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—¿Y sabes quién es ése, Abdulá? —dice ahora Pari.

Baba suelta un gruñido.

—Es Jamal. El niño del programa concurso.

—Qué va —masculla baba con aspereza.

—¿No te lo parece?

—¡Está sirviendo el té!

—Ya, pero eso ha sido una escena del pasado. ¿Cómo lo llamáis? Una escena...

—Retrospectiva —murmuro contra la taza de café.

—El concurso está pasando ahora, Abdulá, y la escena en la que servía el té era de antes.

Baba parpadea sin comprender. En la pantalla, Jamal y Salim están sentados en lo alto de un bloque de pisos de Bombay, con los pies colgando.

Pari lo observa como si de un momento a otro fuera a revelarse algo en sus ojos.

—Déjame preguntarte una cosa, Abdulá —dice—. ¿Qué harías si ganaras un millón de dólares?

Baba hace una mueca, se revuelve un poco, y luego se reclina aún más en la butaca.

—Yo sí sé qué haría —continúa Pari.

Baba la mira inexpresivo.

—Si ganara un millón de dólares, me compraría una casa en esta calle. Así tú y yo podríamos ser vecinos, y todos los días vendría a ver la televisión contigo.

Baba sonríe de oreja a oreja.

Pero, apenas unos minutos después, cuando estoy de vuelta en mi habitación con los auriculares puestos y tecleando, oigo que algo se hace añicos y a baba gritando en farsi. Me quito los auriculares y corro a la cocina. Pari está acorralada contra la pared del microondas, protegiéndose, con las manos bajo la barbilla, y baba, con los ojos desorbitados, la pincha en el hombro con el bastón. Los fragmentos de un vaso roto brillan a sus pies.

—¡Sácala de aquí! —grita baba al verme—. ¡No quiero verla en mi casa!

—¡Baba!

Pari está muy pálida y le corren lágrimas por las mejillas.

—Deja el bastón, baba, por el amor de Dios. Y no des ni un paso o te cortarás los pies.

Forcejeo con él para quitarle el bastón y lo consigo, pero no me lo pone fácil.

—¡Quiero a esta mujer fuera de aquí! ¡Es una ladrona!

—¿Qué dice? —pregunta Pari con abatimiento.

—¡Me ha robado las pastillas!

—Ésas son las suyas, baba.

Le rodeo los hombros y lo hago salir de la cocina. Cuando pasamos por delante de Pari hace ademán de volverla a atacar y tengo que sujetarlo.

—Bueno, ya está bien, baba. Y esas pastillas son suyas, no tuyas. Las toma por las manos. —De camino a la butaca reclinable cojo un ejemplar de venta por catálogo.

—No me fío de esa mujer —dice baba dejándose caer en la butaca—. Tú no te das cuenta, pero yo sí. ¡Reconozco a un ladrón cuando lo veo! —Jadea cuando me arranca el catálogo de la mano y empieza a pasar bruscamente las páginas. Entonces lo deja con un golpetazo contra el regazo y me mira enarcando las cejas—. Y es una maldita mentirosa. ¿Sabes qué me ha dicho esa mujer? ¿Sabes qué? ¡Que es mi hermana! ¡Mi hermana! Espera a que se entere Sultana.

—Vale, baba. Se lo contaremos juntos.

—Menuda chiflada.

—Se lo contaremos a mamá y luego los tres nos reiremos y haremos salir de aquí a la chiflada. Pero ahora relájate. No pasa nada, vamos.

Pongo el canal del tiempo y me siento a su lado para acariciarle el hombro hasta que deja de temblar y respira más despacio. No han pasado ni cinco minutos cuando ya está dormido.

En la cocina, Pari está sentada en el suelo, apoyada contra el lavavajillas. Parece muy afectada. Se enjuga los ojos con una servilleta de papel.

—Lo siento mucho —dice—. He sido una imprudente.

—No pasa nada.

Saco la escoba y la pala de debajo del fregadero. Hay pastillitas rosa y naranja desparramadas por el suelo entre los cristales. Las recojo una por una y luego barro los fragmentos esparcidos sobre el linóleo.

Je suis une imbécile. Tenía tantas ganas de decírselo... Creía que si le decía la verdad a lo mejor... No sé qué estaba pensando.

Tiro los trozos de cristal a la basura. Me arrodillo, aparto el cuello de la blusa de Pari y le examino el hombro, donde baba le ha dado con el bastón.

—Te va a salir un buen moretón, y lo digo con conocimiento de causa.

Me siento en el suelo a su lado. Pari abre la mano y le dejo caer las pastillas en la palma.

—¿Se pone así a menudo?

—Tiene sus días de mal café.

—Quizá deberías ir pensando en buscar ayuda profesional, ¿no?

Exhalo un suspiro, asintiendo. Últimamente he pensado muchas veces en una inevitable mañana en la que despertaré en una casa vacía, mientras baba yace hecho un ovillo en una cama extraña, mirando con recelo la bandeja de desayuno que le ha traído un desconocido. Lo imagino desplomado sobre una mesa en alguna sala de actividades, cabeceando.

—Sí, lo sé —contesto—, pero todavía no. Quiero cuidar de él todo el tiempo que pueda.

Pari sonríe y se suena la nariz.

—Te comprendo.

No estoy segura de que lo haga. No le cuento mi otro motivo. Apenas lo admito yo misma. Y no es otro que el miedo que me da ser libre, aunque a menudo deseo serlo. Tengo miedo de lo que pueda pasarme, de qué será de mí cuando baba no esté. He vivido toda mi vida como un pez de acuario, bien protegida en mi gigantesca pecera, tras una barrera tan impenetrable como transparente. He tenido la libertad de observar el reluciente mundo del otro lado, de imaginarme en él si quería. Pero siempre he estado reprimida, constreñida por los duros e inflexibles límites de la existencia que me ha construido baba, conscientemente al principio, cuando yo era joven, y con absoluta inocencia ahora que se deteriora día a día. Creo que me he acostumbrado a estar detrás del cristal, y me asusta pensar que, cuando se rompa, me veré arrojada al vasto territorio de lo desconocido aleteando indefensa, perdida y sin aliento, boqueando.

La verdad, que rara vez admito, es que siempre he necesitado el peso de baba en las espaldas.

¿Por qué si no sacrifiqué tan fácilmente mi sueño de la escuela de bellas artes, sin apenas oponer resistencia, cuando baba me pidió que no me fuera a Baltimore? ¿Por qué si no dejé a Neal, el hombre con quien estuve comprometida hace unos años? Era propietario de una pequeña empresa de instalación de paneles solares. Tenía un rostro cuadrado y con arrugas que me gustó nada más verlo en el Abe’s Kebab House, cuando fui a tomarle nota y él levantó la vista de la carta y me sonrió. Era paciente y simpático y tenía buen carácter. Lo que le dije a Pari no es verdad. Neal no me dejó por una chica más guapa. Fui yo quien estropeó las cosas, quien hizo sabotaje. Incluso cuando me prometió convertirse al islam y aprender farsi, le encontré otros defectos, otras excusas. Al final fui presa del pánico y corrí de vuelta a los rincones y recovecos de mi vida en casa.

A mi lado, Pari empieza a levantarse. La observo alisarse el dobladillo del vestido y vuelvo a maravillarme del milagro de que esté aquí, a sólo unos centímetros de mí.

—Quiero enseñarte algo —digo.

Me levanto y voy a mi habitación. Una de las consecuencias de no marcharte nunca de casa es que nadie vacía tu antigua habitación o vende tus juguetes a los vecinos; nadie se deshace de la ropa que se te ha quedado pequeña. Sé muy bien que, para tener casi treinta años, conservo demasiadas reliquias de mi infancia, la mayoría metidas en un gran baúl a los pies de mi cama, cuya tapa levanto ahora. Dentro hay muñecas viejas, el poni rosa que venía con un cepillo para la crin, los libros ilustrados, todas las tarjetas de cumpleaños y San Valentín que les había hecho a mis padres en la escuela primaria, con judías y purpurina y estrellitas brillantes. La última vez que Neal y yo hablamos, cuando rompí con él, me dijo: «No puedo esperarte, Pari. No pienso quedarme esperando a que madures.»