Y es que los hay que hasta para palmarla se lo montan mal y estaba cantado, Culebra, que tarde o temprano te tendría que tocar. Jugabas a todas las cartas, pero por qué tuviste que dejarme recado.
Ramón sale del ascensor silbando y, al posar el maletín para sacar las llaves, descubre el reguero de un líquido que lo mismo podría ser agua que meados encharcando el parqué del descansillo que lleva a la puerta de su casa. Supone que el perrucho ridículo de la vieja loca se habrá vuelto a orinar, o que ni siquiera lo habrá sacado, la muy egoísta, lo habrá paseado por el rellano para no tener que salir a la calle y así pasa lo que pasa. Claro que en su puerta no lo pone a mear, anda que no es tonta. Y decide muy firmemente que se va a enterar en la próxima reunión de vecinos.
Resignado, al menos por hoy, se dedica a seguir el rastro húmedo, que además va en su misma dirección, dispuesto a encontrar algún recuerdo más del animal para restregárselo por las narices a su dueña, pero con sorpresa descubre que tal manantial nace de una bolsa de plástico de supermercado abandonada en el suelo, y junto a ella hay muchas más susceptibles de aumentar el caudal, y están en la puerta de su propia casa y, a su lado, sentada en el suelo, con la cabeza baja, el pelo tapándole la cara y la espalda apoyada en la pared, su mujer. Como un trasto perdido o una maleta abandonada.
– ¿Clara? -pregunta confundido-. ¿Qué demonios haces?
Ella levanta los ojos y lo mira en silencio por entre las guedejas con gesto ausente, y él, de pronto, abandona la sorpresa para pasar a la ansiedad y la preocupación: se agacha y le sujeta el mentón con una mano.
– ¿Estás bien? -pregunta sin respiración.
– Me he olvidado las llaves. La compra se ha descongelado.
Ramón ya no es el marido preocupado de antes. Se levanta y empieza a gritar preso de uno de sus mundialmente famosos accesos de rabia.
– ¡Cómo que te has olvidado las llaves! ¡No puede ser!
Pausa para coger aire con el que mejor y más temiblemente vocear.
– ¿Y tú tienes un trabajo?, ¿una casa?, ¿responsabilidades? -con las manos en los costados aprieta los puños-. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Qué susto me has dado! ¡Un día de éstos te olvidas de levantarte por la mañana! Ahora la comida perdida, las tareas sin hacer y tú aquí como un pasmarote ¿cuánto?, ¿una hora, dos horas, tres…? Cualquiera te da a ti una responsabilidad, menudo modo de malgastar el tiempo y el dinero. Y lo has dejado todo perdido, no sé si te habrás dado cuenta, el suelo encharcado y yo como un idiota poniendo a parir a la vecina cuando resulta que eras tú la responsable de este desaguisado. Eres un desastre.
Y se enfurece y enrojece en décimas de segundo, y bracea en el aire y patalea sobre el charco del suelo y le salen chispas por los ojos y resopla como un toro y la lengua se le llena de veneno.
– ¿No dices nada? ¡Di algo, coño, dame una razón!
Pero ella sigue en silencio.
– ¡Es que no se puede contar contigo para nada! Para una sola cosa que tenías que hacer, sólo una, la puta compra, y vas y te olvidas las llaves. Todo a la basura. Yo currando como un cabrón, deseando salir para venir aquí y cenar tranquilo por una vez y mira qué me encuentro. No se te puede dejar sola. Tienes un despiste encima que no es normal. Yo no sé en qué mundo vives. ¿Dónde estabas?, ¿en las nubes? Nada, lo que digo: no se puede contar contigo.
Y pasa junto a ella sin mirarla y recoge las llaves que había tirado con furia y decidido abre la puerta del piso y entra. Clara sigue sentada, con la cabeza siempre rendida, las manos aún quietas y muertas, la espalda vencida todavía refugiada en la pared. Y no se mueve.
Así sigue un minuto. Tal vez dos…
Ramón sale. Ha dejado la chaqueta y el maletín dentro. En mangas de camisa y con el motor que le proporcionan la ira y el cabreo, comienza a meter las bolsas en la casa. Entra y sale sin descanso y en unos cuantos viajes ya está todo en la cocina. Pero Clara no se mueve de su sitio.
Al cabo de un rato vuelve a salir y, aunque sigue furioso, no parece tan frenético como antes.
– ¿Y tú qué haces ahí? -la increpa-, ¿por qué no entras de una maldita vez?
Ella no responde ni le mira.
– ¿Te has quedado muda o qué?
Ni una palabra, ni un gesto.
– No me hagas comedia, Clara -dice con impaciencia-. Tampoco ha sido para tanto, ni que fueras de mantequilla. Mira que eres sensible, te tomas la más mínima chorrada tan a pecho…
Nada.
– ¿Clara?
Y se da cuenta de que cada vez hay más agua en el suelo.
– Clara, mírame -y se pone serio.
No lo hace.
– Clara… -y se acerca a ella, se agacha, se pone a su altura y le aparta los mechones de la cara para ver los ojos llorando a mares en silencio.
»No te pongas así, no me llores, si no era para tanto, mira, si ya se me ha pasado, ya me olvidé, ya estoy de buenas, ¿ves? Es que el genio me puede, no me controlo. Pero luego se me olvida en un minuto, como siempre.
…
– Clara, para. Por favor. Ya sé que no soportas que te grite, lo sé. Te juro que intento no hacerlo… Clara, para de llorar, ven, vamos a dentro, ¿no te importa que esté la idiota de la vecina mirando por la mirilla?
…
– Clara… Dime algo, para de llorar, por favor. Has tenido un día difícil, siento haberlo olvidado. Y lo de las llaves no tenía importancia, ya ni me acuerdo de eso ni de por qué me puse así. Y reconozco que he sido injusto contigo, que en el tiempo que llevamos juntos es la primera vez que te las olvidas. Te reconozco lo que quieras, pero para de llorar.
– Es que no puedo -hipa entre sollozos.
– Vale, bueno, no importa -y la abraza protector-. Pues entramos y te tomas un vaso de agua, ¿sí? -y le habla como quien consuela a una niña pequeña que se ha raspado la rodilla después de que se le haya ido la mano a la hora de la regañina.
– No -se empecina ella.
– Bueno, pues yo también me quedo, ¿ves? Me siento aquí contigo, espero a que te calmes, y me explicas qué ha ocurrido, a qué viene esta llantina si siempre me ignoras cuando me pongo en plan rabia babosa y no me haces ni caso aunque eche espuma por los oídos. Por lo de las llaves no ha sido, ¿a que no?
– Sí -responde hipando.
– ¿Pero por qué? ¿Llevabas mucho rato esperando?
– Me sentía como una yonqui tirada en el suelo. Tan sucia, tan sola, tan…
– Pero si no lo estás, tonta, si ha sido un descuido sin importancia. Además, se te ponen unos ojos preciosos cuando lloras. Estás guapísima.
– ¡No! -y protesta y se revuelve con inusitada energía-. Es muy importante, mucho más de lo que parece, lo que pasa es que tú no lo entiendes: un día como hoy se me olvidan las llaves, mañana el monedero y cualquier día me olvido de engrasar la pistola, de cargarla, de quitarle el seguro al ir a disparar… -y no puede seguir hablando porque ya vuelve a llorar.
– Venga, no te pongas dramática. No va a suceder nada de eso. Lo sabes. Las cosas importantes no se te olvidan. Sólo tienes que tener confianza en ti misma, no te la irá a quitar un cretino como Carahuevo con una tontería como la de hoy. ¿O sí? No me digas que todo viene por eso.