Ahora entiendo el porqué del mote de «Poli Malo» a Carahuevo, cómo apreciarlo después de que se negara a proteger a su hijo, y mientras anoto el dato en mi memoria escucho cómo Cara de Gato confiesa que pronto decidió añadir a sus ingresos nuevos objetivos. Si una puta paga, expone con su lógica aplastante, también lo hará el resto, así que busqué en los antiguos catálogos de las chicas de mi madre a ver si alguna se había convertido en famosa y me encontré con el careto de Mónica Olegar. Por supuesto también apoquinó, todas lo hacen, pero luego pensé que el beneficio podría ser mucho mayor si en vez de intimidarla a ella chantajeaba directamente al marido, que no querría sufrir la vergüenza de ver a su mujercita, madre de tres muñecas rubias, arrastrada por el barro en las revistas del corazón, sería fatal para la imagen de sus negocios.
Pero la mala o la buena suerte, según se mire, hizo que en aquella ocasión descolgara el teléfono otro Olegar, Esteban, que sumamente interesado por la revelación del pasado de su madrastra y por la sangre fría que desprendía su interlocutor se avino a entregarle personalmente «el sobre» sin comentar nada a su familia. Fue, si se puede llamar así, un flechazo. Según me revela Malde ufano, el heredero llevaba desde su regreso buscando quitarse a su padre de en medio para dirigir las empresas a su manera, de modo que apenas unos días después de su primer encuentro no lo dudó un instante y le ofreció la posibilidad de aliarse, intercambiar objetivos y conseguir cada cual su propio deseo: tú te cargas a mi padre y yo elimino a tu tío sin que nadie sospeche de nuestro trato perverso.
– Parecía fácil, pero no queríamos dejar cabos sueltos, ¿por qué no buscar a alguien que nos diese cobertura por si algo salía mal? Y, ya puestos, ¿qué mejor que un topo en la Policía? Tendríamos las espaldas cubiertas desde dentro.
»No tardamos demasiado en dar con uno. No es tan complicado como parece, mientras existan polis con hipotecas siempre habrá alguno que se pase al lado oscuro. Preguntando aquí y allá me hablaron de un tipo raro llamado León. El pavo estaba muy tocado del ala, le había metido una paliza tremenda a una de las putillas de mi madre sólo por gusto y a poco más se la carga. Para taparlo tuvo que empezar a hacer la vista gorda con nuestros asuntos, pero como es un pesetero aceptó coger mordidas cada vez mayores y acabó dándonos el aviso de por dónde iban los tiros siempre que la pasma intentaba algún movimiento. ¿A que sí, tío? -y mira a Vito para que confirme sus palabras.
Yo, anonadada y aunque sé que no debo, aparto la mirada de su pistola para comprobar que el viejo cabecea en señal afirmativa. León era el soplón, el madero que el Culebra sabía comprado, el que hizo desaparecer el expediente y la manta del coche de Santi que tanto buscamos.
– Pero ¿por qué matar a tus primos y a la farmacéutica? -insisto.
– Ay, Clarita, que pareces tonta, ¿no te das cuenta? El capullo del Culebra debió de oír algo por ahí, estoy seguro de que espiaba mis conversaciones telefónicas y averiguó que yo le sacaba el dinero a Olvido, por lo que no iba a tardar nada en hablar. No me mires así, no soy un monstruo -exclama al captar mi expresión de asombro y horror.
»Para quitárnoslo de en medio, por lo que pudiera largar, empezamos simulando un chute mortal que León y Esteban le obligaron a meterse a punta de pistola, y tras él vinieron los demás. ¿A que no sabes lo mejor, tío? -se jacta sin disimulo-: ¡Que quería limpiarse! ¡Enriquito decía que ahora iba en serio, que quería volver a estar limpio! Pero el muy capullo puso a su hermana sobre aviso antes de palmarla y, claro, a partir de ahí no nos quedó más remedio que ir actuando sobre la marcha. Ésta y la farmacéutica tuvieron que caer en aras del beneficio final, pero tu amigo, el poli de barba, siempre fue un objetivo principal. León lo tenía atravesado, decía que no paraba de vigilarle, que lo tenía en el cogote a todas horas. Para colmo, nos enteramos de que también era amigo de mi prima, y eso ya era demasiado riesgo. Qué te voy a contar, con ella nos lo pasamos «de muerte», fue una juerga. Ya sabes que yo soy muy psicópata.
Con todo, no dejaron de tomar precauciones, se podría decir que conciliaron deber y placer sin perder la cabeza. En el asesinato del Culebra, que era mucho más inteligente de lo que ya de por sí parecía, comprendo de golpe, un auténtico superviviente que nos dio el soplo aquel lunes de la gran operación de Vito para ponernos sobre aviso no ya sobre la droga sino para proteger de Malde a su propio tío, su primo no intervino y, en el caso de Santi y su querida, fue León quien se abstuvo, aunque tanto Cara de Gato como Esteban lo pasaron en grande: los pillaron después de hacerlo y, mientras a él lo encañonaban, amordazado con su propio pañuelo, a ella la violaron por turnos sobre la manta y con preservativo, que siempre hay que ir con cuidado con tanto forense suelto, luego los metieron en el coche, taponaron el tubo de escape y les estuvieron apuntando junto a las ventanillas hasta que perdieron el conocimiento. Para terminar de divertirse, montaron la escena de bajarles la ropa interior y mostrar sus intimidades. No hace falta que me cuente más, conozco el resto.
La escena en casa de Olvido, en cambio, fue multitudinaria. Ninguno de los tres quiso perderse esta fiesta que en un principio no estaba programada. Lo de la lámpara y el corsé fue cosa de León -como había supuesto- que sólo quería mirar, no tocar, con eso se daba por satisfecho, de ahí que no encontráramos sus huellas. Lo de las palomitas corrió a cargo del demente aquí presente, fanático del cine hasta el paroxismo, y la idea de ahorcarla después de hacerle suplicar perdón se le ocurrió a Esteban. Se sentía especialmente rabioso con ella, le reventaba que la relación con su padre durara tanto. Cualquier psicólogo le habría diagnosticado un problema evidente de celos, de complejo de Edipo o de inferioridad. En todo caso, un cuadro mental de espanto.
Dónde estarán París y Nacho, por qué no me han devuelto mi llamada de hace ya tanto. El sermón de Cara de Gato está llegando a su fin, ha tenido su momento de gloria y no le queda nada más por soltar. Como buen desequilibrado de telefilme de sobremesa me ha desvelado a brochazos su obra maestra, pero se le acaban los argumentos, lleva demasiado rato hablando, tiene que pasar a la acción, alcanzar lo que toda su vida ha ansiado, asesinar a Vito y, de paso, matarme a mí, una pájara en caída colateral aunque para eso gaste otro disparo.
Debo reaccionar antes que él. He de conseguir que se despiste. Creo que sé cómo hacerlo.
– Me has decepcionado, Valentín -le escupo, y procuro que no se note que estoy cagada de miedo-. Vaya birria de plan, vaya tres chapuceros.
– Pero ¿qué dices? Acabo de darte una clase magistral. Tendrías que tomar apuntes. Os he hecho bailar a todos como a tontos.
– ¿De verdad? Pues creo que se te olvida algo importante: el hijo de Olvido.
– ¿Qué pasa con el niño?
– Que es de Julio César Olegar. Menudos inútiles de mierda estáis hechos, Esteban y tú queríais heredarlo todo y al final va a ser el chaval quien se quede vuestros imperios sin mover un dedo.
– No te creo, mientes, es una trola que te has inventado.
La mano que sostiene el arma empieza a temblar, se le nublan los ojos y sé que es la furia, la rabia de sentirse engañado, de saber quizá que nada de esto ha servido más que para soñar con el poder, para pasárselo bien a ratos jugando a los asesinos y para dejar tras de sí un buen rastro de cadáveres. Suda, se seca la frente con la manga de la camisa y aprieta con fuerza la culata porque se niega a aceptar la realidad, porque no quiere dar crédito a lo que está oyendo, y yo comprendo que es mi turno, debo aprovechar su vacilación y disparar primero, pero este asqueroso armario no deja de crujir a cada movimiento y Cara de Gato oye el tenue ruido que hago mientras posiciono con fuerza los pies. Reacciona con rapidez, tiene buenos reflejos, los de una rata entrenada para salvar continuamente su pellejo. Apenas una décima de segundo antes de mi disparo, un disparo que no podía fallar porque lo tengo sólo a un par de metros, empuja de una patada la puerta contra mí y el golpe me obliga a desviar el tiro, que acaba con la bala incrustada en pleno techo. El porrazo me deja un poco aturdida y, cuando logro incorporarme, ha huido de la habitación.