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– ¿Me oye usted?

Y Clara, abstraída en la disección del móvil del Culebra, se hace la loca para no tener que responder a esa frígida reprimida que desde que se metió en el coche ya me miró mal, arrugando la nariz como si apestara, y por eso tiene que ser París el que, cordial y hasta empalagoso, responda por ella y su empecinado mutismo con el sempiterno claro que lo hará que los padres usan para obviar con retórica cortesía el silencio maleducado de sus vástagos rebeldes que ni muertos querrían darle las gracias o un beso en la mejilla por su asqueroso regalo, puag, al vejestorio canoso y fofo de la tía Aurora, por poner un ejemplo. Y es que en el fondo se siente como el más importante cantante pop del momento, un macho de fama mundial admirado por féminas babeantes de medio mundo que, nobleza obliga, entiende como un deber el tratar bien a sus fans. Sí, definitivamente es un deber, aunque sean a veces tan patéticas como la secretaria, una pobrecita histérica a quien no le ha sonreído en su vida de virgencita de cristal ni el mismísimo cura que le da de comulgar cada domingo al pie del altar.

Clara, aunque vaya a lo suyo, se da perfecta cuenta del rollito desesperado de seducción de ella y del voy a dejar que me adores de él, pero no dice nada porque, sencillamente, tiene cosas mejores en que pensar. Como en intentar penetrar en la agenda de este móvil de mierda probando una y mil combinaciones del menú con los dedos enguantados en látex y procurando no borrar posibles huellas en las teclas antes de que se le acabe la poca batería que le queda y se apague sin remedio, para encontrar las llamadas realizadas y recibidas, y es que soy una torpe. Yo de móviles, incluyendo el mío, maldita la idea. Y lo sacude como si fuera un pelele que se niega a cantar su información. Dime algo, cabrón. Suéltalo ya.

Tan absorta está que ni se despide de la pedorra cuando sale del coche ni se entera de que ésta le ofrece su número de teléfono a París ni, por tanto, aprovecha la oportunidad de burlarse de él con una frase hiriente una vez más.

– ¿Por qué no te sientas delante, Clara? No me apetece hacer de taxista.

– ¿Mmmm?

– Que pases para delante te estoy diciendo.

– Aquí estoy bien.

– Insisto.

– Qué pesado eres. ¿Nadie te ha dicho que eres un coñazo?

– Podemos probar a ser civilizados.

– Quién dice que no lo esté siendo.

– A ver -y se vuelve, apoya la manaza en el respaldo de su asiento y la mira con sus malditos ojos grises, con los benditos ojos grises que un día fueron adorables, mártires y santos y que ahora pretenden, tal vez, ser conciliadores-, yo no te estoy diciendo que nos vayamos a tomar una caña juntos ni que haya olvidado de un plumazo todo lo que me hiciste al final, pero deberíamos intentar ser profesionales, recordar que servimos al Estado por encima de nuestras rencillas personales y, al menos y en nombre de la Patria, intentar soportarnos.

– Hombre, si me lo pides en nombre de la Patria y por el bien del caso… -y rebosando ironía por la comisura de una sonrisa que no acaba de parir, se desliza por el hueco que resta entre los asientos y se deja caer delante.

– Es del caso de lo que quería hablarte.

– Estupendo, porque lo cierto es que he estado mirando este aparatejo mientras la del juzgado tonteaba contigo y tú te dejabas y me apuesto lo que sea a que en la agenda hay números interesantes que seguro que nos pueden ayudar.

– Clara, no te embales: para mí no hay caso.

Ella se queda en blanco, paralizada y con expresión de sorpresa ante el fotomatón, como si hubiera sido inmovilizada por el cruel dedo que en el mando del vídeo pulsara el botón de pause. Pero poco a poco, a pesar de la lentitud que imprime al cerebro la noticia, a pesar del chaparrón de hielo y de la lasitud de los miembros, los cabos se van atando y las furias encuentran su lugar.

– ¿Para eso querías que pasara aquí delante?

– No empieces, no es nada personal.

– No, por supuesto que no es personal, es justo lo contrario. Yo te doy exactamente igual, eso lo tengo asumido desde hace tiempo y no me importa, pero lo mismo te pasa con el Culebra, que te da igual, que no consideras su muerte ni una desgracia ni un crimen ni una pérdida. No es personal, qué va a ser personal si ni siquiera lo calificas de persona.

– Volvemos a lo de siempre, te obcecas en la única realidad que ves, la tuya, y no te paras a pensar con objetividad. No hay caso. Asúmelo, es un yonqui cualquiera muerto por una sobredosis cualquiera. Pura rutina.

– Aquí el único rutinario eres tú, que no ves más allá, porque resulta que no, que no era un yonqui cualquiera sino un confidente de la Policía que días antes nos había dado un soplo muy importante.

– Que no está confirmado.

– No me vengas con mamonadas, ningún soplo se confirma hasta que se confirma, lo sabes perfectamente. Y te voy a decir una cosa: si te jode mancharte revolviendo entre la mugre es asunto tuyo, si tu máxima aspiración es investigar las rayas que se meten las duquesitas es asunto tuyo, si te crees un gran servidor de la Patria pero los que viven en las chabolas, los que duermen en los bancos, los que trapichean con pequeñas cantidades en los parques no forman parte de ella, es asunto tuyo. Allá tú con tus aires de grandeza porque todo te apesta desde tus alturas. Yo me quedo en el suelo y me pringo en la mierda porque ése sí es mi deber y para eso me pagan, y fíjate, desde aquí abajo veo más de uno y más de dos indicios que acabarán confirmando que sí hay caso, así que de momento tendremos que seguir hasta que los análisis pertinentes me quiten la razón, por lo que te aconsejo que por ahora y hasta que te libres de mí no me jodas más. Y punto.

– Nada de y punto, siempre con tus y punto y tus cabezonerías de exaltada que siempre se sale con la suya. Pero no pienso alterarme ni discutir ni ponerme a tu altura. Cuando lleguemos a comisaría exponemos nuestra postura a los superiores y que ellos decidan. Siempre has sido una indisciplinada, pero esta vez no te va a quedar más remedio que achantar, lo que tú necesitas es alguien que te ponga…

– Que me ponga qué, a ver, genio, dímelo tú. Qué necesito yo, eh, qué sabes tú si no sabes ni quién soy. No me conoces de nada, olvídame, soy otra, no la niña tonta que camelaste con tu labia barata, déjame tranquila con lo que necesito o no. Y coge de una puta vez ese móvil que no para de sonar.

– Ya, pero es que es tu móvil.

Joder, menudo corte. Y quién coño llamará. Ah, Ramón. A ver qué hueso se le ha roto ahora a éste.

Qué. Espera, no te oigo bien, ¿dónde estaba el botón para subir el volumen? Ya está. Qué quieres.

¿Qué? No te oigo. No oigo nada. Este trasto es una…

Pero ¿qué dices? Mira, no me entero. Voy a colgar. Adiós.

– Le has colgado a tu marido -la mira sorprendido-. Se va a enfadar.

– Lo dudo. Aunque no te lo creas, hay personas que no son susceptibles.

– Huy, qué miedo, vaya modo de saltar, qué manera de defender a su hombre. Claro, no me extraña, como es millonario…

– ¿Millonario?, ¿de dónde te has sacado esa gilipollez si puede saberse?

– Es lo que todo el mundo dice en comisaría, que menudo triunfo, que qué buen partido, que hasta es marqués de no sé qué, o conde, o algo por el estilo.