—¿Cómo está? —me preguntó Pari en París, en el taxi del aeropuerto Charles de Gaulle a su apartamento.
—Va cuesta abajo —contesté.
Baba vive ahora en una residencia para ancianos. Cuando visité el centro por primera vez, la directora, una mujer llamada Penny, alta, delicada y con rizos pelirrojos, me enseñó las instalaciones, me dije que no estaba tan mal. Y lo dije en voz alta:
—Esto no está tan mal.
Todo estaba limpio, y los ventanales daban a un jardín donde, según Penny, celebraban una merienda todos los miércoles a las cuatro y media. El vestíbulo olía levemente a canela y pino. Los miembros del personal me parecieron atentos, pacientes y competentes; ahora los conozco a casi todos por su nombre. Había imaginado ancianas arrugadas y con pelillos en la barbilla babeando, hablando solas, pegadas a la pantalla del televisor. Pero la mayoría de los residentes que vi no eran muy viejos, y muchos ni siquiera estaban en silla de ruedas.
—Supongo que esperaba algo peor —añadí.
—¿De verdad? —repuso Penny con una risita simpática y profesional.
—Qué grosería acabo de decir, lo siento.
—No, en absoluto. Somos muy conscientes de la imagen que la mayoría de gente tiene de estos sitios. —Y entonces, con sobrio tono de cautela, miró por encima del hombro y añadió—: Por supuesto, éste es el pabellón de movilidad asistida. Por lo que me ha contado de su padre, no estoy segura de que encaje muy bien aquí. Supongo que el pabellón de la memoria sería más apropiado para él. Ya hemos llegado.
Utilizó una tarjeta magnética para entrar. Allí no olía a canela ni a pino. Se me encogieron las entrañas y mi primer instinto fue darme la vuelta y salir de allí. Penny me dio un leve apretón en el brazo. Su mirada irradiaba ternura. Me esforcé en soportar el resto del recorrido, atenazada por un tremendo sentimiento de culpa.
La víspera de mi viaje a Europa, fui a ver a baba. Crucé el vestíbulo en el pabellón de movilidad asistida y saludé con la mano a Carmen, la chica de Guatemala que contesta al teléfono. Pasé ante la sala social, abarrotada de ancianos que escuchaban a un cuarteto de cuerda formado por estudiantes de instituto con atuendo formal, ante la sala polivalente con sus ordenadores, bibliotecas y juegos de dominó, y por fin ante el tablón con su despliegue de consejos y anuncios. «¿Sabía que la soja le ayuda a reducir el colesterol?» «¡No olvide la hora de Rompecabezas y Reflexión este martes a las 11!»
Entré en la zona restringida. Al otro lado de esa puerta no celebran meriendas, ni hay bingo. Ahí nadie empieza la mañana haciendo tai chi. Fui a la habitación de baba, pero no estaba. Le habían hecho la cama, el televisor estaba apagado y sobre la mesita de noche había un vaso con dos dedos de agua. Sentí cierto alivio. Detesto verlo en la cama con una mano bajo la almohada y mirándome con esos ojos vacíos.
Lo encontré en la sala recreativa, hundido en una silla de ruedas ante el ventanal que da al jardín. Llevaba un pijama de franela y la gorra nueva. Le cubría el regazo lo que Penny llama «delantal para inquietos», que tiene cordeles para trenzar y botones para abrochar y desabrochar. Según Penny, ayuda a que los dedos se mantengan ágiles.
Le di un beso en la mejilla y acerqué una silla. Lo habían afeitado y peinado. La cara le olía a jabón.
—Bueno, mañana es el gran día —dije—. Me voy a Francia, a visitar a Pari. ¿Recuerdas que te lo conté?
Baba parpadeó. Ya antes del infarto cerebral había empezado a retraerse y se sumía en largos silencios durante los que parecía desconsolado. Pero, desde el derrame, su rostro se ha vuelto una máscara, la boca se ha congelado en una perpetua sonrisita educada y torcida que sus ojos nunca comparten. No ha dicho una sola palabra desde entonces. A veces sus labios se abren y emite un áspero sonido, algo parecido a «aaah», con una leve subida de tono al final para indicar sorpresa, como si mis palabras hubiesen provocado en él una revelación.
—Nos encontraremos en París y luego cogeremos el tren a Aviñón. Es una ciudad en el sur de Francia. En el siglo XIV vivían allí los papas. Haremos un poco de turismo. Pero lo mejor es que Pari les ha hablado a sus hijos de mi visita, y van a venir todos.
Baba seguía con su sonrisita, como hizo la semana anterior cuando Héctor vino de visita, como hizo cuando le enseñé el formulario de solicitud de ingreso para la Facultad de Bellas Artes y Humanidades de San Francisco.
—Tu sobrina Isabelle y su marido Albert tienen una casa en la Provenza, cerca de un sitio que se llama Les Baux. Lo he buscado en internet, baba. Es un pueblecito precioso. Está emplazado sobre roca caliza en los montes Alpilles. Se pueden visitar las ruinas de un castillo medieval y contemplar desde allí las llanuras y los huertos de frutales. Sacaré muchas fotos y te las enseñaré a la vuelta.
Cerca, una anciana en albornoz deslizaba de aquí para allá las piezas de un rompecabezas. En la mesa de al lado, otra mujer de sedoso cabello blanco trataba de disponer tenedores, cucharas y cuchillos de mantequilla en un cubertero. En la gran pantalla del televisor en el rincón, Ricky y Lucy se peleaban con las muñecas unidas por unas esposas.
—Aaaah —musitó baba.
—Tu sobrino Alain y su esposa Ana llegarán de España con sus cinco hijos. No sé los nombres de todos, pero pronto lo haré. Y también vendrá Thierry, tu otro sobrino e hijo de Pari. Ella está encantada porque lleva años sin verlo ni hablar con él. Thierry va a pedir un permiso en su trabajo en África para poder volar a Francia. Así que va a ser una gran reunión familiar.
Antes de irme volví a besarlo en la mejilla. Dejé la cara en contacto con la suya unos instantes, acordándome de cuando iba a buscarme al parvulario y luego íbamos los dos a Denny’s a recoger a mamá del trabajo. Nos sentábamos en un reservado, esperando a que ella acabara la jornada, y yo me comía el helado que el jefe me ponía siempre y le enseñaba a baba los dibujos que había hecho ese día. Con cuánta paciencia examinaba cada uno de ellos, asintiendo con cara de concentración.
Baba siguió esbozando su sonrisita.
—Ah, casi se me olvida.
Me incliné para llevar a cabo nuestro ritual de despedida: mis dedos fueron de sus mejillas a la arrugada frente y las sienes, y luego recorrieron el cabello cano y ralo y las costras del cuero cabelludo hasta detrás de las orejas, arrancándole malos sueños de la cabeza. Abrí el saco invisible, dejé caer en él todas las pesadillas y anudé el cordel.
—Ya está.
Baba profirió un sonido gutural.
—Felices sueños, baba. Hasta dentro de dos semanas. —Entonces me di cuenta de que nunca habíamos pasado tanto tiempo separados.
Cuando me alejaba, tuve la sensación de que él me miraba, pero al volver la cabeza vi que tenía la cabeza gacha y jugueteaba con un botón del delantal para inquietos.
Pari está hablando de la casa de Isabelle y Albert. Me ha enseñado fotografías de ella. Es una preciosa granja provenzal restaurada, de piedra, situada en lo alto del macizo de Luberon, con árboles frutales, una galería en la entrada, baldosas de terracota y vigas vistas.
—En la foto que te enseñé no se aprecia, pero tiene una vista magnífica de las montañas de Vaucluse.