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– Clara, es importante que nos confirme dónde se encontraba y el objeto de esa llamada. Y es una orden -interviene, yo diría que abochornado, Bores.

– Sí, señor -y decidida en apariencia, pero estremeciéndose en su interior de indignación, levanta el auricular que duerme indiferente sobre la mesa, aunque no tendría por qué hacerlo, aunque tendrían que informarme de qué coño pasa, aunque esto sea absoluta, completa, totalmente improcedente, aunque vulnere mis derechos como agente del orden, como funcionaria y como persona, aunque sea una coacción y si lo hago es por no defraudar a los que confían en mí, como Santi, y para demostrar que, sea lo que sea, no tengo nada que ocultar y sólo por eso, nada más que por eso, marca un número que sabe de memoria y que no tarda en ser atendido.

Es entonces cuando Carahuevo, el muy bastardo tirano mamarracho y prepotente hijo de puta que se va a enterar, salga o no de ésta juro que se entera, como me llamo Clara y me defiendo con uñas y dientes de cerdos como él que se entera, pulsa el botón de manos libres.

– ¿Digaaa? -es la voz de la secretaria, estúpidamente angelical.

– ¿Me puedes poner ahora mismo con Ramón Montero? Soy su mujer. No importa si está reunido, es urgente.

Y, ante la frialdad de su tono, por una vez en su preciosa y esponjosa existencia la criatura parece dar muestras de inteligencia y se abstiene de rodeos y disculpas banales pasando al momento la llamada. Tras unos instantes de espera, Ramón contesta alarmado.

– ¿Clara? ¿Qué pasa?, ¿estás bien? Leti dice que te notó tan seria que hasta le has dado miedo.

– No te preocupes. Estoy en el despacho del señor comisario, necesito que le confirmes que ayer por la noche estaba en casa, contigo, que antes de que nos fuéramos a dormir sonó el teléfono y que no lo cogimos.

– ¿Por qué?

– No lo sé, no ha querido decírmelo.

– Pero si quiere saber dónde estabas será por algo, y entonces tienes derecho a que te informen antes de responder, porque te concernirá.

– Ya, pero me ha dicho que no pregunte, que es una orden.

– Pues a mí no puede dármelas. ¿Estás con él ahora?

– Sí -afirma mientras le ve secarse con un pañuelo el cráneo pringoso.

– Pásamelo -iluso de Ramón que no sabe que no hace falta, que no hay auricular que pasar, que todos están oyéndole gracias al manos libres.

Pero Carahuevo debe seguir con el paripé de hacerle creer que no es así y, dirigiendo a los demás un gesto de no intervenir y permanecer en silencio, como si algún insensato tuviera ganas de decir algo, finge coger el aparato, el muy hipócrita, el muy falso, y pone su mejor y más edulcorada voz de animal social amaestrado para guardar las formas, quién lo diría, y quedar bien con las clases altas.

– Muy buenos días, señor Montero -y ahora todo él gotea dulzura, rezuma cordialidad, y hay que joderse-. Siento tener que molestarle por esta nimiedad, pero su señora ya le habrá informado de la situación y…

– No tengo tiempo que perder -corta seco Ramón-. Quiere saber si mi esposa estaba ayer noche en nuestra casa, si recibimos una llamada y por qué no nos levantamos a cogerlo, ¿estoy en lo cierto?

– Sí.

– Estábamos follando. ¿Le parece suficiente razón?

Clara oye la risa ahogada de Santi y un taco sorprendido de Bores.

– Verá… No necesitaba ser tan explícito, yo sólo pretendía… -Carahuevo está ruborizado, ha hecho el ridículo delante de sus subordinados y tan grande es el corte, tan inmenso el jarro de agua helada que le chorrea por la coronilla, que busca desesperadamente algo agudo, mordaz, irónico y elegante con que salir del paso. Pero Ramón es más rápido, siempre es el más rápido.

– No intente justificarse, por dios, no hay nada más patético que un hombre balbuceando excusas que no deseo recibir. A quien tendría que presentárselas es a mi mujer, que bastante les aguanta día tras día. Dígame una cosa: ¿ha cometido algún delito?

– Pues no, pero…

– ¿Está acusada de algo?, ¿bajo sospecha?

– Sólo queríamos que nos aclarase…

– Sólo queríamos, sólo queríamos. ¿Aclarar qué? ¿Es que tiene que pedirle permiso para acostarse conmigo? -y en la sala se siente, casi se puede palpar la densa pausa que hace Carahuevo para masticar y digerir su bochorno-. No sé qué pensar, señor comisario, espero de veras que esta situación sea excepcional, porque de lo contrario tendré que plantearme tomar cartas en el asunto.

– Por supuesto, esto ha sido un hecho aislado, algo fuera de lo normal debido a…

– Déjelo, no quiero oír más explicaciones. Si no le importa, ahora me gustaría hablar con Clara. No sé cómo lo soporta. Por desgracia le gusta demasiado su trabajo como para mandarles a tomar viento a todos.

Y ella, que no puede decirle que siguen ahí, escuchando, que no puede explicarle nada, que no puede agradecerle ni reírse o emocionarse porque ha sido su adalid, quien la reclama y la protege, el portavoz de su alma que guarda su corazón, se ve obligada a encontrar un hilo de voz, arrimarse al auricular y, elíptica, susurrarle sólo a medias, muy quedo.

– ¿Sí? ¿Ramón?

– ¡Clara! Pero ¿cómo te han hecho esa encerrona?, ¿cómo puedes permitir ese trato? Tendrías que haberle dejado con un palmo de narices por más jefe tuyo que fuera. ¡Tragarte una humillación así! ¿Estás bien?

– Sí. Yo… no puedo hablar ahora. Sólo darte las gracias. Muchas gracias. De verdad.

– No digas tonterías. Y ya me explicarás cuando te enteres a qué venía este numerito. Te dejo, tengo demasiado trabajo y un cliente me está esperando.

– Gracias, muchas grac…

– ¿Otra vez? No he hecho nada, lo que tendría que hacer es sacarte de esa cloaca, llevarte a casa y que no tuvieras que moverte entre tanta doblez, tanta falsedad, que estuvieras sólo para mí y sólo para lo bueno.

– Oye, mejor hablamos luego porque…

– Pues pásame a Carahuevo, anda. Tendré que despedirme de él. Y una cosa más.

– ¿Qué?

– Ya sabes, abrígate bien.

Y sonríe y se ruboriza y le quema el corazón por dentro aunque esté rodeada de lobos salvajes que hace nada se la querían comer, despedazarla a dentelladas corroídos por la vergüenza y el insulto.

– Y tú -responde tierna antes de que el señor comisario, que está literalmente amarillo desde que ha constatado que su mote es conocido por mucha más gente que sus subordinados, termine con la pantomima de esta patética conversación.

– ¿Señor Montero?

– Quería despedirme y recordarle una cosa: como usted o cualquiera de sus hombres cometa el más leve abuso de autoridad con ella, tomaré las medidas oportunas ante la Justicia. Se lo garantizo. Las leyes están para algo, a estas alturas debería saberlo.

– Por supuesto. Y póngame a los pies de su señora madre. Que tenga un buen día.

– Igualmente.

De la habitación se apodera un silencio oscuro, incómodo y cruel, y nadie se atreve a mirar a nadie, sus tres superiores con la cabeza baja, cada uno fingiendo estar en sus cosas y ocupados de esconderse de los ojos de Clara, que permanece con el rostro erguido a la espera de ser escrutada por quien se digne a contemplarla. Pero no lo hacen y la espera se hace eterna hasta que, cómo no, es ella la que se decide a rasgar el mutismo.

– ¿Podría alguien explicarme finalmente qué pasa?

– El Culebra -balbucea Bores.

– El Culebra -repite Santi con pesar en la voz- ha aparecido muerto delante de su chabola. Un chute final a la luz de la luna.