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Mirando al norte hay una pared con manchas de humedad como ciénagas verdosas que recuerdan la cuenca del Amazonas que de pequeña dibujaba en los mapas escolares y, sobre ella, se recorta nítidamente una ventana a un mundo de ilusión y neón, mágico mundo de colores que es en realidad un cartel de cine envejecido en tecnicolor de Karate a muerte en Bangkok que recuerda que Bruce Lee sigue siendo el mejor, siempre vivo, siempre presente, con esa chulería china que vete tú a saber de dónde la sacó el tío, que se la tuvo que inventar, digo yo, porque a ver, dime qué iban a saber de chulería los chinos, tan pequeñitos, tan poca cosa, unos enanos y fíjate éste qué hostias metía, si era la leche, si te quebraba la espalda con dos mandobles y una patada. Posiblemente se dormía el Culebra en su colchoncito tirado en el suelo mirando hacia él, con esos músculos como rocas que parece que van a salir del póster. Qué soñaría en su colchoncito sucio y roído medio quemado por las colillas, bajo las mantas rasposas y sin sábanas jamás lavadas con Perlán. A lo mejor hasta era rico allí, en sus sueños.

En la pared contraria, hacia el sur, por donde hemos accedido, está el portón y una ventana con cortinas rojo grana como el telón de una ópera, pero desgreñadas y deshilachadas, el cristal rajado y un pequeño alféizar en el que el Culebra exponía sus tesoros que son, por este orden, un muñequito de plástico desmontable con forma de robot, como de Kinder Sorpresa, que protesta en actitud ofensiva con sus puños en alto, igual que el chino del póster; dos canicas descascarilladas; un bote de mermelada grande, de fresa, pero repleto de pilas alcalinas todas de diferentes marcas, como si se tratara de la extraña colección de un niño nihilista que no sabe que, a la larga y con el paso del tiempo, las pilas se sulfatarán y perderán su color se ponga como se ponga el jodido conejito rosa. También hay uno de esos guantes de boxeo diminutos de polipiel que se sortean en las tómbolas y que se cuelgan en el espejo retrovisor del coche y, curioso e inusual, un capullo seco de rosa envuelto en celofán, un capullo que le habrá vendido en un bar una china que no ha llegado ni a novia de Bruce Lee, un capullo que no vale más de un euro y que los novios que se las dan de rumbosos compran a sus princesas sólo cuando hay coleguitas delante para demostrar su roñosa clase, su casposa generosidad. Pero lo que más llena de ternura a Clara, lo que la hace sentirse vieja y descreída, de inocencia perdida, de bondad olvidada y para siempre prohibida, es la presencia de un triste geranio rosa chicle, con sus seis hojas medio carcomidas y dos flores famélicas de corolas absurdamente erguidas. El geranio está plantado, con tierra más bien escasa y llena de fragmentos de cemento y cascotes, en el culo de una botella de lejía de esas amarillas que sólo vi utilizar a mi abuela cuando fregaba el suelo de la cocina.

La visión del geranio le provoca ganas de llorar, anda que no estás tú tonta, pero se reprime y mira a un lado, donde una sábana raída oculta pudorosa el solitario aseo. Y vaya retrete si es que se le puede llamar así, un agujero excavado burdamente en la tierra con una tubería al final sobre la que el Culebra acertó a colocar, con sanas pero infructuosas intenciones, un sanitario cualquiera robado de una obra cualquiera sin tan siquiera una mísera tapa de plástico. La fría taza de váter está encastrada en un cubículo hecho con tres tablones cutres que se pueden caer sobre el defecador en el mismo instante en que se da satisfacción a las necesidades más íntimas e imperiosas y que pretenden evitar -tanto si es por la deyección en sí como por la muerte accidental por derrumbamiento en el concreto lapso de tiempo en que se procede a la misma- que el fétido olor llegue a enturbiar la pura atmósfera del palacio que a las doce, hora asignada por el juzgado para el registro, se transformó en chabola. Por su parte, el lavabo es un burdo aguamanil que vaya usted a saber cómo ha llegado hasta aquí, tal vez el Culebra lo rescató del contenedor donde lo tiraron los pragmáticos herederos de la abuelita que lo poseyó en cuanto ésta la palmó; blanco, con florecitas rosas y un poco cascado, como un huevo duro mal pelado, junto a él luce la banda de reina de los cacharros abollados una palangana de metal de generosas dimensiones, como las que usaban los vaqueros para bañarse con el sombrero tejano puesto y un puro en la boca en el burdel del pueblo que, en las películas, siempre estaba en la planta de arriba del Saloon pero que a Clara le trae un recuerdo más cercano, el de su abuelo en calzoncillos de pierna entera y sin boina llenando con cubos de agua caliente la tinaja en la que primero se bañaría ella, cuando despertara del sueño de los niños de campo arropada por el calor dulzón del verano.

Clara no quiere seguir registrando aunque tenga que hacerlo, aunque no le quede otro remedio que seguir escarbando en la mierda con los dientes, mordiendo a dentelladas secas la miseria de un tipo a quien un día conoció porque, en fin, ése es su trabajo, ser rastreadora de inmundicias, alimaña de las vidas ajenas descuartizadas. Pero unas veces más que otras jode tener que hacerlo, y por eso aparta la mirada asqueada de sí misma, deseosa de salir de allí, y sus ojos se posan de nuevo en el triste geranio empeñado en sobrevivir, luchando instintiva, sobrehumanamente por alcanzar unos rayos míseros de luz con que alimentarse, salvando las distancias con la muerte y el hedor y ya estoy otra vez dándole al tarro, llorando por los errores que no salvé y los tontos que quedaron atrapados. Parezco idiota, veo una planta raquítica y se me saltan las lágrimas, qué dolor no exprimiste, qué olas no te ahogaron, qué gotas de agua te alimentaron para que todavía puedas respirar, para que aún resistas en precario en el quicio de la ventana a la sombra de una caja gigante de Cola-Cao que a saber qué contendrá, porque no me imagino al Culebra mojando magdalenas caseras en leche cada mañana.

Su interior, de un cartón endeble que ya no es tan rojo ni tan amarillo ni tan vistoso con sus negritos cantando contentos, alberga cajas de cerillas, de tabaco, incluso dos de puros cuyo contenido posiblemente el Culebra nunca fumó. Todas -algunas atadas con gomas elásticas- contienen algo y, a medida que las va sacando, Clara se da cuenta, por el sonido y el peso, de que ninguna guarda ahora aquello para lo que estaba predestinada. Esto es como El Tocador Secretitos del Yonqui, piensa, con decenas de cajoncitos misteriosos que sólo tú conocerás, juega con él, esconde tus tesoros más queridos y nadie podrá encontrarlos jamás. ¡Pídeselo a los Reyes Magos y tendrás por siempre un lugar sólo para ti lleno de magia y felicidad!

Se dirige con su preciado cargamento a una extraña mesita situada estratégicamente en el centro de la estancia, cuando se acerca ésta resulta ser un viejo barquillero, de esos que hacían girar en las verbenas unos tipos vestidos de chulapos, la fantasía lúbrica de cualquier interiorista posmoderno empeñado en convertir la basura en obra de arte. Este Culebra era un genio de la estética sin saberlo, un talento desperdiciado en ensueños imposibles de caballo y alcohol. Sobre el barquillero hay un pequeño transistor por el que habrán pasado con certeza cada una de las pilas de la colección del bote de mermelada, y un periódico sospechosamente escuálido, y no, no quiero ni pensar a qué habrá destinado su propietario las hojas que faltan. Clara lo aparta y deposita encima su cargamento de cofrecillos, se sienta en una hamaca playera de metal oxidado y tela plástica a rayas naranjas, verdes y azules que interpreta el papel de sillón orejero de este salón y empieza, con rigor y método policial, a inventariar el contenido de las cajitas en su libreta porque esto promete, y mejor empiezo por la más pequeña. ¿Qué es esto? ¡Qué tío más asqueroso! Joder, qué dentera, qué horror, qué grima. Éste estaba ya sin neuronas porque si no no se explica, a quién se le ocurre guardar los recortes de las uñas de los últimos diez años. Menudo zumbao, Dolores se va a descojonar cuando se lo cuente. Vale, ahora a por otra: cerillas, qué sorpresa. Y aquí cigarrillos, obvio. Pues casi se agradece, mientras no sean deditos de niños u ojos arrancados de animales… ¿Y aquí?: monedas de las antiguas. Pues vaya chasco. Y ésta algo más grande: media docena de tarjetas de abogados de medio pelo que le habrán debido de defender en el turno de oficio, un recetario médico, me apuesto a que robado, un DNI falso, una auténtica chapuza de aficionado y una pequeña agenda de las que te regalan en cualquier sitio, hasta en la pescadería, antes de que empiece un nuevo año. Me la quedo, y la introduce en una de las bolsitas que ha traído para recoger pruebas.