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Vuelve a hojear el álbum y me enseña fotografías de sus hijos, Alain, Isabelle y Thierry; de sus nietos en fiestas de cumpleaños, con trajes de baño y posando en el borde de una piscina. De su apartamento en París, con paredes azul pastel, estores blancos en las ventanas, estanterías de libros. De su abarrotado despacho en la universidad donde daba clases de matemáticas antes de que la artritis la obligara a retirarse.

Voy volviendo páginas mientras ella me proporciona los pies de foto: su vieja amiga Collette; Albert, el marido de Isabelle; Eric, el marido de la propia Pari, que era dramaturgo y murió de un ataque al corazón en 1997. Me detengo a observar una foto de ellos dos, increíblemente jóvenes, sentados en cojines naranja en alguna clase de restaurante, ella con una blusa blanca, él con una camiseta y el cabello largo y lacio recogido en una coleta.

—Ésa es de la noche que nos conocimos —explica Pari—. Fue una especie de cita a ciegas.

—Tenía cara de buena persona.

Pari asiente.

—Sí. Cuando nos casamos, pensé que dispondríamos de mucho tiempo juntos. Treinta años por lo menos, me dije, quizá cuarenta, o cincuenta si teníamos suerte. ¿Por qué no? —Mira fijamente la fotografía, ausente un instante, y luego sonríe—. Pero el tiempo es como el encanto: nunca tienes tanto como crees. —Aparta el álbum y toma un sorbo de café—. ¿Y tú? ¿Nunca te has casado?

Me encojo de hombros y paso otra página.

—Una vez estuve en un tris.

—¿Un tris?

—Quiere decir que estuve a punto. Pero nunca llegamos a la fase del anillo.

No es cierto. Fue doloroso y turbulento. Aún ahora siento una punzada en el esternón cuando me acuerdo.

Pari agacha la cabeza.

—Lo siento, soy una grosera.

—No, no pasa nada. Encontró a una mujer más guapa y... con menos responsabilidades, supongo. Y hablando de guapas, ¿ésta quién es?

Señalo a una mujer muy atractiva, de largo cabello oscuro y ojos enormes. Sostiene un cigarrillo con cara de aburrimiento, el codo apoyado en el costado y la cabeza ladeada con gesto indiferente, pero su mirada es penetrante, desafiante.

—Es maman. Mi madre, Nila Wahdati. O quien creía que era mi madre, ya me entiendes.

—Es guapísima —comento.

—Lo era. Se suicidó en 1974.

—Lo siento.

Non, non. No pasa nada. —Roza la fotografía con el pulgar, con gesto ausente—. Maman era una mujer elegante y con talento. Le gustaba leer y estaba muy convencida de sus ideas, y siempre andaba contándoselas a la gente. Pero en su corazón abrigaba una profunda tristeza. Fue como si me diera una pala y dijera «Pari, llena todos los agujeros que hay dentro de mí», lo hizo toda la vida.

Asiento con la cabeza. Me parece que comprendo de qué habla.

—Pero yo no podía hacer eso. Y después no quise hacerlo. Fui desconsiderada, hice cosas imprudentes. —Se apoya en el respaldo de la silla, con los hombros hundidos, y deja las blancas manos en el regazo. Reflexiona unos segundos antes de añadir—: J’aurais du être plus gentille. Debería haberme portado mejor con ella. Si haces eso, nunca lo lamentas. De vieja nunca te dirás: Ah, ojalá no me hubiese portado bien con esa persona. Nunca se piensa una cosa así. —Se la ve muy afligida, parece una colegiala indefensa. Entonces añade con cansancio—: No habría sido tan difícil. Debería haberme portado mejor, como lo haces tú.

Suelta un profundo suspiro y cierra el álbum de fotos. Tras una pausa, añade alegremente:

—Ah bon. Bueno, ahora quiero pedirte una cosa.

—Tú dirás.

—¿Me enseñas tus cuadros?

Sonreímos.

Pari se queda un mes con nosotros. Por las mañanas desayunamos juntos en la cocina. Café solo y tostadas para Pari, yogur para mí, y huevos fritos con pan para baba; de un tiempo a esta parte le gustan. Me preocupaba que comer tantos huevos le subiera el colesterol, así que en la siguiente visita se lo comenté al doctor Bashiri. Sonrió y su respuesta fue: «Yo no me preocuparía por eso.» Eso me tranquilizó, al menos un rato; poco después, cuando le abrochaba el cinturón de seguridad a baba, se me ocurrió que posiblemente el doctor había querido decir «todo eso ha quedado atrás, ya no importa».

Después de desayunar yo me retiro a mi oficina, también conocida como mi dormitorio, y Pari le hace compañía a baba mientras trabajo. A petición de Pari, he puesto por escrito la agenda de baba, con los programas de televisión que le gusta ver, las horas en que le tocan las pastillas, qué tentempiés prefiere y cuándo suele pedirlos.

—Puedes venir aquí y preguntarme esas cosas —le dije.

—No quiero molestarte —contestó—. Y quiero saber esas cosas. Quiero conocerlo.

No le digo que jamás lo conocerá como le gustaría. De todos modos, le confío unos cuantos trucos del oficio. Por ejemplo, que cuando baba empieza a ponerse muy inquieto, muchas veces consigo calmarlo, aunque no siempre y por razones que aún se me escapan, poniéndole en las manos un ejemplar de venta por catálogo o un folleto de una liquidación de muebles. Me ocupo de que nunca falten ambas cosas.

—Cuando quieras que se eche un sueñecito, pon el canal del tiempo o el del golf. Y nunca lo dejes ver programas de cocina.

—¿Por qué no?

—Lo ponen muy nervioso, vete a saber por qué.

Después de comer, los tres salimos a dar un paseo. Como baba se cansa con facilidad y Pari tiene artritis, es un paseo corto. Baba, ataviado con una vieja gorra, la chaqueta de punto y mocasines con forro de lana, camina vacilante entre Pari y yo con expresión de ansiedad y recelo. A la vuelta de la esquina hay un colegio con un campo de fútbol bastante mal cuidado, y más allá una zona de juegos infantiles adonde lo llevo muchas veces. Siempre encontramos a un par de jóvenes madres, con sillitas de paseo junto a ellas y sus críos caminando con pasitos inseguros por la hierba, y de vez en cuando vemos a un par de adolescentes que han hecho novillos, columpiándose perezosamente y fumando. Esos chicos rara vez miran a baba, y si lo hacen es con fría indiferencia o incluso cierto desprecio, como si mi padre hubiese hecho mal en permitir la vejez y la decrepitud.

Un día, interrumpo la transcripción y voy a la cocina en busca de más café. Me los encuentro a los dos viendo una película; baba en la butaca reclinable, con los mocasines asomando bajo el chal, la cabeza inclinada hacia delante, la boca entreabierta y el entrecejo fruncido, aunque no sé si está confuso o concentrado; y Pari sentada a su lado con las manos en el regazo y los pies cruzados.

—¿Y ésa quién es? —pregunta baba.

—Latika.

—¿Quién?

—Latika, la niñita de las chabolas. La que no consigue subir al tren.

—A mí no me parece pequeña.

—Ya, es que han transcurrido muchos años —explica Pari—. Ahora ya es adulta.

Un día de la semana pasada, en el campo de juegos, estábamos los tres sentados en un banco y Pari dijo:

—Abdulá, ¿te acuerdas de que cuando eras pequeño tenías una hermanita?

Al punto, baba se echó a llorar. Pari apretó la cabeza de baba contra su pecho y repitió «lo siento, lo siento» presa del pánico y enjugándole las lágrimas con las manos, pero baba siguió sollozando tan violentamente que empezó a ahogarse.