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– ¿Conde? Esto es lo último. Qué panda de marujas, qué asquerosos.

– Frena, que a mí me da igual, me parece muy bien y me alegro mucho de que ese pobrecillo te soporte y de que te hayas casado y tengas papeles y ceremonia religiosa con velo blanco y marquesado y un marido y una suegra tan, tan lo que sea que hasta el comisario les lama el culo. Así te dolerá menos que yo esté con alguien. Porque estoy con alguien y estamos fenomenal, ¿sabes?, y ella es maravillosa y me escucha, y entiende la presión de este oficio.

– Ya, que es perfecta, vamos, como de anuncio de colonia.

– Lo sabía. Ya está ahí.

– ¿El qué?

– Tu cinismo, tu mala leche, ese modo irónico de reírte de los sentimientos más íntimos y profundos de la gente porque te crees más lista que nadie.

– ¿Yo? Esto es como un déjà-vu, no puede ser cierto que estemos otra vez discutiendo como si no hubieran pasado años desde la última vez que nos vimos. Y no es que hayas cambiado, es que has ido a peor y ¡joder!, ¿este trasto no va a dejar nunca de sonar?

¿Sí? ¿Quién es?

¿Tú otra vez?, pero ¿qué quieres?

¿Qué? ¿Que qué tal? ¿Y para eso llamas?

No, no, si me parece genial.

Pues bien.

Sí, sólo bien.

Es un pesado, se cree mejor que yo. Y ha preguntado por ti.

No, está aquí al lado, conduciendo.

Mira, el listo se acaba de pasar otra vez la salida correcta.

¿Quieres saludarlo?

Ya, pero es que me da igual, que piense lo que quiera.

¡Ay!, no me riñas, es lo último que me faltaba hoy.

Sí. Horrible, un día horrible. Y aún no ha terminado.

Ahora vamos a comisaría y después, si puede ser, por fin a casa.

¿Y para qué llamaba?

No, es que no sé qué puede querer tu madre de mí, como no soy rubia ni llevo pendientes de perlas… Imagino que no pretenderá llevarme a alguno de sus rastrillos benéficos. Pero bueno, si me ha dejado un mensaje, pues ya lo escucharé.

Oye, que cuelgo, que no me quiero enrollar más. Abrígate. Adiós.

Y tras guardar el teléfono se topa con la mirada ceñuda de París.

– Cómo has podido decir eso estando yo delante.

– ¿Te ha molestado?

– Pues sí. Qué corte, no quiero ni imaginar lo que pensará tu marido de mí. Probablemente que soy un imbécil. Claro, como es millonario. Seguro que es de los que usan gomina hasta para jugar al paddle.

– Pues no, y ni siquiera se tiñe el pelo. No como otros…

– ¡Yo no me tiño el pelo! Es que mi novia es peluquera, y claro, ella de esto sabe mucho y me ha dicho que me queda mucho mejor así porque resalta…

– ¿He dicho yo algo de tu look? Y no te preocupes, que las mechas te quedan de vicio: hacen juego con el peazo pulsera calorra que te has marcado. Lo único que te falta ahora es un tatuaje en el hombro con un corazón y su nombre, y lo próximo será ir de platino y con pendientes, como Beckham.

Y se ríe cínicamente porque toma, ahora recibes tú, tanta jodienda con el monóculo y el conde y el paddle que ya hasta casi me da vergüenza tener un marido como Ramón, como si eso fuera pecado, como si lo nuestro no fuera limpio, sólo un contrato, una avenencia sin amor, como si yo fuera otra y me hubiera olvidado de la Clara de antes, como si hubiera traicionado algo o a alguien. Él se revuelve, le duele, le lastima, aprieta el volante con fuerza. Pues que se aguante, que tampoco es para ponerse así, menudo suspicaz.

– ¿Qué pasa si le gustan Beckham o los tatuajes? -dice de pronto, y hay una amargura en su voz que no conozco-. ¡Me respeta! No me cuestiona a cada momento. Si hasta se ríe de mis chistes, ¿lo entiendes?, ¡de mis chistes!, con lo paquete que soy yo contándolos y a ella le hacen gracia. Y qué si sólo vemos películas de Jennifer López, y qué si no sabe quién es Vladimir Nabokov, y qué si jamás ha ido al teatro ni ve los documentales de La 2 o sólo fue al Prado una vez con el colegio. Adivina lo mejor: ¡me quiere! -Clara se da cuenta de que una nube pasajera vela por un instante su mirada y no alcanza a saber ahora, que ha olvidado cómo leer en sus ojos, si de pena o de tormenta-. Y atiende -insiste de nuevo tras una pausa-: No puedes juzgarme sólo porque ya no sea el de antes.

Qué le contesto si tiene razón, quién soy yo para juzgarle si él mismo está asumiendo que se ha vuelto un hortera por amor o por la pereza de dejarse dominar, amansar por una hembra caliente y cariñosa que le llama churri y con la que la vida, seguro, es mucho más fácil que conmigo. Quién soy yo para juzgar sus derrotas si él mismo está reconociendo que se ha dejado vencer.

Mejor callarse, mejor dejarlo estar. Mejor no hacer leña de una afirmación tan valiente, tan jugosa, tan rendida, tan cobarde y tan sincera. Por una vez mejor respetarle, piensa, y cuando se bajan del coche, cuando caminan juntos hasta la comisaría en silencio con las manos en los bolsillos, cuando entran indiferentes a las miradas suspicaces y ruines del gordo gilipuertas que hace como que vigila la entrada, incluso cuando ya se encuentran ante Santi que sentado ante su mesa lee por una vez quieto y despreocupado en todo el día el periódico, con la calma de la tarde ya vencida cuando la jornada toca a su fin, todavía le dura a Clara (en la cara, en sus ademanes, en sus gestos) esa actitud respetuosa, de deferencia y reconocimiento hacia su ex, hacia el que ahora es su compañero. Claro que los demás dirán que es arrobamiento y sumisión, que vuelvo a caer otra vez en sus garras, que en sólo un día ya me ha puesto en mi sitio y por fin alguien me ha hecho callar. A estas alturas ya será un héroe, seguro que el bocaoreja ha avanzado más que nosotros, que el de la puerta se lo ha dicho al de recepción, éste al de la oficina de Denuncias, ese otro al de los DNI y así ha corrido la cosa de modo que hasta la de la limpieza sabe que soy una lililla sólo porque Carlos me ha pillado desprevenida con un ataque de sensiblería que me ha descolocado. Hay que fastidiarse, menudo manipulador. Yo me piro a donde sea a recomponerme antes de que este esbozo de cretina se instale para siempre en mi cara y se vaya al traste en un minuto mi reputación.

– ¿Y qué? -pregunta Santi levantando la mirada del periódico.

– Nada -contesta París enseñando las manos vacías.

– Eso lo dirás por ti -responde Clara con mala leche-, yo he encontrado todo esto.

Y exultante y triunfal despliega ante su mesa el arsenal de bolsitas de plástico con media vida del Culebra dentro.

A Santi no le pasa desapercibido su aire orgulloso de niña sabihonda.

– Muy bien, a ti te voy a poner un nueve -le dice a ella-, y a ti sólo un cinco pelado -y le guiña un ojo a París-, para que aprendas de Clarita, que sigue siendo la más lista de la clase.

– Imbécil -bufa, y les da la espalda a ambos absorta en sus pruebas.

– ¿Qué haces? -la interpela París al verla ponerse unos guantes y abrir la bolsita sellada con el cargador y sacar el móvil del Culebra para enchufarlo con sumo cuidado a la corriente-. Deja eso, deberías preocuparte más por hacer un resumen de las indagaciones efectuadas, para que Santi pueda opinar sobre nuestras discrepancias con respecto al caso, que por manipular unas pruebas que igual ni siquiera necesitaremos.

– Que se lo haga su madre, yo me estoy meando.

Y desaparece hacia el lavabo con un tremendo portazo.

– Qué mala leche -suspira Santi doblando el periódico con resignación y guardándolo en un cajón.

– A mí me lo vas a decir -suspira también París, más resignado aún.

Son estúpidos, son engreídos, son unos retrasados. Y también estúpidos. No, eso ya lo he dicho. Da iguaclass="underline" son una pandilla de envidiosos. Y se frota con fuerza las manos enjabonadas y con el codo le da al grifo para que corra el agua que siempre, siempre, sale fría, gélida, casi congelada. ¿Ya ha acabado la niña de cantar la lección? ¿Le parece bien que le pongamos un nueve? ¡Qué lista es la niña!, rezonga para sí mientras arranca furiosamente toallitas de papel y, tras secarse, las arroja con desatino a la papelera. Me tienen harta. Qué asco me dan los hombres. Todos. Y no le importa que la hayan oído dos limpiadoras que se la quedan mirando como si estuviera loca de remate y se hubiera escapado del calabozo.