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– No, pero es que se ha muerto el Culebra y he tenido que ir al levantamiento, porque como antes de morir me llamó a mí, y era tan desolador…

– ¡Pues estupendo, mi vida! ¡Por fin te dan un homicidio!

– Sí, pero lo investigaré con alguien.

– ¿Es porque te han puesto un compañero? Bueno, es normal, siempre los has tenido, tampoco vas a llevarlo tú sola al principio… ¿Con quién te emparejan?, ¿con Santi?, ¿con Nacho?

– No, no es de comisaría. Antes de venir aquí pasé por allí y me lo comunicaron. Es un investigador de Homicidios, lo han trasladado provisionalmente porque el Culebra era un confidente y nos dio un soplo antes de morir.

– Qué quieres que te diga, es lógico, los de Homicidios están para este tipo de casos, aunque sean unos estirados. ¿Lo conoces?, ¿quién es?

– Se llama Carlos.

– ¿Carlos?, ¿Carlos qué?

Y ahora por fin lo mira, sentado junto a ella en el suelo, el pantalón de lino perfectamente planchado sobre el charco de lágrimas, para decirle muy seria, muy triste, muy preocupada.

– Ya lo sabes, Ramón, no me mires así, es ese Carlos. Carlos París.

VI

Lo miro y me acuerdo de todos esos años, de cada segundo, del frío y de la risa, de la soledad y el miedo, de la angustia y los nervios por verlo y no verlo y recuerdo también a Titania en escena con sus hadas y sus flores exclamando aterrorizada al despertar de su sueño, una noche de verano: «¡Qué aparición he visto tan extraña!, se me antojaba estar de un burro enamorada».

Pero no se lo digo, no le digo que no sé cómo pude, que no sé tampoco cómo era entonces, que sólo sé cómo soy ahora, y me asombro. Y ni presentación ni hola qué tal ni gritos ni pamplinoplas. Sólo reproches.

– Quise olvidarte, y he podido. ¿A qué vienes ahora a mi vida?

Él la contempla desde arriba con sus fríos ojos grises, con sus afilados ojos grises, con sus transparentes, puros, con sus putos ojos grises, con sus inexpresivos ojos grises que durante un tiempo, ilusa, creí conocer, y no contesta. Pasa por delante, siempre por delante de mí, cómo no, los perfectos e intactos primero, y desde la puerta del despacho se digna a volverse para decir sin mirarme con voz como sus ojos, metálica e impersonaclass="underline"

– Oigamos esa llamada.

Ante la demanda, más bien la orden del nuevo compañero recién llegado, Clara se encoge de hombros y pone la cinta en el magnetófono para que emerja el recuerdo del Culebra en la última noche en que le habló.

Se oyen monedas caer, y coches de fondo, y voces que susurran a lo lejos, que danzan en el aire como el aliento de los muertos, y se huele que es tarde y otoño en ecos abandonados como los muelles en el alba…

Oye… ¿estás ahí?

Pausa.

Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo.

Pausa más larga.

Pues no, no debe de estar.

Pausa durante la que espera en vano.

Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar….

Pausa para improvisar el recado.

Oye, gata, que tengo que verte mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?

No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio.

Pausa para empezar a suplicar mientras se escucha un tintineo de fondo tras el sonido de los supersónicos vehículos que pasan, de los aviones plateados que todo lo sobrevuelan, de los grillos despistados que todavía suspiran.

Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides.

Pausa como para irse yendo.

Que no tardo nada y voy.

Y como si faltase algo quizá por aclarar en su lógica de suma y resta, una vez más, la última, regresa de nuevo para recordarle.

Ahora no, luego.

Y la larga pausa final abre la despedida sobre la marcha.

Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Sobre mi corazón llueven frías corolas, mis ojos se deshojan en lágrimas que no brotan para despedir al Culebra, que no está, y éste, que sí está, me observa desde la cueva de náufragos tristes y olvidados que fue nuestro pasado y no siento nada. Compartimos tantos años, casi crecimos juntos, y cualquiera diría que nunca nos amamos. Pero lo amé, y no siento nada cuando lo miro, sólo una fría curiosidad que me advierte con sorpresa de mi vacío, y me da vergüenza mirarlo porque no quiero que vea en mi rostro esta compasión por lo que fuimos y se perdió, esta ausencia de un dolor que no siento, este pasado que parece que nunca fue.

Aunque qué tontería, vaya una idiotez. Si no le importa, si le da igual, si no siente nada, si no me percibe ni existo en sus ojos, si no se entera más que de cómo se supone que debe sentirse él, sólo él y no yo. Nunca yo. Como siempre.

– ¿Y éste era el mensaje tan importante? -pregunta con apático desdén.

– Eso mismo digo yo. Si no fuera porque murió precisamente esa noche el asunto no tendría mayor importancia.

– Coincido contigo -oh, dios mío, me voy a desmayar, por fin le oigo darle la razón a alguien ¡y ese alguien soy yo!-. En esa cinta no hay nada.

– Puede, lo que pasa es que después de colgar parece que se fue directamente a palmarla. Además, no sé a ti, pero a mí nunca me ha llamado un confidente a casa, y menos él, que en los últimos tiempos sólo se ocupaba de sus necesidades más básicas y pasaba de lo que ocurriese a su alrededor. Eso, creo, cambia las cosas.

– O no. A lo mejor su muerte no altera los hechos, a lo mejor todo es un cúmulo de coincidencias y su sobredosis un accidente y no hay caso.

Sí, lo que tú digas. Y punto. El Oráculo ha hablado, por fin el gran genio se manifestó. No hay nada más que decir. La última palabra, la más importante, como siempre, la suya. Y le odio, le odio. Le odio. Me saca de quicio esa superioridad que ni se molesta en ocultar dando siempre por hecho que es mejor. Y hay que joderse, porque precisamente en esta historia él sí es el entendido, «el de Homicidios», el que se supone que sabe de estas cosas. O no, qué leches. Yo trabajo en este barrio hace años, yo sé cómo funciona y quién vive en él y trapichea, yo conocía al Culebra y recibí su llamada, yo me huelo algo raro en esto. Él, como siempre, ni se entera por mucho que en teoría sepa. Y, por añadidura, si dice que no hay nada extraño en esta historia, no sé qué pinta aquí. Y asiente firmemente con la cabeza como para darse la razón, para convencerse de que está a la altura y no amilanarse y, deseosa de puntualizar, de añadir una frase inteligente y cortante que lo ponga en su sitio y le obligue a darse cuenta de que ya no es la dócil, la tonta de antes, la que siempre se callaba aunque tuviera algo mejor que decir, alza la cabeza decidida a romper a hablar. Sin embargo algo la paraliza: ha pasado demasiado tiempo, ya no sabe cómo llamarle.

¿Carlos, Carlos París, París a secas?… ¿Cómo demonios me dirijo a él? Cuando le conocí era Carlos; luego, cuando aún me enternecía, Carliños; más tarde fue «ése» y al final, con el tiempo y la distancia y las cenizas ya frías, París, sólo París que nunca me quedará. Pero ahora lo veo otra vez, tras tantas guerras y vuelos, cuando ya alzaron las alas los pájaros que anidaron en su imagen, cuando ya ni me duele ni me molesta toparme con sus fotos, ahora que me da igual y en mi pecho canta un amor nuevo, ¿cómo le llamo?