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– Ya habló la voz de la razón -salta Zafrilla.

– Qué quieres -se excusa-, por algo me habrá tocado el papel de la escéptica, digo yo, porque si somos tan de película o de libro como aseguras habrá que repartir estereotipos: Clara sería la poli peleada con el mundo, acosada por la suegra, el ex novio y los jefes; tú, la joven hermosa de probada eficiencia que descubre en su laboratorio al asesino gracias al análisis de una uña postiza que compró en la China y perdió en La Latina; y yo la madura y cínica forense, solitaria y fría, desengañada de la vida de tanto ver sus miserias, negándome al amor porque sólo vivo por uno verdadero, platónico e imposible, desahogándome en lágrimas de pasión inasible vertidas sobre los muertos de mi depósito.

– Se te va la olla -le reprocha Zafrilla.

– Para nada, tiene toda la razón -admite Clara-. Tú serías amable y risueña, incluso algo ingenua, y al describirte el novelista diría de ti que «su cara de muñeca antigua parecía no conocer el mal, pero sus manos frágiles habían recogido cientos de veces los oscuros restos de la crueldad entre los matorrales de los parques, en las viviendas, en los callejones sombríos donde un triste zapato solitario perdura como única muestra del horror».

– Quién lo diría -comenta Dolores-. Hasta te ha quedado bien.

– Me siento inspirada, ¿y qué tal tú?: «Seria e inteligente, tan cerebral que se advierte bajo su piel el brillo de la pasión contenida, la fuerza de quien se enfrenta a diario a la putrefacción, la perseverancia que sólo poseen los que conocen el verdadero valor de la vida».

– No te chotees tanto, nena, que lo tuyo de ahora más que de novela negra es directamente de culebrón -advierte Dolores-, todos juntos y revueltos a tu alrededor desordenándote la rutina.

– Al menos siempre serás la protagonista, el centro, todo gira en torno a ti, a la hábil investigadora, a la poli -añade Zafrilla para quitarle hierro a la coña-. En cambio a Dolores y a mí siempre nos tocará ser comparsas. Si al menos tuviera un rollito con algún yogurín tipo Javier el nuevo…

– No quiero desilusionarte, pero no te lo recomiendo. Mujer de amor, que no lo acojan tus brazos.

– ¿Por qué? Si parece un angelote. ¿Y por qué le llaman el Bebé?

– No lo sé. Por motivos obvios tal vez. Sólo te digo que tiene un sucedáneo de novia a la que llama «vieja amiga».

– Me da igual -responde tan fresca-. No soy celosa.

– Sí, no eres celosa y sólo para un polvo, eso lo dices ahora. Y luego me vienes colgada a llorar de desamor encima de mis fiambres, regándomelos para que empiecen a criar malvas antes de tiempo -la amonesta Dolores.

– Joder, sois como madres.

– No te enfades sólo porque te avisemos -se defiende Clara-. Como si no supieras que a esos tíos inmaduros los pierde la sed y el hambre y que tú eres fruta jugosa, que los come el duelo y las ruinas y tú eres su milagro, conteniéndolos en la tierra de tu alma y en la cruz de tus brazos para que luego su deseo resulte ser el más terrible y corto, y tú sola y abandonada, tú que lo has dado todo, tú que todo lo has arriesgado tirando tu amor en un cementerio de besos donde se han quemado, en la tumba de tu cuerpo picoteado como las uvas por los pájaros. Hazme caso -advierte ensombrecida-. Olvídalo, ni lo mires, búscate un amor más sano. Los niños bonitos nunca salen bien.

– No sé, tengo la sensación de que te lo dice por experiencia.

– Qué aguda, Lola -ironiza Zafrilla-, no me había dado cuenta. Aunque mira, a quien sí querría conocer es al que te ha inspirado la parrafada que acabas de soltar.

– Ahí lo tienes -Dolores señala con los ojos la puerta de la cafetería y sus amigas se vuelven para mirar con curiosidad. A Clara, al vislumbrar a París, se le amarga el gesto. A Zafrilla se le ilumina la mirada. Cuando él llega a su mesa la primera tiene ya el abrigo puesto y está sacando el monedero para pagar.

– Me han dicho ahí enfrente que estabais aquí y…

– Nos vamos. Vosotras no os preocupéis, pago yo.

– Mujer, qué prisa tienes, ¿te vas a ir sin presentarnos a tu compañero? -la detiene Zafrilla, melosa, comiéndose glotona a París con la mirada.

– Tenemos mucho que hacer. ¿Traes la orden de registro?

– Sí, aunque por cinco minutos más que nos quedemos…

– ¿Cómo que por cinco minutos? -se planta Clara, cabreada-. ¿Tú no eras tan profesional? Te recuerdo que se nos ha pasado media mañana entre pitos y flautas, pero nada, si prefieres perder el tiempo dedicándote a la vida social, allá tú. ¿Qué es lo que quieres, que te las presente? Ahí tienes a Dolores, ya la conoces. Y esta pendona de aquí es Zafrilla. Muy mona, ¿no? Estupendo. Hala, ya podemos irnos. Adiós. Mañana os llamo.

– Hasta luego -responde Dolores no demasiado asombrada.

– ¿Qué mosca le ha picado? -pregunta Zafrilla.

– ¿Por qué te has puesto así con tu amiga? -intenta sonsacarla París mientras abre la puerta del coche.

– Por su bien -responde Clara-. Y quítate de ahí, que ahora conduzco yo. Para eso me sé el camino.

VII

Me duele tanto callarme la boca mordida…

Se me pudren las palabras dentro y me dan ganas de vomitar, se enquistan en el estómago como los rencores de la infancia, tan absurdos ahora, o no, tan tremendos, y me pesan en el cuello como piedras de suicida que me arrastran de cabeza al río de la muerte y me lastran la vida y me obligan a escurrirme casi por el suelo en busca de miembros besados, de dientes hambrientos de dulzura, de cuerpos trenzados de pasión, en busca del aliento de fuego al que los descontentos, los destemplados, los no vengados nos anudamos y nos desesperamos en una cópula loca de esperanza y esfuerzo.

Me jode callarme. Pero ya soy mayor, o no, y se acabaron los tiempos de la ternura leve como el agua o la harina, y el no recibir la cocinita de la Barbie en un cumpleaños o la palabra apenas comenzada en los labios no es ahora como para tener que obligarme a rendirme para siempre, como sordomuda y sombra ante él, tragándome la ira malsana de las cosas que no oigo, de los sonidos que, claro, no pronunciaré. Así que me callo de momento, según me propongo y, detrás de él, me niego y rebelo al destino de ser la eterna espectadora de los varones, y viajo y avanzo por entre cascotes y anhelos hasta enfrentarme a la tenebrosa y luminosa realidad del poblado de chabolas donde mi confidente murió. Forzamos la portezuela, en realidad un somier de tablas puesto en pie con, a modo de cerradura, un candado sujeto a dos alcayatas, pasamos por encima y por debajo de las cintas tendidas del ridículo cordón policial, trémulas hoy en su desamparo, las apartamos como lianas de una selva perdida para facilitarle el paso a la secretaria del juzgado que anotará los detalles de nuestra ignominiosa invasión y, sin pensarlo demasiado, ya estamos dentro.

Seguro que el Culebra fue feliz aquí.

Seguro que el Culebra fue más feliz de lo que yo fui nunca, pienso deprimida de pronto. Son las ventajas de la ignorancia. Sin expectativas, sin tener que obedecer ni callar, sin la niña que estudie o que deje de estudiar, en qué ciudad nació Carlos V, cuál es la fórmula del hidrógeno, cuántos años tienes, cuántos tardarás en acabar la carrera, a quién quieres más, a mamá o a papá. Y por qué aparcas el Derecho, por qué te metes a héroe con faldas en trabajos de hombre, por qué sigues a este idiota otra vez sin pensar, como si no hubieran pasado navidades y primaveras, como si no hubieras aprendido adónde te lleva, por qué asientes, por qué no le demuestras quién eres ahora, cómo has cambiado, cómo puedes volver a mandarlo a la mierda cuando quieras. Y con mucho menos esfuerzo.

Seguro que el Culebra creció sin colegio y se hizo hombre sin una casa que ordenar para que te refleje limpia, como debo hacer yo, sin un marido ante el que procurar ser perfecta ni jefes que te analicen ante los que es obligación callar eternamente ni un desamor a quien seguir que te juzga por lo pasado. Sólo sus ganas, su vicio y un rinconcito en el suelo donde dormir.