Tras el ábrete sésamo me precipito ante un jardín encantado, umbrío y siniestro, con desagradables sorpresas ocultas que asumo que me toparé porque no me queda más remedio que internarme en él. Me pongo la chaqueta de cualquier manera y avanzo con la pistola en alto. Recuerdo que Vito habló de sabuesos, no quisiera tener que dispararles, pero no dudaré un segundo en hacerlo. Me los imagino saltando sobre mí, dóbermans fieros como los de las películas de nazis acechándome a la vuelta de cada árbol, tras cada seto de rosas cultivadas con esmero. A mi derecha, un cobertizo que supongo para los aperos del jardinero, con dos ventanucos cuya vigilancia aviesa hace que no me cueste nada intuir a algún secuaz del jefe apuntándome agazapado a través de ellos. Sin embargo, aunque preferiría no pasar por delante y dar un rodeo no olvido que el reloj corre y, tarde o temprano, no me quedará otra que arriesgar, de modo que decido arrastrarme justo por debajo de sus postigos, fuera del ángulo de visión de los supuestos pistoleros que con probabilidad nunca se escondieron dentro y, resoplando, alcanzo un camino de baldosas amarillas que para mi desilusión no conducirá al mágico mundo de Oz sino a la mansión. Una bifurcación del sendero se dirige al coqueto cementerio de mascotas y deduzco que los únicos guardianes que ahora mismo se encuentran en esta finca son los que ahí descansan tranquilos. Mejor para mí, en contadas ocasiones he efectuado disparos de advertencia al aire pero jamás apunté a un objetivo en movimiento, reconozco mientras llego por fin a un muro del edificio y me apresuro ansiosa a poner mi espalda a cubierto. Intento contener mis jadeos y pensar rápido, sin perder un instante, por dónde demonios me colaré. La entrada principal estará cerrada a cal y canto y, además, no quiero seguir deambulando por el jardín, no tiene sentido que permanezca fuera, ofreciendo desde cualquier ángulo del piso superior una excelente visión de mi cabeza, cuando lo más seguro es que se hayan dejado abierta la ventana de la cocina, a sólo una decena de metros de mí, que es lo que siempre pasa por más obsesos de la seguridad que sean los dueños de la casa. Nunca entenderé esa lógica confusa predispuesta a creer que a los cacos no se les ocurrirá rodear la vivienda e intentarlo por la parte de atrás, casi siempre desprotegida, con una puerta que las más de las veces ni siquiera tiene un pestillo, con hermosas cristaleras que romper sin que nadie repare en ello o una gatera por la que cabría hasta el gordo de Papá Noel. Me río como una idiota sólo de pensarlo, será el nerviosismo, mientras con la pistola en una mano y la otra sobre el picaporte giro lentamente con sigilo y… voilà, pues no ha sido para tanto. Le imprimo un leve empujón para que se abra sola y me preparo junto al dintel, alzo el arma y uno, dos, tres, entro en tromba con el cañón por delante apuntando sin saber a qué.
Winston, creo que así se llamaba, moreno, pelo negro, algo escuchimizado, no puede ser otro más que el chófer latinoamericano del que me habló París, me mira aterrorizado con los ojos fuera de las órbitas y su cara demudada.
– ¿Dónde está tu jefe?, ¿dónde está Vito? -le grito.
– El… el… señor… no… no está -tartamudea.
– ¿Hay alguien más en la casa?
Con un dedo tembloroso que tarda una eternidad en levantar señala al piso de arriba. Le dejo sin decir nada más, creo que recuerdo el camino y la escalera enorme y pretenciosa, así que pasando olímpicamente del ascensor, por una cuestión elemental de precaución, asciendo con cautela hasta la última planta. Voy revisando una por una las habitaciones, abriendo puertas a patadas, contando hasta tres para entrar, cada vez con menos aire que inspirar, ya casi al borde del colapso. No doy con nadie hasta llegar a una de las últimas estancias, un dormitorio coqueto y de paredes rosadas. Sentada sobre la cama, con un pañuelo arrugado enjugando sus mejillas, Virtudes me mira como si llevara esperándome una vida.
A veces dos mujeres sin nada en común y en una situación extrema, sorprendentemente, se entienden bien. La bicha está inquieta y se le nota angustiada y, por qué no decirlo, yo también, pero ambas nos empeñamos en disimularlo. Quiero resolver este maldito caso y ella salvar a los suyos, si compartimos intereses comunes, ¿por qué no íbamos a terminar colaborando?
– Con razón parecías demasiado digna para ser puta -afirma en cuanto se recompone-. Pero tampoco me encajas como policía. Eres rara. No digo diferente, digo rara.
– No es la primera vez que me lo comentan -respondo más tranquila en cuanto compruebo que está sola en la habitación y no oculta ningún arma.
– ¿Te apetece un café? Puedo pedirle a Winston que nos lo suba.
– Preferiría, si no te importa, que me respondieras a algunas preguntas.
– Con café se contestan mejor, así tendremos algo que sujetar entre manos.
– Entonces que sea tila.
Está dispuesta a hablar, qué remedio. Las perdidas no dudan en tirarse al río, y menos si con tu pistola les apuntas entre pecho y pecho. Con todo, preveo que la conversación será razonablemente distendida: las dos somos mujeres de armas tomar empeñadas en demostrar que nadie nos amilana. De momento, en los previsibles instantes de silencio inicial, se limita a revolver con parsimonia su taza con una cucharilla que brilla ante mis ojos como una faca.
– Esa cubertería me suena.
– Es de plata, muy antigua, recuerdo de familia… -no deja entrever que le sorprende mi respuesta.
– El Culebra guardaba como oro en paño en su chabola una pieza igual, con las mismas iniciales, y tú estuviste en su entierro con Vito. Creo que es hora de que me expliques qué te une a ellos.
No quiere hacerlo, lo noto, pero no le queda otra. Toma aire, bebe un sorbito y, dando por sentado que sé que Olvido y el Culebra eran hermanos, me revela que era la madrina de ambos.
– Y Vito el padrino -añado. Me mira inquisitiva y me permito explicarle cómo llegué a esa conclusión y, de paso, que todo sería más fácil si dejara de minusvalorarme y, de una vez, entendiera que la Policía no es tan tonta como parece.
– Era lo normal en aquella época -añade por toda respuesta, sumida en sus recuerdos, como si no hubiera escuchado lo que acabo de decirle-. Si un hombre se desentendía de sus hijos, su familia tenía el deber moral de hacerse cargo. El padre de Olvido y Enrique siempre fue un chulo, un bandarra, y con la excusa de hacer un capital emigró a Sudamérica cuando, en realidad, huía de sus problemas, lo supe nada más enterarme de que no quiso reconocer a la niña, sólo le preocupaba su primogénito, a él sí le dio su apellido y hasta su nombre. Vito le acompañó igual que un perro faldero y al cabo de muchos años regresó solo. Desde entonces siempre se ha sentido en deuda, nunca ha dejado de criarlos como si fueran sus propios hijos. Eso es lo que nos ha jodido: estaban gafados.
– Sólo eran dos niños, ¿por qué esa inquina hacia ellos?
– Interferían en mi vida, molestaban, el mero hecho de que existieran frenaba a Vito, le debilitaba y yo tenía la cabeza en otras cosas.
– Como en Valentín, tu hijo.
– ¿Cómo lo has sabido? -salta.
Podría responderle que no es tan difícil llegar a esa conclusión, hay cosas que se notan, que saltan a la luz aunque no se digan, como la aversión de Vito por Malde, su «hombre para todo», y que a pesar de eso lo mantenga a su lado, lo que sólo podría obedecer a un motivo tan antiguo como el hambre: un vínculo familiar o, en otras palabras, enchufismo. Todo encaja, Virtudes entra y sale de esta mansión como si fuera su propia casa, dirige un tentáculo de sus negocios, la prostitución, y hace y deshace convencida de su influencia, sabedora de su valor. Además, esos ojos de loco son hereditarios.