Cierro la tapa y vuelvo a la sala de estar, donde Pari se ha instalado en el sofá frente a baba. Me siento a su lado.
—Toma. —Le tiendo un fajo de postales.
Coge las gafas de la mesita y quita la goma que sujeta las postales. Mira la primera con el cejo fruncido. Es una imagen de Las Vegas, del Caesar’s Palace por la noche, todo brillos y luces. Le da la vuelta y la lee en voz alta.
21 de julio de 1992
Querida Pari:
Aquí hace un calor increíble. ¡A baba le ha salido una ampolla por apoyar la mano en el capó del coche de alquiler! Mamá ha tenido que ponerle pasta de dientes. En el Caesar’s Palace hay soldados romanos con espadas, cascos y capas rojas. Baba intentaba todo el rato que mamá se hiciera una foto con ellos, pero no ha habido forma. Pero ¡yo sí me la he hecho! Te la enseñaré cuando vuelva a casa. Eso es todo de momento. Te echo de menos. Ojalá estuvieras aquí.
Pari
P. D.: Mientras te escribo me estoy comiendo un cucurucho alucinante.
Pari pasa a la siguiente postal. El castillo de los Hearst. Ahora, Pari la lee en voz baja. «¡Tenía su propio zoo! Qué chulada, ¿no? Canguros, cebras, antílopes, camellos bactrianos (¡son los de dos jorobas!).» Otra de Disneylandia, con Mickey con el sombrero de mago y blandiendo una varita. «¡Mamá gritó cuando el ahorcado cayó del techo! ¡Tendrías que haberla oído!» El lago Tahoe. La playa de La Jolla Cove. La carretera panorámica de Seventeen Mile Drive. Big Sur. El bosque de Muir. «Te echo de menos. Te habría encantado, seguro. Ojalá estuvieras aquí conmigo.»
Ojalá estuvieras aquí conmigo.
Pari se quita las gafas.
—¿Te escribías postales a ti misma?
Niego con la cabeza.
—Te las escribía a ti. —Me río—. Me da un poco de vergüenza.
Deja las postales sobre la mesita y se acerca a mí.
—Cuéntamelo.
Me miro las manos y hago girar el reloj en la muñeca.
—Imaginaba que éramos hermanas gemelas, tú y yo. Nadie podía verte, sólo yo. Te lo contaba todo. Todos mis secretos. Para mí eras real, y muy cercana. Gracias a ti me sentía menos sola. Como si fuéramos clones, o doppelgängers. ¿Conoces esa palabra?
Sus ojos sonríen.
—Sí.
—Solía imaginarnos como dos hojas que el viento arrastraba muy lejos una de otra, y sin embargo permanecíamos unidas por las profundas raíces del árbol del que habíamos caído.
—Para mí era al revés —explica Pari—. Dices que tú sentías una presencia, pero yo sólo sentía una ausencia. Un dolor vago, sin causa aparente. Como un paciente incapaz de explicarle al médico dónde le duele. Sólo sabe que algo le duele. —Me cubre la mano con la suya, y durante un rato guardamos silencio.
En la butaca, baba se mueve y suelta un gemido.
—Lo lamento tanto... —digo.
—¿Qué lamentas?
—Que os hayáis encontrado demasiado tarde.
—Pero nos hemos encontrado, ¿no? —responde ella con voz transida de emoción—. Y él es así ahora. No pasa nada. Me siento feliz. He recuperado una parte de mí que había perdido. —Me da un apretón en la mano—. Y te he encontrado a ti, Pari.
Sus palabras son como un reclamo para los anhelos de mi infancia. Recuerdo que si me sentía sola susurraba su nombre —nuestro nombre— y contenía el aliento, esperando un eco, convencida de que lo oiría algún día. Al oírla pronunciar mi nombre ahora, en este salón, tengo la sensación de que todos los años que nos separan se han plegado como un acordeón y que el tiempo se ha vuelto tan fino como una fotografía o una postal, de modo que la más luminosa reliquia de mi infancia está aquí a mi lado, cogiéndome la mano y llamándome por mi nombre. Nuestro nombre. Noto que algo encaja en su sitio con un chasquido. Un tajo abierto tiempo atrás que vuelve a cerrarse. Y siento una suave sacudida en el pecho, el latido amortiguado de otro corazón que arranca de nuevo junto al mío.
En la butaca, baba se incorpora sobre los codos. Se frota los ojos y nos mira.
—¿Qué estáis tramando, chicas?
Sonríe.
Otra cancioncilla infantil, esta vez sobre el puente de Aviñón.
Pari me la canturrea.
Sur le pont d’Avignon
l’on y danse, l’on y danse,
sur le pont d’Avignon
l’on y danse tous en rond.
—Maman me la enseñó cuando era pequeña —explica, y se ciñe más la bufanda para protegerse de una ráfaga de viento helado. Hace muchísimo frío pero el cielo está azul y brilla el sol. Sus rayos inciden sesgados en el gris metálico del Ródano y quiebran su superficie convirtiéndola en pequeños fragmentos de luz—. Todos los niños franceses conocen esta canción.
Estamos sentadas en un banco de madera de cara al agua. Mientras ella me traduce las palabras, contemplo maravillada la ciudad al otro lado del río. He descubierto hace muy poco mi propia historia, y me asombra encontrarme en un lugar que rezuma tanta, tan bien documentada y preservada. Es milagroso. En esta ciudad, todo lo es. Me admira la claridad del aire, el viento que surca el río y arroja sus aguas contra las pedregosas riberas, la luz abundante y suntuosa que parece llegar de todas partes. Desde el banco del parque, distingo las antiguas murallas que rodean el antiquísimo centro y su maraña de callejas tortuosas, la torre occidental de la catedral de Aviñón, con la estatua dorada de la Virgen María refulgiendo en la cúspide.
Pari me cuenta la historia del puente, la del joven pastor del siglo XII a quien, supuestamente, los ángeles le habían dado instrucciones de construir un puente en el río y que, como prueba de que decía la verdad, levantó una piedra gigantesca para arrojarla a las aguas. Me habla de los barqueros del Ródano, que subían al puente a venerar a su patrono san Nicolás, y de las crecidas que a lo largo de los siglos erosionaron los arcos hasta hacerlos desplomarse. Pari me cuenta todo eso con la misma enérgica inquietud de unas horas antes, cuando me ha llevado a recorrer el Palacio de los Papas: se quitaba los auriculares para señalarme un fresco o me daba leves codazos para que me fijara en un cuadro o vitral interesantes o en una bóveda de crucería.
En el exterior del palacio papal, iba hablando casi sin parar, soltándome una retahíla de santos, papas y cardenales, mientras paseábamos por la plaza de la catedral entre palomas, turistas, vendedores africanos de pulseras y relojes de imitación con vistosas túnicas, y un joven músico con gafas y sentado en un cajón de manzanas que tocaba Bohemian Rhapsody a la guitarra acústica. No la recuerdo tan locuaz en la visita que nos hizo, y me da la sensación de que es una táctica dilatoria, como si describiéramos círculos en torno a lo que quiere hacer —a lo que vamos a hacer—, y toda esta palabrería fuera también una especie de puente.
—Pero no tardarás en ver un puente de verdad —me dice—. Cuando llegue todo el mundo. Iremos todos al Pont du Gard. ¿Lo conoces? ¿No? Oh la la. C’est vraiment merveilleux. Es un acueducto que construyeron los romanos en el siglo primero, para llevar agua de Eure a Nimes. ¡Cincuenta kilómetros! Es una obra maestra de la ingeniería, Pari.
Llevo cuatro días en Francia, y dos en Aviñón. Pari y yo cogimos el TGV en un gélido y nublado París, y al bajar nos encontramos con un cielo despejado, un viento cálido y todo un coro de cigarras en cada árbol. Al llegar a la estación pasamos apuros para sacar mi equipaje del tren, y conseguí bajarme por los pelos, un instante antes de que las puertas se cerraran detrás de mí con un resoplido. Tomo nota mentalmente para contarle a baba que tres segundos más y habría acabado en Marsella.