéndola del brazo, le enseñaba las obras Rivera, Kahlo, Matisse, Pollock. A veces íbamos a una sesión de tarde en algún cine, que a mi madre le encantaba; veíamos dos o tres películas seguidas y salíamos de noche con un zumbido en los oídos, los ojos enrojecidos y los dedos oliendo a palomitas.

Con mamá todo era más fácil, siempre lo fue: menos complicado, menos espinoso que con baba. Podía bajar la guardia. No tenía que estar siempre pendiente de lo que decía para no herirla. Estar a solas con ella durante esas escapadas de fin de semana era como acurrucarme en una mullida nube y dejar todos los problemas allá abajo, a kilómetros de distancia, insignificantes.

Estábamos celebrando el final de otra tanda de quimio, que resultaría ser la última. El hotel, en un sitio apartado, era precioso. Tenía un balneario, una sala de fitness, una sala de juegos con una gran pantalla de televisión y una mesa de billar. Nos alojábamos en una cabaña independiente con porche de madera y teníamos vistas a la piscina, el restaurante y bosques enteros de secuoyas que se alzaban hasta las nubes. Los árboles estaban tan cerca que cuando una ardilla ascendía rauda por el tronco se distinguían los sutiles tonos de su pelaje. La primera mañana de nuestra estancia, mamá me despertó.

—Rápido, Pari, tienes que ver esto.

Había un ciervo mordisqueando los matorrales al otro lado de la ventana.

La llevé a dar una vuelta por los jardines empujando la silla de ruedas.

—Menudo espectáculo ofrezco —se lamentó.

Aparqué la silla junto a la fuente y me senté en un banco a su lado. El sol nos calentaba la cara y observamos los colibríes que iban de flor en flor. Cuando se quedó dormida, la empujé de vuelta a la cabaña.

El domingo por la tarde tomamos té y cruasanes en la terraza del restaurante, un local con techos estucados y estanterías en las paredes, un amuleto atrapasueños indio en una pared y una chimenea de piedra auténtica. En una terraza inferior, un hombre con cara de derviche y una chica de lacio cabello rubio jugaban un aletargado partido de ping pong.

—Hay que hacer algo con estas cejas —comentó mamá.

Llevaba un grueso abrigo encima de un jersey, y la boina de lana granate que había tejido ella misma un año y medio antes, cuando, como ella decía, había dado comienzo «todo el jaleo».

—Puedo pintártelas otra vez si quieres —propuse.

—Pues entonces que queden bien espectaculares.

—¿Como las de Elizabeth Taylor en Cleopatra?

Sonrió, casi sin fuerzas.

—Por qué no. —Tomó un sorbito de té. Sonreír acentuaba las nuevas arrugas en su rostro—. Cuando conocí a Abdulá, yo vendía ropa en un puesto callejero en Peshawar. Me dijo que tenía unas cejas preciosas.

La pareja del ping pong había parado de jugar. Ahora estaban apoyados contra la barandilla y fumaban contemplando el cielo, radiante y despejado a excepción de unas nubecillas deshilachadas. La chica tenía brazos largos y flacos.

—He visto en el periódico que hoy hay una feria de artesanía en Capitola —comenté—. Si te sientes con ánimos podemos ir a echar un vistazo. Hasta podríamos cenar allí.

—Pari...

—Dime.

—Quiero contarte algo.

—Vale.

—Abdulá tiene un hermano en Pakistán —dijo mi madre—. Un hermanastro.

Me volví en redondo.

—Se llama Iqbal. Tiene hijos varones, y nietos. Vive en un campo de refugiados cerca de Peshawar.

Dejé la taza y empecé a protestar, pero mamá me interrumpió.

—Te lo estoy contando ahora, ¿no? Eso es lo que importa. Tu padre tiene sus motivos. Seguro que podrás imaginártelos si lo piensas un poco. Lo importante es que tiene un hermanastro y ha estado mandándole dinero para ayudarlo.

Me contó que baba llevaba años enviándole a ese tal Iqbal —mi tiastro, me dije con un repentino nudo en la garganta— mil dólares cada tres meses; lo hacía a través de Western Union, transfiriendo el dinero a un banco en Peshawar.

—¿Por qué me lo cuentas ahora? —quise saber.

—Porque creo que tienes que saberlo, aunque él no piense lo mismo. Además, pronto tendrás que ocuparte de la contabilidad, y entonces lo habrías descubierto.

Me di la vuelta y vi un gato que, con la cola vertical y muy tiesa, se acercaba con sigilo a la pareja del ping pong. La chica tendió una mano para tocarlo y el animal se puso tenso, pero luego se acurrucó en la barandilla y dejó que le acariciara el lomo. La cabeza me daba vueltas. Tenía familia en Afganistán.

—Aún estarás aquí mucho tiempo llevando las cuentas, mamá —dije, intentando disimular el temblor en mi voz.

Siguió un denso silencio. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono más lento y comedido, como el que utilizaba cuando yo era pequeña y teníamos que ir a un funeral a la mezquita. Entonces se agachaba a mi lado para explicarme pacientemente que debía quitarme los zapatos en la entrada, permanecer callada durante las plegarias, no andar moviéndome o quejándome, y pasar primero por el lavabo para no tener que ir después.

—No, no estaré. Y no sigas pensando que sí. Ya es hora de que te prepares para ello.

Solté una bocanada de aire y sentí un nudo en la garganta. En algún lugar se puso en marcha una sierra mecánica y el crescendo de su chirrido contrastó con la quietud del bosque.