—Tu padre es como un niño. Le da pánico que lo abandonen. Sin ti estaría perdido, Pari, y nunca encontraría el camino de nuevo.
Me obligué a contemplar los árboles y observé cómo incidía el sol en las finas hojas y en la áspera corteza de los troncos. Me mordí la lengua con fuerza. Los ojos se me humedecieron y el sabor a cobre de la sangre me anegó la boca.
—Así que un hermano... —dije.
—Sí.
—Tengo muchas preguntas que hacerte.
—Házmelas esta noche, cuando no esté tan cansada. Te contaré todo lo que sé.
Asentí y apuré el té, ya frío. En una mesa cercana, una pareja de mediana edad intercambiaba páginas del periódico. La mujer, pelirroja y de cara agradable, nos observaba tranquilamente, paseando su mirada de mí al rostro macilento de mi madre, con su boina, las manos cubiertas de moretones, los ojos hundidos y la sonrisa cadavérica. Cuando nuestros ojos se encontraron, la mujer esbozó una leve sonrisa, como si compartiésemos un secreto, y supe que ella había pasado por algo similar.
—Bueno, mamá, ¿qué me dices de la feria? ¿Te animas?
Me miró fijamente. Sus ojos me parecieron demasiado grandes para su cara, así como la cabeza para sus hombros.
—No me vendría mal un sombrero nuevo —contestó.
Dejé la servilleta, me levanté y rodeé la mesa. Solté el freno de la silla y tiré para apartarla.
—Pari.
—¿Sí?
Echó la cabeza hacia atrás para mirarme. El sol se abrió paso entre los árboles y le moteó la cara.
—Dios te ha hecho fuerte y buena, no sé si lo sabes. Fuerte y buena.
No hay forma de explicar el funcionamiento de la mente. En este caso, por ejemplo. De los miles y miles de momentos que mi madre y yo compartimos en todos aquellos años, ése es el que brilla más, el que resuena con mayor fuerza en mi pensamiento: mi madre mirándome con la cara vuelta, con resplandecientes puntitos de luz en la piel, y diciéndome que Dios me había hecho fuerte y buena.
Cuando baba se queda dormido en la butaca reclinable, Pari le sube la cremallera de la chaqueta y lo tapa con el chal. Le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja y luego, de pie, lo observa dormir. A mí también me gusta verlo dormir, porque entonces no se nota. Con los ojos cerrados, la inexpresividad desaparece, esa mirada ausente y apagada, y baba me resulta más familiar. Cuando duerme se lo ve más alerta, más presente, como si una parte de la persona que fue se hubiese colado de nuevo en su cuerpo. Me pregunto si Pari, viéndole la cara apoyada contra la almohada, es capaz de imaginar cómo era antes, cómo reía.
Dejamos la salita y entramos en la cocina. Saco un cazo del armario y lo lleno en el fregadero.
—Quiero enseñarte unas fotos —dice Pari, emocionada.
Sentada a la mesa, hojea un álbum que ha sacado antes de la maleta.
—Me temo que el café no estará a la altura del de París —comento, mientras vierto el agua del cazo en la cafetera.
—No te preocupes, no soy una sibarita del café. —Se ha quitado el pañuelo amarillo y se ha puesto unas gafas para escudriñar las fotografías.
Cuando la cafetera empieza a borbotear, me siento a su lado.
—Ah oui. Voilà. Aquí está. —Le da la vuelta al álbum y lo empuja hacia mí. Da toquecitos sobre una foto—. En este sitio nacimos tu padre y yo. Y nuestro hermano Iqbal también.
La primera vez que me llamó de París mencionó el nombre de Iqbal, quizá para convencerme de que era quien decía ser y no mentía. Dejé que lo hiciera, pero yo ya sabía que decía la verdad. Lo supe en cuanto descolgué el auricular, cuando pronunció el nombre de mi padre en mi oído y preguntó si vivía allí. «Sí, quién lo llama», quise saber, y ella contestó: «Soy su hermana.» El corazón se me desbocó. Tanteé en busca de una silla para sentarme, y el silencio alrededor fue tan intenso que se habría oído el vuelo de una mosca. Me llevé una fuerte impresión, sí; fue uno de esos desenlaces dramáticos que rara vez ocurren en la vida real. Pero en otro plano —un plano más frágil y sin lógica alguna, un plano cuya esencia se resquebrajaría si lo plasmaba siquiera en palabras— su llamada no me sorprendió en absoluto. Como si llevara toda la vida esperando que, gracias a algún vertiginoso giro del destino, del azar o las circunstancias, o como se le quiera llamar, ella y yo nos encontráramos.
Me llevé el teléfono al jardín de atrás y me senté en una silla junto al huerto en que he seguido cultivando los pimientos morrones y las calabazas gigantes de mi madre. El sol me calentaba la nuca cuando encendí un cigarrillo con mano temblorosa.
—Ya sé quién eres —dije—. Lo he sabido toda mi vida.
Al otro lado de la línea se hizo el silencio, pero tuve la impresión de que ella estaba llorando y había apartado el auricular.
Hablamos durante casi una hora. Le dije que sabía qué le había ocurrido, que de pequeña le pedía a mi padre que me contara la historia una y otra vez. Pari me dijo que ella no sospechaba nada de esa historia, y que probablemente habría muerto sin conocerla de no ser por una carta que le había dejado su tiastro Nabi antes de morir en Kabul, una carta en la que le contaba con detalle cómo había sido su infancia, entre otras cosas. Había dejado la carta en manos de un tal Markos Varvaris, un cirujano que trabajaba en Kabul, quien había buscado a Pari hasta dar con ella en Francia. En verano, Pari había volado a Kabul, donde se encontró con Markos Varvaris, y él le organizó una visita a Shadbagh.
Cerca del final de la conversación, hizo acopio de valor para decir por fin:
—Bueno, me parece que estoy preparada. ¿Puedo hablar con él?
Fue entonces cuando tuve que decírselo.
Acerco el álbum y examino la fotografía que me indica Pari. Se trata de una mansión rodeada de blancos y relucientes muros coronados por alambradas, o más bien lo que alguien de pésimo gusto considera una mansión: tres plantas en rosa, verde, amarillo y blanco, con parapetos, torretas, aleros acabados en punta, mosaicos y cristal de espejo como de rascacielos. Un monumento a la cursilería, una lamentable chapuza.
—Dios mío —musito.
—C’est affreux, non? Espantosa. Los afganos llaman a estas casas palacios del narco. Ésta es de un criminal de guerra muy conocido.
—¿Y esto es cuanto queda de Shadbagh?
—De la antigua aldea, sí. Esto y muchas hectáreas de árboles... ¿cómo decís... des vergers?
—Huertos de frutales.
—Eso. —Pasa los dedos por la foto—. Ojalá supiera dónde estaba nuestra casa, respecto a este palacio del narco, quiero decir. Me encantaría saber el sitio preciso.
Me habla del nuevo Shadbagh —un pueblo en toda regla, con escuelas, una clínica, un barrio comercial y hasta un pequeño hotel—, erigido a unos tres kilómetros del emplazamiento de la antigua aldea. Fue el pueblo donde ella y su traductor buscaron a su hermanastro. Me había enterado de todo eso en el transcurso de aquella primera y larga conversación telefónica con Pari: de que en el pueblo nadie parecía conocer a Iqbal, hasta que Pari se topó con un anciano que sí lo conocía, un antiguo amigo de la infancia de Iqbal que los había visto a él y su familia acampados en un árido campo cerca del viejo molino. Iqbal le había contado a su amigo que, cuando estaba en Pakistán, su hermano mayor, que vivía en California, le mandaba dinero.
—Le pregunté si Iqbal le había dicho el nombre de su hermano —explicó Pari a través del teléfono—, y el anciano me dijo que sí, que se llamaba Abdulá, y alors, después de eso, el resto no fue difícil. Me refiero a encontraros a tu padre y a ti.
»Le pregunté al amigo dónde estaba ahora Iqbal. Le pregunté qué le había pasado y el hombre dijo que no lo sabía. Pero parecía muy nervioso y no me miraba a los ojos. Me preocupa, Pari, que a Iqbal le haya ocurrido algo malo.