Y los mira con los ojos azules y saltones buscando comprensión, o apoyo, o ese incierto empuje que ni su madre ni sus «viejas amigas» le conceden, ese tipo de asentimiento tácito y firme que los otros machos le dan a uno cuando creen que está haciendo las cosas bien, como dios manda.
– Por mí vale -dice Nacho, el primero en hablar-. Cuando quieras cambiar un día conmigo, me tienes a tu disposición.
– Bueno -interviene Santi, que desenreda con parsimonia la cinta que Javier ha tirado, como una madre que termina el puzzle que su hijo ha dejado por imposible, para que después la llame tonta-, haz los turnos que te dé la gana, pero ojo con pasarte y no rendirme luego, que esto no es una frutería. Aquí hay que estar al loro. ¿Clarito? -y mira al Bebé con ojos entrecerrados, como si fuera Clint Eastwood ante un duelo con el malo.
– Sí, señor -responde marcial el chico.
– No me jodas, carajo, qué señor ni qué niño muerto. Soy Santi, ¿vale?
– Sí, Santi -y el tono suena igualmente marcial.
Éste mueve la cabeza y refunfuña por lo bajo que está rodeado de chavalillos sin experiencia ni entendederas ni dos dedos de frente y a ver qué va a hacer como le sigan mandando incompetentes. Hostias.
– Y ahora a moverse -ordena fastidiado y en alto, muy alto para que todos le oigan y sepan que ya está bien de tanta cháchara-, que a este paso ese de ahí va a empezar a olernos en la cara.
Y lo miran, el Culebra tendido en el suelo, macarra de ceñido pantalón estrangulado por su propio anhelo, pandillero tatuado y suburbial con los brazos decorados en garabatos de azul y una jeringuilla colgando como un abalorio, como un tatuaje más, hijo de la marginación y el chute, primo hermano de la noche cerrada y la necesidad, admirador de púgiles vencidos y perdidos, motorista de caballos desvencijados, guapito de cara con los dientes corrompidos y las venas corruptas, morador de barrios donde el carmín sustituye a la sangre. Qué queda de ti, le dice Clara en silencio, quién heredará tus botas de viejo boxeador, quién tu chupa, cuál de tus camaradas el colgante del cuello y la santa medalla de oro de tu santa madre, la que te iba a proteger siempre.
Y por qué llamaste. ¿Estás ahí? Qué querías decirme. Qué querías de mí.
Como en un sueño absurdo, de repente se da cuenta de que todos a su alrededor se mueven menos ella y él, que no se puede mover, claro, qué tonterías pienso, y cada uno se ha puesto a hacer algo, como se supone que debe hacerse en el lugar donde aconteció un hecho tan terrible como tu muerte, Culebra, mientras yo sigo aquí parada fijándome embobada en tus manos hinchadas pero limpias, las uñas de chulo brillantes y sin roña, el lustre de tus botas, tan cuidadas, que dejaba como nuevas tu tío el limpiabotas cuando ibas a visitarlo a su curro, a la entrada de aquel cine de la Gran Vía reconvertido en gran almacén, y la puerta de tu chabola entreabierta al fondo, tan tentadora, tras de ti…
Pero no. Al fondo, desde detrás de la loma donde la inaudita pareja de dama y mimo todavía solloza, llegan brillando luces descaradas que anuncian la aparición de un furgón gris oscuro. La muerte oficial ha arribado aunque de él desciendan dos mujeres no fúnebres ni siniestras que se aproximan sonrientes.
– ¿Qué haces mirando al muerto? -pregunta la mayor, de su cuello pende una identificación que, como médico forense, la autoriza a acceder a la zona precintada.
– Pienso.
– ¿Y no tienes nada mejor que contemplar mientras tanto?
– Pienso en él.
– ¿Conocido?
– Sí.
– Vaya compañías. ¿Tengo que darte el pésame?
– Deberías.
– Entonces lo siento -y se pone seria al decirlo.
– Yo también -interviene la más joven, que abre sobre el suelo su maletín y empieza a sacar, laboriosa, pinceles, escobillas y frascos.
– Vaya, Zafrilla, ¿cómo es que has venido? -pregunta Clara intentando cambiar su tono y parecer más natural, no tan afectada, dejándose llevar por sus gestos eficientes, medidos y profesionales, por el ansia de leer las etiquetas de los mil frascos, escudriñando con afán desmesurado los irisados colores de su contenido hasta por fin poder abandonar el regusto amargo de sus pensamientos.
– Alguien tiene que sacar las huellas -responde Zafrilla con un aire resignado en su cara de muñeca antigua al tiempo que se aparta con el antebrazo la media melena negra que le cae sobre el rostro-:, el trabajo de campo no me gusta mucho que digamos, pero si hay que salir, pues se sale. Al fin y al cabo para eso estamos, para recoger vuestra basura y sacar de ella alguna conclusión que podáis echaros a la boca, total, como…
– … alguien tiene que hacerlo -Dolores, la forense, acaba la frase con retintín.
– Eso. Y sobre todo porque después de lo visto ya no podemos fiarnos de los que tendrían que aparecer y no lo hacen, como León.
– ¿Qué pasa con él? -pregunta Clara.
– ¿Que qué pasa? -Zafrilla se rebota y Clara capta por el rabillo del ojo una mirada de reproche de Dolores en plan «la has cagado» ante la cual se encoge de hombros en un gesto de disculpa-, pues que lleva casi un año haciendo cursillos de esos de dos por uno que paga el ministerio para ahorrarse personal y que, en teoría, crearían polis híbridos, como de película, que saben tomar una denuncia y al mismo tiempo psicoanalizar a la violada, que lo mismo le dan al kárate que sacan a mear a los perros antidroga, que son ases de la informática y tiradores de precisión que descifran códigos secretos…
– Veo que no te seduce la idea -la interrumpe Clara.
– Una gilipollez. Como si fueran a formar cuerpos de élite con cuatro clases de nada, menuda utopía. Y al final qué consiguen, una panda de chapuceros que piensan que son la leche cuando no tienen ni idea, y encima hay que soportarles los humos y aguantar que se equiparen a ti y que pretendan darte lecciones. Como tu León, un mamonazo que con un par de seminarios y a base de lamerle el culo a Carahuevo ha conseguido hacerle creer que es «experto en indagaciones científicas» y le ha convencido de que ya no somos necesarios, porque para recoger pruebas se sobra él, el gran rastreador, con su lupa y sus bolsitas. Pero mira, hoy que aparece un muerto y en tu comisaría hace falta alguien que pringue y se venga al descampado a arrastrarse pinzas en mano, entonces hoy se acuerda de que a quien se debe realmente es a su grupo, a los Judiciales, y tiene que vigilar un chalet o no sé qué de un búnker de un mafioso y al final la pringada de la Científica, que soy yo, es la que acaba por el suelo con el pantalón sucio. Y todo por qué, porque está cagado, no sabe ni por dónde empezar.
– Es un imbécil. En comisaría nadie lo puede ver -afirma Clara.
– Pero jode igual, y mucho. Y conste que he venido porque soy una buena persona -puntualiza Zafrilla-, que mucho presumir y mucho prescindir de «ayudas externas» pero, a la hora de la verdad, como de costumbre, la que le hará la manicura a vuestro muerto será una servidora de ustedes.
– Qué mentirosa -le reprocha Dolores con la voz acusadora del confesor insobornable incapaz de reconciliarse con los pecados ajenos-, si te morías por salir del laboratorio, tiempo te ha faltado para coger el maletín y venir pitando y cuando llegué a tu puerta ya estabas plantada con cara de llevar media hora esperando.