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Y las pelas, el fondito para un por si acaso, una salida para no quedarse colgado, un seguro ante cualquier contingencia, una vía de escape por si un día volvía de sus palos con los bolsillos vacíos, derrotado por el fracaso, ya demasiado viejo para esta sociedad moderna y sin la dosis diaria en su cuerpo.

Y, de pronto, contempla junto al colchón maloliente la vieja guitarra española de cuerdas vencidas y madera sin barniz, pálida y ojerosa, que la ha estado espiando siempre, con su solo ojo, desde que invadió la intimidad del refugio de su amigo. Qué capullo, yo que creía que era una compañía para los ratos tontos y resulta que más que florecer en cánticos, más que romperse en corrientes de música mal afinada, el trasto sólo sirve para esconder el tesoro, como la hucha cerdito, la caja fuerte tras el cuadro o la barriga de una muñeca mal remendada.

Pero no. Clara la coge, la sacude, la agita, mira dentro de su cabeza de cíclope, mete la mano en su vientre vacío y nada, no está aquí, ningún sobre pegado con billetes dentro, nada de paracaídas ni barreños de agua ni colchones de piedad debajo del trampolín, a la espera.

El colchón.

Lo levanta con esfuerzo del suelo, lo arrastra como puede hacia un lado y descubre, excavado en el piso de tierra pisada, un agujero en el que se alinean, con precisión matemática y hasta quisquillosa, cajas de plástico que sirven de pozo abierto y amargo, como armario secreto y rincón oculto, para esconder los deseos en bolsas con logotipos de hipermercado llenos de calcetines, de pantalones de chándal, de chaquetones envejecidos, de oscuras novelas de Marcial Lafuente Estefanía o Edel Stephen ya sin tapas y casi sin letras.

Clara las abre y, como en las tinajas de Sésamo, encuentra los preciados bienes que con tanto celo el Culebra se molestaba en ocultar: un mechón de pelo trigueño cuidadosamente guardado en un sobre escondido a su vez en el bolsillo de una cazadora, un par de guantes de boxeo demasiado deteriorados, un cinturón naranja-verde de judo, una camiseta del Atlético de Madrid con tremendo manchón de tinta en la pechera, un juego de baraja española sin abrir, un calendario del año pasado con sus días tachados y marcados, unas zapatillas deportivas sin cordones y en pésimo estado y, quién lo iba a adivinar, fardos y más fardos de ropa de marca: sobrios trajes de Cerruti y Armani, camisas de Loewe, chaquetas sport de Yves Saint Laurent o Ermenegildo Zegna y hasta alguna corbata de seda con pañuelo a juego. Eso sí, quizás alguna talla más grande que la del Culebra pero en perfecto estado y, joder, es demasiado para él, casi demasiado hasta para Ramón, porque esta corbata es cojonuda, preciosa, de un azul delicado, eléctrico, elegante. Y de Hermès. ¿De dónde habrá salido todo esto? Quizá provenga de un palo a una mansión de La Moraleja y pensaba venderlo para sacarse una pasta. Pero es ropa usada, y vamos a ver qué asoma por aquí… Sí, el forro de esta chaqueta tiene grapado un resguardo de tintorería.

– ¿Qué hay en las bolsas? -es París, que vuelve a asomar la cabeza por el dintel.

Clara se retuerce sobresaltada.

– Nada, ropa vieja.

– ¿Dónde estaba? ¿Y qué interés tiene la ropa de este tío?

– ¿Tú no eras el que decía que si tardaba en salir te ibas? ¡Pues vete de una vez y déjame hacer mi trabajo en paz!

– Cinco minutos, Clara, ni uno más. Cinco minutos y me marcho, que la secretaria del juzgado dice que ha visto una rata y está de los nervios.

– Pues dile que se ande con cuidado, que aquí las ratas son antropófagas y se comen todo lo que encuentren, párpados y lóbulos de oreja de yonquis en pleno síndrome, los pulpejos de las manos de niños que se quedan dormidos afuera… Cualquier carne blanda les viene bien, que pregunte a los chavales de ahí cuántas falanges han perdido por mordeduras de rata, que les pregunte.

– Qué asquerosa eres, lo que te inventas para molestarla.

– No me invento nada, si vinieras más por aquí sabrías que es verdad. Y no lo digo para asustarla, peor es ella por dejarse amilanar.

Porque la que no se amilana soy yo, lo que faltaba, que me vaya a dejar roer por una comadreja solterona. Y qué más, largarme ahora que he dado con el foso de los misterios y estoy a punto de sumergirme como un buzo ciego desventurado. Y aparta la ropa, se arrodilla junto al hueco y se remanga dispuesta a encontrar de una vez por todas aquello que presiente y aún no ha sido hallado, porque lo que no me puedo creer es que el Culebra fuera tan previsor como para reservarse chinas sin fumar y ni un duro en la caja fuerte, es tan absurdo como tener…

… como tener una decena de trajes y ni un solo par de zapatos de vestir.

Y los saca del fondo y comprueba en su plantilla sus enseñas, George's, Castellanos, Lotusse, y se fija en que tal vez son algo pequeños para el Culebra, y de cada uno saca su correspondiente calcetín. Y en ellos encuentra un fajo de billetes de cincuenta y otro de veinte que suman en total la asombrosa cifra de seis mil euros, un millón de pesetas de las antiguas; un saquito de joyería con tres dientes diminutos y blancos; una postal publicitaria de Torrente, el brazo tonto de la ley dedicada para el Culebra en términos francamente cariñosos por el mismísimo Santiago Segura y, ya en el último calcetín, un teléfono móvil de un amarillo chillón, posiblemente uno de los modelos más baratos del mercado, con su correspondiente cargador que debía de enchufar en la única toma de corriente de la chabola, una toma cómo no clandestina que, sacada a traición y con total alevosía del poste de luz más cercano, atraviesa la estancia como una frontera imaginaria en forma de cable negro que en cualquier momento podría haberle dejado frito, más por lo cutre y el mal estado del puente que por la potencia de la tensión. Pero todo vale cuando se trata de sobrevivir y de encontrar una fuente a la que conectar la diminuta tele en blanco y negro o la lámpara, aun a riesgo de electrocución en los días de lluvia. Total, a Iberdrola qué más le da.

Justo cuando París, impaciente y enojado, pone en marcha el coche haciendo ademán de marcharse, aparece Clara con una caja a rebosar de pruebas, la media botella de lejía con el geranio y una bolsa de basura que oculta un pequeño bulto que a saber qué es. Se introduce en el asiento trasero sin saludar a la secretaria judicial, aunque sólo sea por compromiso o educación, y ordena:

– Tira, Carlos.

*

Clara no abrirá el pico hasta que no se libren de la solterona, ni siquiera cuando ésta, con su hociquito de resabiada dignamente levantado y un altivo golpe de su media melena color violín, le exija un informe detallado de cuantos objetos hubiera incautado de la morada del interfecto para así, de paso, recordarle quién manda, que para eso se ha sacado unas oposiciones como es debido, usando la cabeza y sin disparar tiros, sin mezclarse con la calaña ni rebuscar en las basuras de los drogadictos ni andar por ahí de marimacha siempre entre los hombres como uno de ellos, con esos andares desclasados tan poco finos, tan poco femeninos. Ella no, desde luego, ella es una señorita, con sus falditas tableadas y su pañuelito al cuello, y no tiene nada que envidiarle a esa brutota porque, total, qué se le ha perdido por esas calles repletas de maleantes corriendo y sudando junto a hombres tan recios, tan violentos y bruscos, tan viriles y fuertes con sus amplios torsos y esas manos ásperas que aprietan y golpean y manosean… Pues eso, que ella no trata con polis callejeros sucios y libidinosos, aunque para hacer honor a la verdad no todos son así. Sin ir más lejos este chico, que conduce tan prudente y se preocupó por darme conversación y no dejarme sola cuando llegamos a aquel sitio horrible lleno de indigencias, es totalmente diferente al prototipo. Y es que él ya lo dijo: entre el lumpen hay mucho desaprensivo suelto, y en la Policía también. Sí, parece una persona seria: apuesto, agradable, galante, buen mozo… Algo rellenito, la verdad, pero eso se soluciona en un santiamén con unas semanitas a dieta. Pobrecillo, tener que aguantar día tras día a esa borde que le trata fatal y ni le habla, toqueteando ese absurdo teléfono amarillo como una niña malcriada con uno de sus videojuegos. A lo mejor ni se ha enterado de lo que le he dicho: