– Y ahora dígame, ¿ha averiguado algo? ¿Qué pretende de mí?
En realidad nada, quisiera decirle, sólo tocarle un poco las narices, hacerle perder la estudiada clase y teatralidad que demuestra allí por donde va, incendiar la imagen de falsa abnegación que se gasta y, una vez expuesta su verdadera naturaleza y sus miserias, tirar del hilo, a ver qué encuentro bajo esa careta. Lo único que hago, en cambio, es preguntarle qué pasaría con su situación si, a efectos legales, Julio tuviera más hijos que los reconocidos, si sospechaba que pudiera tener una relación con alguien más y si por un casual le suena el nombre de Olvido Ugalde.
Para mi absoluto desconcierto, he de reconocerlo, se desmorona como un castillo de arena ante una leve brisa y, entre hipidos y sollozos desaforados, muy en contradicción con el alarde de compostura que antes mostraba, lo desembucha todo: que su matrimonio era una farsa, que como pareja hacía años que habían perdido la ilusión y la pasión, que no quedaba nada más que la rutina de fingirse unidos ante las amistades, que la llegada de Esteban recién acabados sus estudios no fue más que el agravante y la situación tornó a peor a raíz de las broncas entre padre e hijo por cómo dirigir sus empresas y que, para qué negarlo ahora cuando todo ha perdido su sentido, Julio se veía con alguien. Pero, jura y perjura, ella nunca quiso averiguar con quién. Lo que sí sabía con certeza es que lo que más deseaba su marido en el mundo era otro hijo varón. No por cuestiones de reafirmación personal, orgullo de macho o futura herencia patrimonial, sino para corregir todos los errores cometidos con su primogénito: él estaba seguro de que había criado mal a su primer hijo, que sus rarezas y su frialdad no eran su auténtico carácter sino una pose que asumía para castigarlo, para hacerle sentir culpable por la muerte de su madre, para que se doliera tanto como él de que lo enviaran a internados en el extranjero en lo que creía un evidente intento de quitárselo de en medio. Sostenía que, de tanto fingir desprecio y hostilidad, había acabado por creérselo hasta convertirse en un niño amargado, un joven con cara de ángel que le martirizaba a cada rato. No se lo perdonaba, y cuando regresó a lo que nunca debió dejar de ser su hogar la ruina se instaló definitivamente entre ellos y su matrimonio se desmoronó por completo. Yo aguantaba como podía a base de pastillas y abrigos de visón -admite sin un asomo de culpabilidad que merece toda mi admiración-, y cada vez me iba venciendo más el miedo y la presión porque, por más que lo intentáramos, no lograba cumplir su más preciado deseo: no pude darle un varón, no le di la oportunidad de corregir su error, confiesa pretendiendo convencerme con su mirada húmeda, aunque sospecho, y tengo fundadas pruebas para hacerlo, que lo único que procuraba era asegurarse ese heredero que, como Esteban me reveló en su vileza, hubiera provocado el ansiado incremento en su parte de la herencia.
En cuanto deslizo en la conversación el tema monetario parece serenarse. Saca un pañuelito inmaculado de su bolso francés de tres mil euros y se enjuga con afectación las lagrimillas que, sí, soy una pérfida, no me han ablandado ni por un momento. De todas formas, agradezco que haya cesado el llanto. Me incomoda ver sollozar a una mujer empeñada en parecer digna a toda costa mientras contempla cómo sacan a la luz sus secretos de alcoba y, sobre todo, tanto llorar me hace perder el tiempo y dificulta mi interrogatorio obligándome a soportar pucheros absurdos e hipidos de niña boba. Parezco cruel, lo sé, pero qué se le va a hacer. Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo. Además, quedan temas por indagar, como cuál de mis tres preguntas la ha hecho llorar.
Estudio con detenimiento cómo se recompone y comprueba en un espejito si el rímel es tan bueno como la dependienta de aquella perfumería de lujo le garantizó, y llego a la conclusión de que no le preocupa su situación, porque la mancha de mora con otra verde se quita y bien que se ocupa de mantener un cuerpo de bandera de los que llaman la atención por la acera. No encontraría demasiada dificultad en convencer a otro pardillo de que le sufragase los caprichos, y hasta que éste llegue estoy absolutamente convencida de que se las arreglará más bien que mal con el pico que le habrán dejado y con los bienes de las niñas que, mientras no alcancen la mayoría de edad, seguirá disfrutando. En cuanto a si le jodería que a estas alturas apareciera un hijo secreto de su marido, la veo muy segura de que es del todo imposible porque ni por una fracción de segundo se ha planteado, desde el instante en que lo sugerí, que nadie más que ella pudiera haberlo conseguido. Por último, asume que Julio tuviera sus líos, pero me temo que lo considera algo esporádico, a salto de mata, con muchas a la vez o ninguna en especial, así que sólo me queda insistir aquí porque parece que, de todo lo que he citado, lo que más le ha dolido es oírme pronunciar el nombre de otra mujer.
– ¿Entonces no le suena que ninguna Olvido tuviera relaciones con su esposo? -suelto como quien no quiere la cosa y contemplo con toda mi sangre fría cómo le tiembla la mano al guardar sus útiles de belleza en el bolso.
Las lágrimas regresan a su rostro y reprime un gesto de fastidio al notar cómo vuelven a deslizarse por sus mejillas y constatar que el esmerado maquillaje, definitivamente, tiene los minutos contados. Cree recordar con vaguedad que hace muchísimo, tal vez siglos, coincidió con alguien con ese mismo nombre, una compañera de la escuela de modelos quizá, y me da tanta pena, ahora sí, comprender que lo suyo no es más que una cuestión de orgullo femenino herido, que procuro no derramar demasiada sangre mientras me molesto en hacerle entender que conozco en qué consistía en realidad su anterior oficio aunque, gajes de este trabajo, tengo que seguir atacando, y la presiono, la acorralo y le revelo que llevaba años con él, tres años viéndose todos los miércoles sin falta, follando a sus espaldas. Le digo que se trataba de una puta, una profesional del sexo duro que se embutía en prendas de látex y llevaba pelucas de fantasía, que blandía látigos y cadenas si se lo pedía, se lo cuento con las palabras más crudas que encuentro para hacerla reaccionar, soy macabra, no tengo compasión, soy una insensible sin corazón, pero una cosa puedo garantizar: Mónica Olegar sabía que le ponían los cuernos, pero no con quién, de otro modo ya me habría rajado la cara de oreja a oreja con esas uñas de pantera. Y descubrir que se lo hacía con Olvido, sólo con ella, nadie más, alguien de su edad con quien compartió un pasado furtivo, le duele más, mucho más, que si la hubieran engañado con una jovencita en edad de ingresar en la universidad y que derrochara una lozanía de la que ella misma en otra época presumió.
Ahora que le he sonsacado lo que me interesa, y aunque no me siento culpable por haberla exprimido, intento consolarla pasándole una mano por los hombros y me ofrezco a ir a por agua o cualquier bebida que controle sus hipidos. Me lo agradece. Los interrogados siempre se comportan así, en cuanto te muestras amable olvidan que hace apenas unos minutos los molías a palos vestidos de verdades para que te confesaran sus más escabrosas intimidades.
– Gracias, no hace falta, sólo necesito descansar un poco. Estoy muy nerviosa estos días, ¿sabe? La verdad es que llevo bastante en tensión -se confiesa-. Todos mis problemas comenzaron a principios de marzo.
La fecha provoca que una alarma con sirena y luces de colores se instale en mi cabeza: los problemas de Olvido también comenzaron ese mes, fue entonces cuando empezó a emitir cheques por un importe exorbitante.
– Mónica, ¿le están haciendo chantaje? -la asalto a bocajarro y, en una carambola increíble, la esquiva suerte por fin me sonríe y atino.
Su voz tartamudea un ¿cómo lo sabe? asustado y sorprendido. Le explico que a Olvido también la extorsionaban y que por desgracia ahora está muerta, igual que su esposo, y le meto el suficiente miedo en el cuerpo como para convencerla de que todo lo que tenga que contarme no sólo es necesario para la Policía, sino incluso para su propia seguridad y la de su prole.