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No, tonto, eso es lo que tú piensas, seguro que él me cree una bruja. Oye, tengo que dejarte, nos vemos luego.

Abrígate tú también.

Clara regresa, se sienta, mira a sus amigas y descubre en sus rostros una ansiedad inusual.

– ¿Pasa algo?

– ¡Nada! -contestan las dos a la vez.

– Mejor cambiamos de tema. ¿Qué sabemos de la autopsia? -pregunta a Dolores.

– Lo evidente: ni hematomas ni huesos rotos ni hemorragias internas, sólo los signos de la previsible sobredosis, ¿o esperabas algo más?

– No me vendría mal algún detalle.

– Los análisis del laboratorio aún no están, así que no sé todavía cuánta droga y de qué pureza había consumido, sólo puedo darte datos de mi examen, y por tu bien espero que, por más colega tuyo que fuera, no hubieras tenido mucho roce con éclass="underline" tuberculosis, sida… ¿Sigo?

– No, déjalo. ¿Y tú qué me dices? -inquiere Clara mirando a Zafrilla.

– Por ahora bien poco, que la jeringuilla tenía sus huellas, un pulgar parcial en la medalla del cuello nada claro que todavía no he podido contrastar con las suyas ni con los ficheros y se acabó. La chabola era tal desastre de polvo y mierda que cualquier cosa puede ser un indicio o no serlo. Un día no da para más.

– Lo sé, y os lo agradezco muchísimo y siento de verdad ponerme tan pesada… Es que no puedo evitar quedarme con la sensación de que se me escapa algo y debo encontrarlo pronto, porque todos a mi alrededor tienen una prisa enorme por darle carpetazo a este asunto que ni siquiera es caso para ellos -aun así, insiste-. ¿Y dices que en la jeringuilla sólo estaban sus huellas?

– Sí. Y eso es un poco raro porque los heroinómanos suelen compartirlas. Lo normal sería que estuviese muy manoseada y por más de una persona y, sin embargo, estaba nuevecita. Puedo asegurarte que tu colega la estrenó para morirse. Qué ironía. Como algunos suicidas que estrenan ropa para tirarse por un acantilado o tomarse sobre su cama diez tabletas de pastillas.

– Pero este detalle no basta para mantener abierto un caso -apunta Dolores-. Quizá tu amigo fuera un maniático de la higiene. En el mundo del pico cada persona es única, hay yonquis que se pinchan solos o con alguien de confianza, otros en grupo sin fijarse con quién, los hay que no comparten ni la cucharilla y a algunos les da todo igual y ni sopesan el peligro de coger algo o no porque ya lo han cogido todo, como tu amigo el Culebra.

– Por otra parte -continúa Zafrilla-, los poblados marginales son el objetivo de la asistencia social de la Comunidad y de una docena de ONG que no se cansan de repartir material desechable de un solo uso para evitar el contagio. Que un tipo como el Culebra tenga a mano jeringuillas sin estrenar no es insólito, y mucho menos motivo suficiente para resultar sospechoso.

– Vale, tenéis razón, sólo que vosotras os basáis en hechos, en indicios. Yo, además, le conocía. Y ayer, cuando lo vi allí tirado, algo me pareció disonante, fuera de lugar. Sólo que por más vueltas que le doy no caigo en qué es lo que chirría -y cierra los ojos para volver atrás un día, una vez más, y buscar el objeto desenfocado en la foto del finado-. Dolores, ¿ni una sola marca extraña, ni una señal de violencia?

– Los heroinómanos tienen las venas fatal de tanto chute -responde pensativa- y, como consecuencia de esto, la circulación peor todavía. Es muy habitual que presenten moratones, derrames, varices y pústulas pero, dentro de lo que cabe, las contusiones que tenía tu amigo no sólo eran antiguas sino hasta cierto punto normales.

– ¿Veis?, eso es lo que más me mosquea. ¿'No os parece todo demasiado normal? -pregunta Clara-. No me refiero sólo a su muerte, sino a lo que la envuelve. No puede ser todo «tan normal» sencillamente porque el Culebra no era normal. No era un colgado al uso, era extravagante, peculiar, se salía del estereotipo. Pensadlo bien: ¿a qué otro yonqui se le ocurriría llamar a medianoche a la casa de un madero? Por eso -enfatiza- lo normal en su cadáver, en su casa, sería que hubiésemos encontrado algo incomprensible, hasta absurdo, porque él lo era. Aquí lo extraño es que todo sea tan previsible, tan sospechosamente predecible, y yo no voy a pasar de este caso sólo porque fuera un matado acabado que no valía casi ni para confidente. Pobre Culebra -recuerda, con un aire de pena en la voz-, como un vaso albergaste la infinita ternura y el infinito olvido te trizó como a un vaso. Te comió la negra soledad.

– En fin, no sé si esto te servirá -dice Dolores tras un breve lapso de silencio- porque es lo único que me llama la atención en esta historia: tu amigo estaba hecho cisco después de tantos años de adicción y, a pesar de eso, aún mostraba una cierta coquetería en sus costumbres, como por ejemplo no pincharse en los brazos. ¿Recordáis cómo le encontramos? Llevaba una camisa remangada hasta el hombro. Creo que quería tener los brazos limpios.

– Sería para lucir los tatuajes -elucubra Zafrilla.

– Sí -recuerda Clara-. Estaba muy orgulloso de ellos, siempre fantaseaba con hacerse más.

– Es un buen motivo para evitar los pinchazos y las consiguientes venas hinchadas, piel destrozada o ganglios abultados en las axilas. Pero entonces -resuelve Dolores, retórica- ¿dónde están las marcas de un adicto que lleva por lo menos una década chutándose?

– A saber, he visto a gente inyectarse en los tobillos, en la lengua, en los ojos… -enumera Clara.

– ¡Hasta en la polla! -apunta Zafrilla.

– Ése no era su estilo. En los ojos no podía ser -piensa en alto Clara intentando adivinar con los suyos entrecerrados-, nunca llevaba gafas y se le notaría, se ponen rojos, cogen conjuntivitis, infecciones…; los brazos también están descartados y, francamente, no lo imagino pinchándose en sus partes, era demasiado chulo como para maltratarse su bien más preciado -ironiza-. Así que sólo quedan la lengua o las piernas. Aunque la lengua es tan incómoda que mejor hacerlo en los tobillos, y de ahí sus botines de boxeador, que no se quitaba ni en verano -concluye mirando a la forense.

– Muy bien, pues dime ahora, si siempre se pinchaba en los tobillos, cómo es que su último chute fue en el brazo izquierdo.

– Muchos yonquis se chutan en él porque creen que, al ser el brazo que está más cerca del corazón, el colocón les va a subir antes, es algo bastante habitual, si su chute fue un suicidio tendría sentido que no le importara estropear su brazo hasta entonces impoluto. Si no lo fue, ya tenemos una contradicción. Ahora dame una alegría y dime que era zurdo.

– Lo siento, diestro. Los callos en sus falanges, las manchas de nicotina en la cara interior de los dedos, el mayor desarrollo de la musculatura del bíceps… Todo indica que la mano que más usaba era la derecha.

– Mierda, con lo fácil que hubiera sido -masculla Clara-. Pues entonces sigo sin tener nada, ni una maldita evidencia, sólo la sospecha, una anomalía más a la que es imposible agarrarse y, creedme, necesito no cagarla ahora que estoy en el punto de mira de Carahuevo. En lo que va de semana ya me lo he cruzado dos veces y han sido dos encontronazos de los que hacen historia. Estoy gafada.

– No te preocupes por ese gilipollas, tú a lo tuyo -la tranquiliza Zafrilla-. Y no te agobies, lo estás haciendo genial. Mírate, a la hora del café te hemos montado sobre la marcha una sesión deductiva que ríete tú de las películas y las novelas. No me pongas esa cara de escepticismo -alega-. Nos sentamos al amor de tres cafés, como esas señoras de la mesa de atrás, y en vez de criticar a los maridos o a los novios de las hijas, nos ponemos a despellejar, pero de verdad, a un yonqui muerto. Si se parasen a escucharnos les daba un soponcio.

– O a lo mejor nos daba a nosotras de escucharlas a ellas, no te fíes -ironiza Dolores.