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Y normal, demasiado normal, hirientemente normal, ni fría ni dolida ni doliente ni distante, alza los ojos hacia él, que se ha levantado, y le espeta:

– Oye, ¿no quieres volver a oírla?, a lo mejor captas algún detalle que a nosotros nos pasa desapercibido. Al fin y al cabo tú eres el experto.

París se lo piensa, asiente, vuelve a sentarse y aprieta el botón de rebobinado. Apenas el Culebra comienza a hablar, para la grabación y pregunta:

– Así que Ramón. ¿Qué es? ¿Tu compañero?, ¿tu novio? -y lo dice como quien no quiere la cosa, casi amistosamente, con la práctica tan ensayada del poli bueno que en un interrogatorio fuerza la confidencia. Buen intento, lástima que no vaya a picar, me conozco este juego de carrerilla, y también lo conozco a él.

– Es mi marido. Creía que lo sabías -corta, hierática y ausente.

– No -y no puede evitar un cierto resquemor de macho humillado en la ronca voz-. No me dijiste nada.

– Ya -qué bien, reconvenciones a estas alturas, y resentimientos, y cosas que nunca te dije y quizás alguna que otra recriminación que se quedó en el tintero, o bajo la lengua, o aletargada en el corazón. Conversaciones aplazadas que no, que no quiero. Todas mis ganas de escuchar te las tragaste tú, mi curiosidad por ti se la tragó la lejanía y mis razones me las comí y nunca las revelé, y el tiempo se las llevó, y se hundieron en el mar. Por eso no estoy dispuesta a oír tus recriminaciones, no me da la gana. No me vengas ahora con un recuento inútil de despechos y reproches-. Pues me casé, lo cual quiere decir que tengo un marido. Tal vez debería habértelo dicho, pero hace mucho que no nos decimos nada. Para que te quedes tranquilo, te lo digo ahora.

Y la respuesta, tajante y afilada, sesga de un tajo el resto de posibles cuestiones que se pudieran desatar. París pulsa el play y se abstrae en la escucha. Clara, apoyada en el borde de la mesa, lo observa distraída y casi reconfortada porque nunca lo había visto tan desmejorado, ahí, sentado, o sentado no, más bien desvencijado, abandonado su cuerpo en esa silla, incluso desparramado. Ha engordado, está inflado como un globo. ¿Se lo digo? Mejor no, tampoco hay que ser cruel. Que no me importe no significa que no me duela hacerle daño, no soy tan malvada, aunque sería una estupenda manera de bajarle los humos, que buena falta le hace.

Recuerdo su pelo más oscuro. Se ha teñido, lo lleva de un castaño más claro, no tiene ninguna cana en esas sienes de las que antes presumía. Patético. ¿Qué pretenderá?, ¿hacerse pasar a estas edades por un adolescente? Es ridículo, qué poca personalidad. Lo hará para parecer más joven, para ligar con chavalitas de esas vaporosas que tanto le gustan. Como princesssas, se admiraba con dicción engolada de romántico gilipollas. Valientes doncellas que lo único que tienen de princesas son las bragas. Para coleccionar y guardar en un cajoncito.

También está más blanco, más fofo, más blando… ¿Es que ya no va al gimnasio? ¿Es que no ha vuelto a tomar el sol? No se lo voy a preguntar, me callo, me dejo al margen, no me meto en su vida, no me importa, no voy a destrozar su retrato ahora que ha pasado la alegre hora del asalto, ahora que se agotaron los besos, ahora que ya no lo miro con el estupor enamorado que ardía como un faro, ahora que se consumió mi amor y sólo veo defectos y me asombro de cómo le pude haber amado. No. Callaré. No quiero escupir más sobre esta adoración vencida que también fue mía. No la voy a repudiar.

París, que no sabe de sus pensamientos, que igual se cree observado y admirado, que quizá repare asombrado en cómo también ha desmejorado ella, rebobina una vez más la memoria del olvidado.

– Es mejor oírlo hasta que se grabe en la cabeza -se justifica-, más tarde el subconsciente te revela cosas en las que ignorabas haber reparado.

Ella asiente. Muy bien, de acuerdo, por mí como si lo quieres memorizar o sólo te estás haciendo el interesante, tan rígido y envarado, con tu pose de quien se concentra para descubrir un remedio contra una enfermedad mortal mientras la voz del Culebra insiste otra vez con lo mismo en el despacho diminuto de Bores. Clara curiosea, admira los diplomas del jefe, le echa un vistazo a la foto de la mujer rolliza y los chavales orondos y rosados como albaricoques, o lechones, más bien, y evita sucumbir a la tentación de abrir los cajones de su archivador a ver si encuentra las revistas porno que descansan en el fondo según los rumores, no vaya a ser que París cante, que nunca fue muy discreto, y a ver por qué no para esa maldita cinta, ya le vale, me va a volver loca de tanto escuchar la cantinela de un muerto, y lo mira con rencor esperando que se dé cuenta y apague por fin la serenata aguardentosa del Culebra que le retumba en la cabeza como una letanía o un bolero, a este paso me la voy a aprender hasta yo. Pero no, de nuevo le da al maldito botón de rebobinado y ¿qué es eso que brilla en su muñeca? ¡Una esclava de oro! A mí me va a dar algo.

Y para disimular la risa y la sorpresa le da la espalda y se pone a contemplar, a través del ventanal que da a la oficina, como a veces hace Bores, a los compañeros que simulan trabajar cuando en realidad hacen solitarios en el ordenador.

No puede ser, lo pierdo de vista unos años y se vuelve un hortera. Y de menudo grosor además, vamos, ni en Marbella. Intenta disimularla bajo el puño de la camisa, eso es que no está muy convencido, quién sabe si es un regalo que se pone por compromiso, como es taaan cumplidor. A ver, voy a fijarme, a lo mejor lleva más «regalitos»… ¡Sí!, y reprime una exclamación al ver en su anular un anillo dorado como el sol de mediodía.

Qué romántico, qué tierno, seguro que tiene una fecha dentro. Éste esconde una novia que lo envuelve de alhajas de los pies a la cabeza, que lo ata con cadenas de bisutería fina, que lo lleva más puesto que un rey. Y yo pensando que se teñía para ligar con quinceañeras. Y sonríe para sus adentros mofándose de sí misma y él, cansado por fin de escuchar el mensaje, ya era hora, levanta la vista y la pilla en su sonrisa. Ella, cogida por sorpresa, sonríe aún más para disimular, y París le responde de igual modo, y los dos sonriendo como tontos un buen rato hasta que por fin Clara asesina la cordialidad y le pregunta encantadora.

– ¿Qué?

Y él, despistado.

– ¿Qué de qué?

Y ella, que ya ha perdido la paciencia.

– ¿Has decidido por fin si hay caso o no?

Pausa enigmática y pensativa. El gran experto en Homicidios aclara la voz para emitir su resolución:

– Es posible que sea necesario investigar un poco -resuelve estirado, con la pose de quien imparte un máster para ejecutivos- sin perder la objetividad ni exagerar. No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras sólo porque nos emocionemos y veamos fantasmas donde no los hay. Yo creo que habría que indagar al menos hasta que sepamos el resultado de la autopsia y ésta afirme de un modo concluyente que no nos encontramos ante un homicidio.

– Vale -responde ella sumisa mientras piensa en lo asombrosamente fácil que le resulta ver fantasmas a diario-. Tendremos que organizar el modo de que trabajes en el caso desde tu comisaría -y ante su mirada curiosa se disculpa-. Vamos, digo yo.

Él se levanta y se dirige hacia la puerta. Clara no se mueve. Eso, vete a contárselo a Santi, a Bores y a Carahuevo, a cantar ante los leones, a hacerte el interesante. Aunque, como sois iguales, a lo mejor os laméis los lomos mutuamente. Vete, pero conmigo no cuentes, no pienso meterme en esa jaula, prefiero quedarme aquí pensando cómo se investiga «un poco» una muerte. Qué ironía, qué dominio de la metáfora facilona: «No podemos pasarnos el día persiguiendo sombras». Vomitivo.

París, que todavía no se ha ido, frunce el ceño junto a la puerta y se vuelve.

– ¿No vienes?

– ¿Yo? -Clara improvisa su más convincente mohín de inocencia y se hace la sorprendida-. ¿Para qué si no llevo el caso? Yo sólo soy tu apoyo, qué les voy a decir aparte de que estoy a tus órdenes y que sí a todo. No sirvo para más. Mejor vas tú, que para eso eres la autoridad en la materia.