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—¿Y cabremos todos? Me parece mucha gente para una granja.

Plus on est de fous, plus on rit. Como decís vosotros, cuantos más seamos...

—... mejor lo pasaremos.

Ah voilà. C’est ça.

—¿Y los niños? ¿Dónde van a...?

—¿Pari?

Me vuelvo hacia ella.

—Dime.

Suelta un profundo suspiro.

—Ya puedes dármelo.

Asiento y me agacho para hurgar en el bolso entre mis pies.

Supongo que debería haberlo encontrado meses antes, cuando trasladé a baba a la residencia, pero para meter toda su ropa sólo necesité la primera de las tres maletas que había en el armario del recibidor. Más tarde me armé por fin de valor y vacié el dormitorio de mis padres. Arranqué el viejo empapelado y pinté las paredes. Quité la cama de matrimonio y el tocador de mi madre con su antiguo espejo ovalado, saqué de los armarios los trajes de mi padre y los vestidos y blusas de mi madre guardados en fundas de plástico. Los dejé en un montón en el garaje para hacer un par de viajes a la tienda benéfica del barrio. Trasladé mi escritorio a la habitación de mis padres, que es ahora mi despacho, y que utilizaré para estudiar cuando empiecen las clases en otoño. También vacié el baúl a los pies de mi cama. Metí en una bolsa de basura mis viejos juguetes, los vestidos de niña, las sandalias y zapatillas de deporte que se me habían quedado pequeñas. Ya no soportaba ver todas aquellas tarjetas de cumpleaños y del día del Padre o de la Madre que había hecho para ellos. No podía dormir sabiendo que estaban ahí, a mis pies. Era demasiado doloroso.

Cuando vacié por fin el armario del recibidor, al sacar las dos maletas restantes, oí moverse algo en el interior de una de ellas. Descorrí la cremallera y me encontré con un paquete envuelto en grueso papel de embalar. Tenía un sobre sujeto con cinta adhesiva, en el que ponía en inglés «Para mi hermana Pari». Reconocí de inmediato la letra de baba, la misma de mis tiempos en el Abe’s Kebab House, cuando me tocaba recoger los pedidos que él apuntaba junto a la caja.

Ahora le tiendo a Pari ese mismo paquete, todavía sin abrir.

Ella lo contempla en su regazo y acaricia las palabras garabateadas en el sobre. En la otra ribera del río empiezan a tañer las campanas. Sobre una roca que sobresale del agua, un pájaro picotea las entrañas de un pez muerto.

Pari hurga en el bolso.

J’ai oublié mes lunettes —dice—. No he cogido las gafas.

—¿Te la leo yo?

Trata de arrancar el sobre del paquete, pero sus manos están hoy muy torpes, y al cabo de un pequeño forcejeo acaba tendiéndomelo. Despego el sobre y lo abro. Despliego la nota que contiene.

—Está escrita en farsi.

—Pero tú lo entiendes, ¿no? —dice Pari con cara de preocupación—. Puedes traducírmela.

—Sí —contesto, y siento una punzada de alegría y agradecimiento, aunque tardío, por todas las tardes de los martes que baba me había llevado a Campbell a clases de farsi.

Pienso en él, tan desmejorado y perdido, avanzando a trompicones por un desierto, dejando un rastro con todos los brillantes pedacitos que la vida le ha ido arrancando.

Sujeto la nota con fuerza para que no se la lleve el viento. Le leo a Pari las escasas frases garabateadas en ella.

—«Me dicen que debo adentrarme en unas aguas en las que no tardaré en ahogarme. Antes de que lo haga, te dejo esto en la orilla. Rezo para que lo encuentres, hermana, para que sepas qué llevaba en el corazón cuando me hundía.»

Doblo la nota, y después vuelvo a abrirla. Lleva una fecha: «Agosto de 2007.»

—Agosto de 2007 —digo—. Fue cuando le diagnosticaron la enfermedad. —Tres años antes de que yo tuviera siquiera noticias de Pari.

Pari asiente enjugándose las lágrimas con la palma. Pasa una pareja joven pedaleando en un tándem: la chica va delante, rubia, delgada y sonrosada; el chico lleva el pelo a lo rastafari y es de piel café con leche. A un par de metros de nosotras, sentada en la hierba, una adolescente con minifalda de cuero negro habla por el móvil mientras sujeta la correa de un diminuto terrier gris marengo.

Pari me tiende el paquete para que lo abra. Dentro hay una vieja lata de té. La tapa tiene la desvaída imagen de un indio con barba y larga túnica roja. Sostiene una humeante taza de té como si fuera una ofrenda. El vapor de la taza ya casi no se ve, y la mayor parte del rojo de la túnica se ha vuelto rosa. Levanto la tapa. La lata está llena de plumas, de todas las formas y colores. Las hay verdes, pequeñas y tupidas; rojizas, largas y de cañones negros; una de color melocotón, posiblemente de un ánade real, con reflejos morados; marrones con manchas oscuras en las barbas interiores, una verde de pavo real con un gran ojo en la punta.

—¿Sabes qué significan? —le pregunto a Pari.

Ella niega con la cabeza; le tiembla la barbilla. Me quita la caja de las manos para hurgar en su interior.

—No. Sólo sé que cuando Abdulá y yo nos separamos, cuando nos perdimos el uno al otro, a él le dolió mucho más que a mí. Yo tuve más suerte, porque me protegió mi corta edad. J’ai pu oublier. Al menos pude olvidar; él no. —Coge una pluma y se acaricia la muñeca, mirándola como quien espera que cobre vida y salga volando—. No sé qué significado tiene esta pluma, no conozco su historia. Pero sí sé que significa que él pensaba en mí. Todos estos años, él se acordaba de mí.

Le rodeo los hombros mientras llora quedamente. Contemplo el río, los árboles bañados de sol, el agua que fluye presurosa bajo el puente de Saint-Bénezet, el de la canción infantil. En realidad no es más que medio puente, pues sólo quedan cuatro de los arcos originales. Se interrumpe en el centro del río. Como si se hubiera tendido para reunirse con la otra mitad y se hubiera quedado corto.

Por la noche, en el hotel, permanezco despierta en la cama observando cómo se abigarran las nubes en torno a la gran luna llena que pende ante la ventana. Oigo el resonar de tacones en los adoquines. Risas y charla. Ciclomotores que pasan. Del restaurante de enfrente me llega el tintineo de las copas. Las lejanas notas de un piano surcan el aire hasta mi ventana y mis oídos.

Me doy la vuelta y observo a Pari dormir profundamente a mi lado. Se ve pálida a la luz de la luna. Veo a baba en su rostro, a un baba joven, esperanzado y feliz, como era antes, y sé que volveré a encontrarlo siempre que la mire a ella. Pari es sangre de mi sangre. Y no tardaré en conocer a sus hijos y a los hijos de sus hijos, y mi sangre circula también en las venas de todos ellos. No estoy sola. Una súbita felicidad me pilla completamente desprevenida. La siento cosquillear dentro de mí, y los ojos se me llenan de lágrimas de gratitud y esperanza.

Mientras contemplo dormir a Pari, pienso en el ritual nocturno que teníamos baba y yo, en aquel juego de arrancarnos las pesadillas para sustituirlas por sueños felices. Recuerdo el sueño que le daba yo a él. Con cautela, para no despertarla, apoyo suavemente la palma de una mano en su frente. Cierro los ojos.

Es por la tarde y brilla el sol. Vuelven a ser niños, hermano y hermana, tiernos, inocentes y robustos. Están tendidos en la hierba crecida, a la sombra de un manzano rebosante de flores. Notan la hierba cálida bajo la espalda y el sol motea sus rostros a través de las flores en movimiento. Descansan uno junto al otro, soñolientos y satisfechos, él con la cabeza apoyada en una gruesa raíz, ella en el abrigo doblado que él le ha puesto como almohada. Con los párpados entornados, ella observa un mirlo posado en una rama. Una corriente de aire fresco se cuela entre las hojas.

Ella se vuelve para mirarlo, su hermano mayor, su aliado en todo, pero el rostro de él está demasiado cerca y no puede verlo entero. Sólo la frente, la línea de la nariz, la curva de las pestañas. Pero no le importa. Le basta con tenerlo muy cerca, a su lado, su hermano, mientras el sueño se apodera de ella lentamente, la envuelve en una ola de calma absoluta. Cierra los ojos. Se deja llevar, sin preocupaciones, todo es luz y claridad, en perfecta armonía.