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Por qué no lo advertí hasta llegar a casa de León, se reprende Clara: los tres, tan diferentes, tenían la misma ambición, hacerse con el poder en sus respectivos «sectores». Su plan era perfecto, nadie podría relacionarlos, en teoría no poseen nada en común, no se les ha visto juntos jamás ni se presume la clave para descifrar su coalición. Cada uno busca ser el amo de su imperio: el del crimen, el empresarial y el de la Ley, este último en su vertiente corrupta ya que a los dos primeros la podredumbre se les presupone. Valentín Malde, Esteban Olegar y León Cortés, tres alimañas cansadas de esperar a que llegara su turno y que actuaron de dos en dos, como peones conjurados para cubrirse las espaldas con perfectas coartadas previstas para que quedase libre el beneficiado directo en el momento en que su rey cayera asesinado. Sea quien fuere el miembro de la terna que lo haya ideado, se trata de un crimen perfecto a tres bandas en el que todos salen ganando. Lástima que se les esté yendo al carajo.

El procedimiento no puede ser más simple, más claro, más geniaclass="underline" León y Cara de Gato se encargaron de Julio César Olegar mientras Esteban permanecía en el domicilio familiar haciéndose pasar por el hijo bueno que juega con sus hermanas. Éste y Cara de Gato fueron a por Santi en lo profundo del monte de El Pardo la noche en que León, que extrañamente se presentó voluntario a una guardia para despistar, pasaba las horas con Nacho, mi Nacho, que ahora sé que no me mintió. Y ante mí observo a Vito que, sabiéndose sentenciado, reposa con la dignidad de una alimaña en espera de la llegada de la parca.

No es difícil imaginar a quién tendré que enfrentarme cuando venga a cobrarse esta última pieza que yace moribunda sobre una cama. La coartada de Cara de Gato para hoy es arriesgada y hasta ilegal, pero a efectos judiciales nadie podrá negar que se encontraba descargando la mercancía en su almacén particular mientras sus dos compinches de tablero le proporcionan a don Vitorio Grandal billete para el eterno descanso. Teniendo en cuenta el negocio al que pertenece, compuesto de mimbres donde la lealtad y el honor son parte fundamental del cesto, es un pretexto inmejorable. Qué mejor alegato ante sus hombres confesar que la mañana en que al padrino lo mandaron al otro barrio él supervisaba un golpe en el que le ordenaron estar al mando.

Para mi sorpresa, el anciano interrumpe mis reflexiones desatando las suyas en alto:

– De mí se va a encargar Valentín, lo sé. Que usted haya llegado hasta aquí quiere decir que la operación ha fracasado. El niño pijo y el madero corrupto son dos ratas preocupadas por salvar su pellejo, seguro que ahora mismo están intentando huir de la ciudad. En cambio mi sobrino es inepto y sanguinario. Le gusta acabar lo que empieza, insistirá en venir a por mí. Es algo personal.

– Ya veremos.

– Lo que no consigo entender es cómo averiguaron ustedes que la operación se efectuaría hoy. Sabíamos que hacían guardia día y noche camuflados ante la verja, pero gracias al inhibidor no podían escuchar nuestras comunicaciones. Estábamos convencidos de que saldríamos escalonadamente delante de sus narices sin que se percataran de adónde nos dirigíamos. Dígame, cómo lo hicieron.

– Cuando algún coche salía de la mansión lo seguíamos con equipos portátiles de escucha por satélite, claro que eso no lo sabían sus ocupantes. Sus hombres largaban por el móvil sin ninguna precaución, jamás sospecharon que a menos de un centenar de metros nos enterábamos de todo.

– Qué desastre, ya no quedan profesionales, tendré que restregarle en la cara a mi sobrino lo inútil que es cuando venga a saldar cuentas.

– ¿Todavía sigue obcecado en que será él a pesar de que a estas horas ya le estarán leyendo sus derechos camino de comisaría? -pero, con todo, Clara se levanta del sillón que ocupaba frente a la cama y prepara sus dos pistolas, la habitual de la sobaquera y la que, desde que esto se complicó, no se despega de su tobillo. Busca con la mirada un buen escondrijo y descarta el baño, es el primer sitio al que suelen entrar las enfermeras para limpiar la cufia y tras la cortina me sentiría bastante ridícula e imprudente. Mejor el armario, resuelve, y con cautela se introduce en su interior dejando la puerta entreabierta para no quitarle ojo, pálido pero sereno, a Vito. Me da igual quién de los otros dos venga. Estaban Olegar o León si es que Nacho y París no han sido capaces de detenerlo. No me pillarán en bragas, al viejo no se lo va a cargar nadie en esta habitación conmigo dentro.

No sé cuánto avanza el minutero, un cuarto, media hora, una semana, un siglo, las piernas empiezan a dormírseme, oigo continuos pasos en el pasillo, risas de niños, broncas de adultos que discuten por antiguos roces familiares y ramos de flores envueltos en celofán que tiemblan ruidosos cuando los estrujan. De vez en cuando Vito mira al armario de soslayo y percibo que piensa que soy muy poca cosa para enfrentarme a tanto, pero qué voy a explicarle, ¿que mis compañeros creen que la víctima será otra persona y que no saben siquiera que estoy aquí porque no he podido localizarlos y, aunque lo hiciera, pensarían que mis teorías son puras quimeras?

Repentinamente, alguien entra en la habitación. Intento atisbar quién es, pero sólo distingo el blanco de una bata que me ofrece su espalda y los lazos de la mascarilla anudados en su cogote. El hombre se planta frente al enfermo y lo observa con detenimiento. El viejo no hace nada, sus ojos brillan de un modo especial pero pueden ser mil cosas las que lo provoquen, como que esté cagado de miedo ante la inyección que le van a clavar o, quizá, le divierta la situación ahora que no le importa morir. Me cuestiono de pronto, en un rapto de lucidez, cómo es que un doctor que sólo pretende visitar a un paciente lleva mascarilla fuera del quirófano, y entonces suena el típico ruido intempestivo, el de una tablilla de madera que cruje bajo mis pies. En una fracción de segundo el embozado se gira y se coloca frente al armario y, en ese breve lapso, sólo consigo abrir la puerta de un puntapié para, con mi pistola, situarle en mi punto de mira mientras me doy cuenta de que estoy gritando que soy policía, que se quede quieto, que levante las manos de una maldita vez.

Las cosas están así: estoy apuntándole, y él a mí también.

Sin embargo no es eso lo que más me molesta, sino el comprender que me he vuelto a equivocar en mis pronósticos mientras veo cómo baja su mascarilla, sus labios sonríen y refulgen sus ojos de gato.

– Subinspectora Deza, ¿qué hace en ese armario? La creía al rescate de la pobre Reme, no fuera que la estuvieran cortando en pedacitos -se burla.

– Allí se bastan sin mí. Por cierto -me finjo distendida, pero no dejo de controlar sus movimientos-, ¿cómo escapaste del cerco policial?

– Cuando León llamó para contarme que le habías descubierto comprendí que el barco se hundía, así que me metí en el aseo del aeropuerto, donde esperaba uno de mis hombres por si algo se torcía, y nos cambiamos de ropa. Siempre hay que tener prevista una fuga, por si acaso. Lo aprendí en una película.

– Chico listo. ¿Y tus dos compañeros? -Cara de Gato reprime un gesto de fastidio, en su mirada vislumbro el brillo de su desdén.

– Esos cobardes se han rajado, se negaron a continuar al ver que el plan fracasaba. Uno ya estará aterrizando con su avión privado en algún país lleno de mulatas gracias a que su última llamadita le puso en alerta, muy amable por su parte -me recrimina con un deje de rencor-. Y León, ese traidor, cuando supo que habías entrado en su guarida empezó a lloriquear como un niño: que si sabía lo que le hacen a los policías que van a prisión, que preferiría estar muerto a acabar violado en un calabozo… Lo último que dijo antes de colgar fue que no podía arriesgarme más. Seguro que ahora estará haciendo cola para comprar un billete de autocar, ése es roñoso hasta para escapar.