Выбрать главу

Muy bien, ahora a por las cajas de puros.

En la primera hay una farmacia de urgencia: dos papelinas, ya veremos de qué; seis o siete pastillas, tripis seguro; un paquetito con costo y una jeringuilla desechable a estrenar. Sí, un buen salvavidas. Me lo llevo todo a analizar, y también esta cucharilla esbelta con enrevesadas iniciales grabadas. Parece de plata, cosa insólita porque, siendo como era el Culebra un adicto de primera, debería de estar hace mucho empeñada y no aquí, intacta y plácida, llameando y cantando su fulgor en medio del desconchado y la mugre.

La segunda caja es sin duda más enigmática, no por el contenido en sí sino porque no se ajusta a la perspectiva que siempre he tenido de su propietario. Pensaba que, a pesar de su toque de distinción, de una cierta apostura innata, de la dignidad que le confería esa actitud suya de chuleta de zarzuela, el Culebra no sería más que un animal de bellota, con sus gustos y aficiones, sí, pero sin la más mínima sensibilidad hacia algo que no fuera su pasión por el cine de artes marciales, sin más imaginación que la necesaria para sobrevivir trampeando entre los de su raza con su prosa de embaucador de feria, sin más poesía que las trolas que inventaba y con una única fachada, la del digno vencido que, de pie como un marino en la proa de un barco, se niega a arrastrarse por su dosis, que no bandea por las esquinas, que no duerme en las aceras, que se pincha en privado y se esconde de los ojos de la gente para cagar entre cuatro tablas y no en medio del descampado como otros hacen. Pero ahora resulta que el Culebra tenía corazón, y guardaba plumas irisadas de sabe dios qué aves exóticas o paganas en una caja de puros, y leía poemas de amor en una sobada edición de bolsillo que escondía en su interior un trébol de cuatro hojas seco junto a un poema repleto de garabatos y la marca de un beso en la primera página, un beso de mujer con labios bermellones grandes y jugosos y una pestaña postiza adosada debajo.

Qué sorpresas esconden las vidas que creemos conocer, qué facetas secretas se nos ocultan para mostrarnos sólo una faz simple y sin doblez que nos ahorre la tarea de molestarnos en entender a los demás.

– Qué bien, Clara. Nosotros fuera de pie y tú recostada en esa tumbona cochambrosa haciendo nada y mirando al vacío.

– Eres un gilipollas, te lo digo como lo siento.

– Y tú una insubordinada sin deseos de colaborar.

Así que se levanta lentamente y piensa en los improperios que podría dirigirle y éstos, por dentro, la van carcomiendo, la corroen, pero prefiere no abrir la boca. Insultarlo, como halagarlo, como odiarle o venerarle o alabarle, tanto da, sería como echar cubos de agua helada sobre el frío corazón de un muñeco de nieve: sólo contribuiría a aumentar más su ya de por sí enorme ego, y no estoy dispuesta a hacerlo porque todas sus palabras vendrían a decirle lo mismo en su lenguaje de Narciso enamorado de su imagen: que todavía me importa. Por eso le ignoro y me dirijo hacia otra esquina de este ignoto país de las últimas cosas donde reina el caos, la armonía y la desolación.

La cocina, el territorio del hambre mal aplacado, el reino de los estómagos vacíos y el hastío de las pocas ganas de comer, aunque llamar cocina a la del Culebra no es una burda exageración ni fruto de la pereza mental que obliga a buscar una palabra conocida para designar a algo que se le parece como el monstruo de Frankenstein a un ser humano: es simplemente un eufemismo.

La «cocina» es un hornillo de camping gas junto a la pared, varias cajas de fruta apiladas llenas de cacharros desportillados y una nevera blanca que provoca su curiosidad. Se acerca y forcejea para abrirla aún con el regusto en la boca del bocadillo que fue toda su comida y engulló en el coche antes de penetrar en este submundo de latón, ladrillos rotos y batas de percal. No se enciende ninguna luz, no está conectada a ningún enchufe, no es más que una fresquera de desecho, una despensa reciclada, una solución chapucera destinada a salvar de ratas y cucarachas la comida del Culebra, lo que alimentaba sus días.

Dentro de ese abdomen chirriante, desolado y blanco como los restos del armazón de una ballena, sólo hay un cartón de leche desnatada, una zanahoria arrugada como el pito de un viejo, desgarbada, mínima, un par de botellas de cristal vacías y la corteza de lo que fue un queso de bola, con su cera roja abollada como un cráneo sangriento de pega.

También hay latas de comida para gatos. Muchas.

Clara se agacha y procede a sacarlas, hay de paté de trucha, de sardinas y de merluza, un pack de Sabores de la Granja compuesto por tres recetas exclusivas a base de buey, liebre y cordero, sobres de bocaditos en salsa de pato con verduras de la huerta y también de tomatitos con bacalao, y hasta unas pequeñas tarrinas Gourmet Diamant de «dados de atún en delicado pastel de gelatina con gambas», «filetitos de besugo con calamarcitos» o «finas láminas de salmón en suave espumoso con shirasu», que no sé qué coño será pero es la preferida de nuestra Matisse, la que le reservamos los domingos o para compensarla los días en que le toca baño.

– ¿Y dónde está el gato? -pregunta París por encima de su hombro-. Sería imbécil el bicho si anduviera por ahí cazando con estos manjares aquí dentro.

– A veces pareces tonto. No hay ningún gato, las latas eran para él.

El desagrado ocupa su cara, como si fuera mucho mejor, como si nunca hubiera tenido que suplicar o lamer algún culo, como si jamás hubiese comido hamburguesas a un euro o pizza con pedacitos de algo indefinido.

– Dios, cómo se puede caer tan bajo.

Y esta vez soy yo la que esboza el gesto de rechazo, un asomo de náusea pero mirándole a los ojos, porque quien de verdad me la provoca es él.

– Yo creía que los buenos investigadores son capaces de ponerse en el pellejo de los demás para comprender así sus actos, pero por lo visto a ti te dieron la placa en una rifa o es que no te das cuenta, pedazo de mulo, de que el Culebra estaba casi desdentado, de que tenía la boca hecha trizas y los dientes negros y huecos de tanto jaco. No podría masticar ni una manzana, y por eso y porque aquí no hay batidora que valga y los potitos para niños son mucho más caros que la comida para animales, le daba a la mousse de tripas de pescado y al paté de ratones en escabeche.

– Pues vale, Sherlock, has desentrañado el enigma, ya podemos irnos a casa.

– Vete tú si quieres, a mí me falta todavía un rato.

– ¿Lo quieres aún más claro? ¿Qué te queda por encontrar? ¿Su carta de suicidio?

– Oh, por favor, qué sarcasmo, qué gran sentido del humor a costa de los matados que ni te dignas a mirar por la calle. ¿Y eres tú el que me tacha de irrespetuosa? Das asco.

– Pues antes no te lo daba.

Ya estamos.

– Pues ahora sí -y le fulmina con la mirada, pero no parece importarle, es más, incluso se diría que disfruta-. Y voy a revolver este antro hasta que dé con la guita y la ropa, si es que no han entrado ya sus vecinos a saquear.

– Haz lo que te venga en gana, pero rápido. Te espero fuera diez minutos, después cojo el coche y me voy, y tú verás cómo te arreglas para salir de aquí.

Pero Clara ya no oye ni atiende ni siente cómo sus pisadas se alejan. Husmea, huele, rastrea, busca contrarreloj una respuesta porque aquí falta algo, dónde está la ropa, dónde la chupa, las botas perennes, los vaqueros gastados, las camisetas con la cara del Che que le había visto tantas veces, dónde el jersey de rayas rojas y negras al estilo Freddy Krueger, la pañoleta de tela vaquera que se ataba al cuello, los mitones que se ponía en invierno, aquella chaqueta de punto raída que decía de coña que le calcetó su abuela.