Ni lo pretendo, yo lo que quiero es ir con ellos.
Pero no, tú no, Clara, y es lo de siempre, tanto uno como otro me lo prohíben tajantemente: sigue recabando pruebas en casa de León y déjanos esto a nosotros, que es cosa de hombres. No te arriesgues, no te impliques, no te mojes. Tú a tus cositas, a abrir cajones y buscar indicios con la pistola bien enfundada, que eso es lo que se te da mejor. Además, añaden, estás demasiado lejos para llegar a tiempo y el sospechoso te lleva demasiada ventaja, no podrías alcanzarle y es mejor no ponerle sobre aviso para que en la supuesta cita a solas con Reme le cojamos desprevenido.
– Sois unos cabrones -les grito-, tanto o más que Bores. Es la segunda vez en un día que me dejáis fuera. Yo he conseguido atar los cabos para dar con el presunto culpable de por lo menos un asesinato y ahora me sacáis del juego justo cuando toca detenerlo. No me esperaba esto, y menos de vosotros.
Y les cuelgo sin esperar excusas ni parabienes ni un no te pongas así, Clara, si es por tu bien. Y pensar que confiaba en Nacho, que hasta ayer defendí a París cuando su novia quería dejarlo… Al menos esta habitación está tan llena de cosas que si me esmero seguro que doy con algo más que le cargue de evidencias en contra, que le haga penar muchos años a la sombra, como El talento de Mr. Ripley, la novela de Patricia Highsmith que encontró en su librería y ahora sujeta con firmeza bajo el brazo. Antes de guardarla, por si acaso, la agita con delicadeza sobre la mesa, no vaya a ser que dentro esconda algo y, en efecto, de entre sus páginas sale volando un pedazo de papel con algún tipo de dibujo hecho a mano, aunque no se trata de la misma caligrafía que muestra en la dedicatoria. Rebusca entre las libretas desperdigadas por el cuarto, comprueba las carátulas manuscritas de las cintas de vídeo, las notas apresuradas que penden del corcho y, sin duda, es la letra de León.
El esquema consiste en un triángulo esbozado con precipitación y, en cada vértice, un nombre: Julio César Olegar, Santi y Vito. Los dos primeros están tachados y no hay que ser una lumbrera para percatarse de que falta un último blanco por eliminar. Pero aún hay más: en el interior del equilátero destacan tres monigotes mal dibujados, de cada uno salen flechas que apuntan selectivamente a dos de los vértices pero nunca a todos a la vez, de modo que cada objetivo es asaeteado por dos de los tres monigotes. Y yo me pregunto, ¿quiénes serán los ejecutores? Apuesto a que uno es el propietario de esta vivienda, ahora sólo me queda confirmar la identidad de sus compinches, aunque no hace falta elucubrar demasiado sobre quiénes pueden ser y a qué miembros del trío corresponderá borrar a Vito del firmamento.
Clara no se molesta ni en apagar el ordenador. Guarda el esquema, el libro y el expediente robado en sendas bolsas herméticas y sale disparada escaleras abajo. De pronto está clarísimo cuál es la verdadera cita de León y, lo que es peor, que mis compañeros y yo nos hemos equivocado.
La mansión de Vito, gigante, siniestra, no es que parezca vacía, es que lo está. Por primera vez no diviso a nadie junto a la verja. Los gorilas se han esfumado, igual se sumaron a la operación prodroga en el aeropuerto o tal vez hayan regresado a su selva, me da igual, lo que importa es que se han pirado. Como vengo a salvar una vida y a este trabajo hay que echarle arrestos, llamo al timbre con insistencia y descaro, pero nadie responde cuando muestro la placa ante la cámara de vídeo y grito mi nombre bien alto. Decido pasar al plan B, porque soy de las que tienen recursos y no se quedan paralizadas por la incertidumbre cuando menos falta hace. Retrocedo hacia mi coche, sé que aún deberían estar allí, en el maletero, olvidados como juguetes viejos que han perdido su interés, los planos del registro que Ramón me consiguió de su amigo, el pianista pelmazo. Conscientes de su importancia, nunca perdieron el convencimiento de que serían esenciales para el desenlace de esta historia y ahora parece que se burlen de mí. No me gustan los presuntuosos, así que los extiendo sin miramientos sobre el capó y con mi índice delineo el perímetro de la finca hasta dar con una puerta de servicio en la parte posterior, en teoría más accesible que el altísimo enrejado del acceso principal.
Rodeo el muro intentando no perder de vista las ventanas del piso superior y me siento, de pronto, como paseando por Sarajevo. La calle está vacía, parece que no haya un alma alrededor pero, como te confíes, en menos de lo que tardas en parpadear te acribilla un francotirador. Nada más doblar la esquina me enfrento a una enorme tapia completamente cubierta de hiedra espesa entreverada de madreselva. La supuesta entrada brilla por su ausencia y es ahora cuando me acuerdo del pianista y de su madre, pero también de mi abuelo enseñándome a trepar, explicándome por dónde atacar a un árbol, o a un muro, que es lo mismo llegado el caso, y cómo evitar a los bichos. Protégete bien, pequeña, se agarrarán a los pliegues de tu ropa, se meterán en tus bolsillos y se enredarán entre tu pelo, quieren que te despistes, que no atiendas a donde apoyas los pies. Me quito chaqueta y remango mi camisa, recojo el pelo en una coleta bien prieta y empiezo a tantear la pared: con mis dedos palpo bajo la espesura que recubre la piedra y siento cómo las hormigas comienzan a escalar por mis brazos y se pasean por mi piel, pero no lograrán hacerme desistir, me lleno las uñas de mugre y poco a poco avanzo a lo largo de esta barrera que estoy decidida a franquear. Hay partes húmedas y terrosas bajo las hojas, tijeretas odiosas como alacranes en miniatura deseosas de morder, avispas dispuestas a defender su territorio y, curiosamente, me dan más miedo sus picaduras que las balas que pudieran alcanzarme desde cualquier tejado. No te preocupes, pequeña, susurra otra vez la voz al oído, no existe nada en el mundo que te detenga.
Pero los troncos nudosos de la hiedra, esa red de marañas empeñadas en impedirme avanzar, resultan demasiado endebles para soportar mi peso y cada vez que intento ascender se quiebran sin piedad. Hay que cambiar de método, descender lo poco que he escalado y buscar con paciencia la puerta trasera que señalaban los planos. Tiene que estar bajo esta capa de verde, y empiezo a tantear a lo largo golpeando suavemente con los nudillos. Tras unos minutos interminables de sortear telarañas e insectos varios, percibo una diferencia al tacto. Esto no es piedra, suena a metálico. Acerco la cara como si pudiera percibir su aroma y de improviso una araña negra con rayas amarillas salta a mi mejilla, se pasea por mi oído y pretende anidar en mi cabello. Contengo un chillido y la aparto de un manotazo antes de que mis gritos revelen mi presencia a todo el vecindario, la pisoteo en el suelo con saña y un perro callejero pero de raza, un perro grande y dócil que ha crecido demasiado y que tal vez haya sido expulsado del paraíso de los chalets de lujo ahora que ya no es un tierno peluche, me mira con incredulidad y un punto de espanto. Pero no me desvío de mi misión y, con las manos desnudas, sabiendo dónde están sus bordes, arranco tiras de hiedra hasta romperme todas las uñas y perfilar el marco de la puerta. El olor de la madreselva recién cortada me envuelve y recuerdo a mi abuela advirtiéndome de que no me dejara embriagar por su perfume o no te casarás nunca, me río y hablo a nadie, a ella, porque su recuerdo me anima, a la pared que me agobia, a mi sombra, y les digo mírame ahora, aquí estoy, casada y más sola que la una, sin más compañía que un chucho abandonado, oliendo a chuchamel. Acto seguido se descubre ante mis ojos la típica portezuela olvidada de metal oxidado y con la pintura desconchada que da paso al vergel, una princesa dormida durante cien años que me espera sólo a mí, a nadie más que a mí. Como no estoy para disimulos, me felicito porque la parte de atrás de las mansiones den a pasajes desiertos y, comprobando que no hay nadie en derredor, le descerrajo un tiro que suena a cañonazo y entro precavida. Creo que si alguien quedaba durmiendo a estas horas ya se habrá despertado.