Ante mi mutismo, la alcahueta se ofende.
– Tú no eres quién para juzgarme, no sabes lo que era nuestra vida entonces ni lo que significaba ser madre soltera. Pero al menos mi hijo tiene sus propios apellidos y gana lo que trabaja, no le debe a nadie ningún favor.
Se me ocurre que ahora es un momento perfecto para contestarle que sí, por supuesto, sólo por los méritos de su niño el mayor capo de esta ciudad tiene por asistente a un exterminador de galletas, pero creo que será mejor no insistir, así que sólo le respondo que nada está más lejos de mi ánimo.
– Sólo quiero averiguar por qué tu familia va dejando tantos cadáveres como rastro. Tu hijo está a punto de caer, la operación en la terminal de carga del aeropuerto no va a salir bien y ya no tienes nada que perder, al menos salva a uno de los hombres que te importan: dime, dónde está tu hermano.
Se cierra en banda aunque percibo que se muere por preguntarme cómo he averiguado esto también, pero me lo callo. Por qué voy a revelarle que al fin he comprendido que el origen de todo está en descifrar las claves del contestador de Olvido. Si Vito y Virtudes eran realmente su padrino y su madrina, ¿por qué no iba a ser cierto que Malde fuera su primo? Qué más da que sus apellidos no coincidan, ¿acaso no volvió Vito del extranjero con nuevos nombres para todos bajo el brazo? Cómo no lo vi antes. Esto es un negocio de familia y, como buenos mafiosos, la familia para esta gente está ante todo. Por delante de la vida, de las restantes personas, de la muerte.
– A Vitorio no se le puede molestar, yo misma me he encargado de que descanse lejos de aquí. No le queda mucho.
– Sólo quiero prevenirlo y hablar con él. Está en peligro y lo sabes -la bicha se aferra a su silencio, se obstina-. ¿Quién te crees que eres, la nueva cabeza de familia, la heredera del imperio? No te engañes, ya no hay nadie más por proteger, en breve los que te quedan estarán muertos o entre rejas.
– No me convencerás -sonríe serena-. No me sacarás ni un solo dato.
– ¿Cuándo vas a asumir que no soy tan estúpida como parezco? No te necesito. Winston me dará la dirección, nadie mejor que su chófer sabrá adónde condujo a su amo.
Así que toda esta mierda es por una herencia, reflexiona y maldice mientras conduce como una flecha con la sirena sobre su cabeza sonando, si cabe, tan histérica como ella. Todos están locos, como cabras, y golpea con impaciencia el volante porque acaba de tropezarse con un nuevo atasco en la ronda de circunvalación, ahora por lo menos debería aprovechar para llamar a Nacho y París con la intención de avisar hacia dónde se dirigirá y ordenar, expeditiva, que a pesar de que no queden apenas efectivos libres algún coche patrulla acuda a detener a Virtudes por, entre otras cosas, corrupción de menores, no en vano prostituye a la tierna Cielo y también lo intentó con una Reme de la que nunca sospechó que hubiera pasado de los diecisiete. Sé que ese arresto tendría que haberlo efectuado yo, se reconcome dejándose llevar por la culpabilidad, pero ahora no puedo perder el tiempo, cavila mientras insiste con el teléfono desesperada porque ninguno de esos dos se aviene a descolgar, a saber qué estarán haciendo, refunfuña, y en una de las paradas forzosas se dedica a buscar en el callejero el lugar donde se supone que Vito está internado: Clínica del Dr. Miramón, «Descanso, Salud y Atención», frente al parque de El Retiro, suite 217, lee en la tarjeta que el solícito Winston le facilitó. Qué fuerte, además de habitaciones corrientes tienen suites, hasta para morir vale la pena ser rico. Será una experiencia verlo, eso si consigo llegar por esta puta vía rápida que en absoluto hace justicia a su nombre.
Un trío de patos mecánicos posados sobre una fuente aletea sin cesar ante la puerta; lo hacen todo el año, de hecho, con la única excepción del invierno, cuando el engranaje de sus alas se congela, y Clara, al salir del coche y contemplar a los bichos autómatas y las paredes de ladrillo rojo del sanatorio y las ventanas enrejadas, no puede evitar estremecerse, porque ni el seto podado con esmero, ni el parterre de flores en el jardín, ni el gato tumbado a la bartola bajo el sol cálido pero no abrasador del otoño ni el amable cartel de bienvenida consiguen ocultar ese aire lúgubre que, precisamente por el maquillaje de apacibilidad, asusta aún más. Es la luz cegadora de esta hora de la sobremesa con su brillo demasiado afilado, es mi estómago vacío, la impaciencia del hambre que lo vuelve todo negro, intenta convencerse para no darse la vuelta y huir porque desengáñate, no vas a encontrar nada bueno ahí dentro.
La cara de Vitorio Grandal me acecha medio oculta por el embozo de la sábana y sé que para él taparse así no es un gesto de cobardía sino de coquetería. Al fin le puede más la educación que la rabia de no controlar su escena y decide fingir que todavía ostenta la corona, tanto al menos como dure mi visita. Se incorpora con la mayor dignidad que es capaz de reunir, me tiende su mano huesuda y agradece con un apretón tibio el detalle de venir a hacerle compañía.
– No vengo a visitarle -le aclaro-, sino a protegerle.
– ¿De qué? -ironiza-, ¿no le han dicho que me estoy muriendo?
– Sí, e imagino que le gustará hacerlo tranquilo en vez de que un disparo a traición le sorprenda en esta habitación.
– ¿Quién va a atreverse a venir a matarme aquí? -bromea.
– Hay mucho loco suelto, como su sobrino Malde, el único que le queda -hace un gesto de dolor al oírme, pero no me apiado, no lo suficiente-. No sé cómo no vi que esto no era más que una lucha sucesoria. ¿Por qué no le puso freno?
– Ordenar la supresión de alguien ajeno es desagradable aunque no difícil, pero ¿cómo mandar asesinar a quien lleva tu sangre? En las novelas parece sencillo, en el mundo real no lo es tanto. A la larga uno se cansa de tanta muerte.
– ¿Sabía que todo era una trampa, que la droga no es más que un señuelo para desviar la atención de la Policía, que el auténtico objetivo es dar un golpe de estado en su imperio?
– Algo imaginaba -admite-, pero me vendieron el plan demasiado bien como para rechazarlo. Malde no dejaba de repetirme que sería mi gran despedida, el adiós de un mito, y me dejé llevar por la codicia.
– ¿Y no le puso sobre aviso la muerte del Culebra? -le sugiero.
– La muerte de Quique me golpeó, pero no me sorprendió, si he de ser sincero. Antes, cuando conseguía desengancharse y mantenerse una temporada limpio, me ilusionaba pensando que sería mi sucesor. Era el líder perfecto, tenía carisma, talento, simpatía, le sobraba mala leche cuando quería y no se dejaba tentar por la ambición. Yo intentaba motivarlo, era muy presumido, de modo que le regalaba mis trajes casi nuevos y le decía que, si llegaba a convertirse en mi ayudante, vestiría así el resto de sus días. Pero estaba demasiado enganchado. Por eso, cuando lo encontraron, con una jeringuilla clavada en el antebrazo, no me costó aceptar que había recaído. Sabía que ocurriría tarde o temprano.
»Pero cuando intenté localizar a Olvido para comunicarle el hallazgo del cuerpo de su hermano y vi que no aparecía por ningún lado, la cosa empezó a preocuparme. En un mensaje suyo que por fortuna nadie pudo filtrar decía que tenía algo importante que contarme, le habían llegado indicios de que me querían liquidar pero no podría impedirlo porque antes existía una prioridad para ella, una persona esencial en su vida a la que salvar. Aún hoy sigo sin entenderlo. Su único hermano acababa de morir, ¿a quién podría referirse? Cuando me describieron cómo la habían encontrado en su casa, colgada así, desmadejada, mi vida dejó de tener sentido, no sé cómo pude mantener la calma cuando usted vino a verme aquella mañana, sin el apoyo de mi sobrino hubiera sido imposible. Más tarde comprendí que su ayuda era igual de falsa que él. Es una serpiente, como su madre, con sus mismos ojos fríos de loco. Sin embargo en aquel momento me sentía débil, viejo, y accedí a ponerlo todo en sus manos porque parecía cambiado, ya no era ese niño mimado de gustos peligrosos e, insólitamente, alentaba mi empeño de esclarecer aquella muerte. Se informó, indagó entre sus soplones y me habló del empresario, uno de los mejores clientes de Olvido: sólo podía haber sido él, se había encoñado y la quería en exclusiva, a lo que ella se habría negado. Debíamos vengarla, sin piedad, sin compasión. Me juró que se encargaría él mismo. Y acepté. Por eso aquella mañana, en mi pequeño cementerio de animales, le revelé que el tema ya estaba zanjado, ¿recuerda?