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En el Reino de los Tejados de Uralita el Culebra era un príncipe feliz en su palacio. Se percibe en su chabola y en el hecho de que la tuviera. Privilegios de la antigüedad, él dormía a cubierto mientras otros yonquis no tan veteranos malviven al raso o en tiendas de campaña en la frontera misma del poblado, siempre lindando con la autopista. Y la felicidad que proporciona el tener un agujerillo de soledad en su propia casa, la paz a solas que se desprende de este nido, humilde pero limpio, me despierta un rencor por el que entran sin llamar las ganas de visitarlo en silencio, con recogimiento, como para orar en un templo, como para admirar un museo pobre y armonioso donde nada queda más que dignidad firme y serena a punto de ser pisoteada.

Me entran ganas de llorar, desprecio a París y su actitud de marqués con derecho a la invasión que me duele como un agravio. Yo no puedo estar aquí, no soporto a la funcionaria servil que lo sigue sin chistar, que arruga la nariz, que piensa que el chamizo le debería pedir perdón por existir cuando tendría que ser al contrario. No puedo ver sus manos hurgar con descaro ni los gestos de desdén y asco, ese sentirse superiores, ese invadir atropellando. Necesito calma para mirar, un poco de paz para meterme en esta sentina de escombros donde todo cae. Quiero calma para estar, para sentirme de aquí y ver su vivienda y sus secretos como él los vería, sin juzgar. Pero con estos dos no puedo.

Por eso me largo por un rato, ya me empezaban a reventar los ¿ves, Clara? del estúpido de París tirando cosas por el suelo sin cuidado ni respeto. Digo que somos demasiados para un sitio tan pequeño y que esperaré fuera y ya entraré sola después y me piro oyendo el pero qué le pasa de ella y la respuesta de mi leal compañero que le explica que soy una rebotada descontenta con problemas de disciplina y un poco insoportable, y además, está bajo mi mando en este caso y soy su ex, su primer novio, ya sabe lo que es eso, y me imagino que asentirá comprensiva sin entender cómo pude dejar escapar a prenda tal.

Qué otra cosa se podía esperar.

Fuera todo es diferente, vuelvo a la tranquilidad de la alegre incivilización y me siento como la veraneante en un pueblo con pamela de paja y alpargatas, como el descubridor con los bolsillos llenos de cuentas de cristal, con la mirada lúcida y cansada en un mundo donde por fin todo es blanco o negro.

En sitios así una se olvida de que lleva, o no, una condena en el pecho con forma de semilla o botón, en sitios como éste desgracias tan pequeñas brillan con luz propia con reflejos de lentejuela y no de dolor porque, a fin de cuentas, sin un seno puedes seguir permaneciendo viva, o parecerlo pero, a la larga, sin nada que echarte a la boca, no. En sitios como éste el hambre mata; el cáncer -si es que lo es-, no.

Me siento algo avergonzada por mi victimismo frente a este mundo casi en ruinas y, tras unos instantes de indecisión, me decido a alejarme, más que nada para no oír a París y compañía trasteando en el refugio de quien en mí confió. Y la joven y prometedora subinspectora deambula por entre la miseria reflexionando a la luz de las entrañas del submundo, diría el narrador de mi vida si fuese una novela de las que nos reímos Dolores, Zafrilla y yo, y en ella no tropezaría, como ahora, con fragmentos de ladrillos rotos por el suelo ni se me enredaría la ropa con los muelles emergidos del somier que hace de portalón.

– ¡Hostia! -exclama, aunque no puede oírla nadie, y se desengancha los hilos del pantalón lamentándose del pequeño desgarrón.

Luego, como arrepentida, casi parece querer disculparse no sabe bien ante quién y con las manos en los bolsillos continúa su camino paseando por un lugar donde todo es oscuro, tenebroso, sombrío y a la vez milagrosamente luminoso, resplandeciente como la más negra y triste cuenca minera bajo un foco que es el sol, y se da cuenta de que los pobladores del Reino de la Uralita han perdido ya la condición de ciudadanos para el resto de los humanos, para el resto de su tiempo, y admira sus ingeniosas fortificaciones, sus ocurrentes deconstrucciones, su arquitectura magnífica y efímera donde tablones, neumáticos y bidones son siempre pieza esencial y nunca falta ropa tendida, siempre blanca, siempre abundante -bendita su fecundidad que nos puebla de niños morenos, hermosos y descarados-, como banderas de rendición ante una estrella que aquí parece relucir con una fuerza especial entre los escombros. Y se fija en las endebles paredes de yeso encaladas a modo de folclóricas casas de un typical spanish absurdo, en una pintada de trazo incierto que no llega ni a graffiti y que proclama el amor de RICHAR X SARAY, en la multitud de gatos que pululan por doquier, gatos vagueando al sol, gatos persiguiéndose por cualquier superficie, gatos, siempre gatos, cómo no, donde haya ratas, y advierte la presencia de dos chavalillos sin obligaciones ni más deberes que dar el agua botando en un sofá de cuero ajado que alguien descerrajó y desterró, a saber de qué vertedero rescatado, saltando alegremente en una fusión esperpéntica entre catre y cama elástica, y le llega un olor a lumbre y se acuerda de la cocina de hierro en la casa del abuelo, en Galicia, él tostando pan, partiendo leña de pino, repiqueteando con los zuecos sobre caminos de lodo empedrados con pizarra, y parpadeo y de golpe es como si me despertara de otra realidad y aquí estoy, y reparo en un tipo con mono de faena, seguramente un reparador de cundas, que se ha montado el taller en plena calle y arregla una moto Derbi, como las de los chulos de pueblo, y alzo la vista y me doy cuenta de que contra el cielo se elevan tuberías infinitas que en realidad son chimeneas e, igual que en aquel cuento donde las calabazas se convierten en carrozas, diviso coches de lujo conducidos por gitanos con poblados bigotes cargados de cadenas de oro y acompañados por señoras gordas con moño y visón, y parabólicas sobre los tejados, y oigo los politonos de móviles de última generación que, más estridentes aún que el casete que retumba con los grandes éxitos de Camela, llaman al dealer de confianza, al que pasó siete años a la sombra en el penal de El Puerto de Santa María sin decir chitón. Y de golpe ya no quiero estar aquí, me vuelvo hacia la chabola del Culebra y cuando entro mi compañero ya casi ha terminado de profanar el escenario.

– Cuánto has tardado.

– Estaba dando una vuelta por ahí.

– Pues no te has perdido mucho, aquí no hay nada que ver.

– Algo habrá -responde imperturbable.

– Tú misma -y París se aparta como un caballero histriónicamente galante que cede su asiento a la dama-. Bienvenida al maravilloso mundo de los detectives de Homicidios. Yo me rindo.

Y sale al exterior seguido por la servilísima secretaria que le sigue cual perro faldero, o perra mejor, a la que le falta muy poco para empezar a babear y jadear con la lengua fuera, o a frotarse contra su pierna presa del celo. Delirante. Y por dónde empiezo yo ahora si no sé lo que éste ha mirado o no. Esto me pasa por abrir la boca.

Clara se planta en medio de la misérrima y desmembrada estancia y observa, en una panorámica general, el estado de la cuestión.

La chabola es como una ciudad desierta, como el mapa de un país en llamas y despoblado, como una aldea sumergida por la crecida de un pantano, como un barrio suburbial asolado por una guerra de guerrillas de la que nadie ha salido con vida pero que en otro tiempo estuvo habitado y despierto, funcionando aunque en precario, harapiento pero con voluntad, cavidad sin fondo en la que caía pero que, a pesar de todo, logró sobrevivir sosegada y fría.

Diáfana en su sentido literal como un salón de baile, como si el Culebra hubiera descubierto antes que las revistas de decoración la libertad que ofrece la ausencia de paredes que ahora los ultramodernos llaman loft, en este loft apocalíptico impera el minimalismo obligado de lo cutre, de la falta de pelas, del hambre voraz del caballo que todo se lo ha tragado.