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– Al final quedé con la secretaria del juzgado -se declara avergonzado. Estás tonto, quisiera decirle. Es más, le gustaría poder levantar el brazo y darle una colleja bien merecida, pero le costaría demasiado y además, según su última epifanía, quién es ella para juzgar a nadie. Tal vez, abrumado por el silencio, incómodo porque le aterroriza que la pueda estar palmando, París continúa hablando-. Pero no pasó nada. Me rajé. No puedo hacerle eso a Reme.

Estupendo, dilucido, tanta sospecha para nada, estos dos incólumes redescubriendo su amor y yo en el suelo como un colador y maldiciendo mi suerte. Como no me cuente pronto algo que no sea más jugoso voy a acabar prefiriendo perder el conocimiento.

– ¿De quién más sospechabas en comisaría? -pregunta inesperadamente.

– Por momentos se me pasó por la cabeza Javier el Bebé -le confieso casi sin voz-. Ese arañazo en la mejilla y su ausencia durante dos días, incluido el fumarse una guardia, era para escamarse con fundamento.

– Te voy a contar algo -se ríe ahora y se acerca más a mí-: hoy vino con nosotros al asalto, supongo que querría hacer puntos y demostrar que está implicado en su trabajo, pero como tampoco terminamos de fiarnos Bores me encargó que lo tuviera controlado. Sé lo que piensas, que a un agente que le han abierto expediente no deberíamos haberlo llevado, pero mira, hacían falta efectivos y ni siquiera a un impresentable como ése se le hacen ascos. En fin, mientras esperábamos para detenerlos, durante esos minutos que pesan como losas, mucho más a los novatos, y te entra esa neura de que vas a morir con la cabeza llena de culpa, el corazón cargado y el calzón cagado, me contó que su desaparición se debió a uno de sus líos de faldas. Al parecer, esa «amiga especial» que tenía lo pilló en la cama con su compañera de piso, una de las universitarias de las que tanto renegaba, y del cabreo le hizo un siete en la cara con las garras y entre todas lo echaron del apartamento a patadas. Luego, como no quería volver a casa de su madre, se buscó una pensión y en los bares en el Centro se hinchó a beber como un cosaco para ahuyentar las penas. Dos días con sus noches le duró la mona en la habitación, sin coger el móvil, sin dar señales de vida y, por supuesto, sin aparecer por comisaría.

Ahora es cuando meto el puñetazo en la mesa y lo mando a la mierda, no a París sino al otro, al Bebé y a todos, a los colegas ineptos que te hacen sospechar y sentirte culpable en vez de ofrecer una inocua explicación, a las vueltas que me obligaron a dar para resolver un maldito caso que sí, tenía su miga, pero tampoco hubiera sido tanto si las mentiras, la ocultación de pruebas, la inmadurez, no se inmiscuyeran en nuestra investigación, a los recuerdos del Culebra y Olvido, de Santi, ese bromista triste que aflora ahora junto a ellos nítido en mi retina y me sonríe, y todos me saludan y de pronto sus caras se emborronan. ¿Es éste vuestro agradecimiento?, ¿yo aquí tirada y sólo se os ocurre saludarme como si tal cosa, no hay ningún otro premio para mí que no me puedo mirar al espejo desde que le he mentido a tus hijas, que me la he jugado por darle sentido a vuestra muerte, por ir más allá, por encontrar a todos los clientes de tu absurdo listado menos a ese «Enfermo de Amor» que seguro que habrá pasado a mi lado sin revelarme su condición, por pringarme las manos en la basura de tu chabola a pesar del asco, a pesar del olor, por lloraros como se debe y preocuparme de que al menos tuviera una resolución medianamente creíble el final que os consumió? Pero ni mesa ni puñetazo ni recuerdos ni la madre que los parió, tendría que darme la vuelta y desahogarme en el árbol que me apoya pero no encuentro la postura ni la fuerza ni la ocasión, sólo las ganas de cantarles cuatro cosas a los testigos de mi triste destino, a los responsables de mi condena o mi bendición, aunque antes de poder pensar nada coherente se me cierran los ojos lentamente y siento que esto se acaba. Hasta la vista, kaputt, adiós.

*

– ¿Clara? ¡Clara!

Parece que me he dormido, barrunto entre brumas y la pesada confusión que me impone el sueño. Algo se balancea y descubro que se trata de mis piernas al ritmo de los pasos de alguien que no soy yo. Siento calor, la ropa se me pega al cuerpo y me agobio porque todo se agita demasiado. Es París, comprendo de golpe, que me lleva en brazos y suda contra mí o incluso puede que llore, que reclama mi atención al borde de la histeria porque he perdido el conocimiento, cruzando senderos y charcos por entre los árboles, resbalando sobre las hojas mojadas caídas hasta la clínica del doctor Miramón otra vez, de vuelta, pero ahora no a visitar a ningún enfermo sino a que me arreglen a mí, a que me curen y llenen de estopa el agujero de mi pecho.

– Cálmate un poco -le pido-. Tanto traqueteo no es bueno. Duele más.

– ¿Y qué hago, Clara? -responde desesperado-, ¿dejar que te desangres bajo el árbol?

– Creo que hubiera sido mejor quedarnos quietos -insisto.

– Y qué le digo a tu marido. ¿Que os dejé morir? No seas irresponsable. No tendrías que pensar sólo en ti.

– ¿Se puede saber por qué me hablas en plural…?

– Ni siquiera en este momento vas a confesármelo -suspira-. Sé que llevas un niño dentro, siempre lo he sabido.

– ¿Niño?, ¿qué niño? -jadea y toma aire, muy poco, el suficiente para chillarle-. Pero ¿qué demonios estás diciendo?

París se muestra confundido y, tal vez por la sorpresa, sin darse cuenta, sin querer, sus manos grandes y blancas la aprietan más contra él, la exprimen como a una fruta, la aferran mientras tartamudea su explicación.

– Ya sabes, Clara, todo eso de pedir cita al ginecólogo y hacerte una ecografía. No te enfades, te oí hablar por teléfono y terminé atando cabos.

– No puede ser, no puede ser…

– ¿Te duele mucho?

– No es eso, es que no puedo entender cómo todavía no te han quitado la placa con el poco seso que tienes -susurra con una mano como una garra que se aferra al cuello de su compañero, se incorpora a medias y acerca sus labios a su oído porque apenas puede hablar-. No estoy embarazada, tonto, puede que tenga un tumor en el pecho. Debía haberme hecho una biopsia, pero tanto asesinato en las últimas semanas no me dejó tiempo.

– Lo siento muchísimo. Sólo queríamos protegerte, nunca pensamos que…

– ¿Por eso Santi y tú me apartasteis de las guardias y del asalto a la nave de Vito? -comprende de pronto, con los ojos clavados en él.

– No queríamos ser imprudentes, no íbamos a dejar que te expusieras así. ¿En cuál de los dos pechos es? -se le ocurre de pronto, pero ella ya no responde con la boca abierta y los ojos cerrados, la frente fría, la respiración tan débil, apenas un soplido de aliento contra su piel. París la sacude con violencia para que no vuelva a perder la consciencia, para que continúe hablando-. ¡Clara!

– En éste… -contesta como beoda apenas acertando a señalárselo con el dedo que casi no consigue levantar.

– Ahí es donde te han disparado, no sé muy bien a qué altura, la sangre no me deja ver bien por dónde entró la bala, sólo sé que está encharcado todo el costado desde la axila hasta la cintura.

– Qué suerte, a lo mejor me ha reventado el tumor. Matar dos pájaros de un tiro… -y hace un ruido extraño al tomar aire, como un silbido que no se sabe si es el viento saliendo de su boca o su risa que huye volandera.

– No hagas tanto esfuerzo, no es bueno para ti -y como teme haber sido brusco y no quiere que deje de escucharle, que se pierda en su mundo y ya no preste nunca más atención, intenta mantener la calma con un tono que pretende tranquilizador-. Ya estamos llegando, ¿no oyes las ambulancias? Sólo hay que bajar las escaleras y cruzar el semáforo, no más de cuarenta metros, te lo prometo. No entiendo por qué han tardado tanto, habrán estado como siempre en algún atasco por culpa de las mil obras del alcalde pero seguro que ya están al pie de la verja, aguanta un poco.