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Y también me da igual lo que digan y no me hacen ni maldita la gracia sus gracias, concluye descolgando el teléfono de su escritorio y marcando un número que comprueba en una tarjeta que guardaba en el bolsillo trasero de su pantalón. Vaya, otro papel arrugado por mi odiosa manía de guardarlo todo en el bolsillo de atrás. Menos mal que no lo va a ver Ramón, que si no me mata.

Al otro lado alguien contesta con tono monótono y ella pregunta ¿Sí? ¿La consulta del doctor Arnedo? Llamaba para pedir cita, tengo que llevarle el resultado de unas pruebas.

A las doce me va bien. Mañana estaré allí con la ecografía y los demás resultados, muchas gracias.

Y cuando cuelga se da cuenta de que París acaba de entrar. Joder, qué inoportuno es este hombre, me juego lo que sea a que estaba escuchando.

– Ha dicho Santi que se mantiene la investigación hasta que se analicen los objetos que has requisado. Yo le he respondido que me parece una pérdida de tiempo.

– Gracias por tu apoyo. No esperaba menos de ti.

– Mira, Clara -y se pone grave y habla con voz de persona razonable-, cuanto antes te convenzas de que echarle horas a esta investigación únicamente se debe a que el difunto era tu colega, mejor. Es un desperdicio en recursos humanos. No hay caso porque es una sobredosis, no hay indicios de violencia ni huellas, ni móvil, ni motivos para que le mataran. No hay más que la llamada de un yonqui colgado de sus alucinaciones. Y, además, debes pensar en lo que más te conviene: arrastrarte por las chabolas ya no es adecuado para ti.

– ¿A qué te refieres?

– Tú lo sabrás mejor que nadie -insinúa con mirada capciosa y enigmática.

– Explícamelo, porque no entiendo lo que me estás diciendo.

– ¿A quién llamabas hace un momento? -pretende cambiar de tema.

– ¿Y a ti qué te importa? -y recoge sus cosas ya sin paciencia-. Si no se os ofrece nada más a ti o a Santi, me voy. Estar rodeada de tanto machito empieza a afectarme a los nervios.

Y sale decidida, poniéndose el abrigo a base de empellones contra sí misma, colgándose el bolso como un lastre que la hundiera en el suelo de linóleo, agarrando con fuerza la bolsa de basura, huyendo de la amarillenta irradiación fosforescente de los neones que le pinta ojeras, de los sillones de escay en la sala de espera, de los carteles ajados con el retrato de los terroristas más buscados, de los ancianos con alzheimer que esperan dóciles a que sus hijos vengan por fin a recogerlos o de los señores exasperados y con cara de cabreo que llegan para denunciar que algún chorizo drogado, como pudo ser el Culebra, les ha mangado el GPS del salpicadero una vez más.

Fuera empiezan a encenderse a media luz las farolas, y ya se siente el fresco en el aire y se huele que es otoño en las sombras que pueblan las aceras, y dentro de poco empezarán a crujir las hojas secas bajo los pies y la calle olerá a zapatos nuevos de colegio en vez de a hoguera de rastrojos, a cloro añejo de piscina, a final remolón de verano.

Clara se dirige a su coche a trompicones, aún le dura el sabor a indignación en la boca, va buscando las llaves en el bolso y, como siempre, estarán en el fondo, es otra de mis maldiciones, cuantas más ganas de llegar a casa y quitarme los zapatos, más tardan en aparecer. De todo, encuentro todo menos el puto llavero. ¿Para qué quiero yo una agenda en la que jamás apunto nada?, ¿y el MP3 con las pilas gastadas?, ¿y caramelos balsámicos que no me como y se pasan y pringan lo demás cuando llega el calor? De todo, sale de todo menos el llavero; kleenex, el móvil, juego de esposas, barra de labios, espejito rajado, porra retráctil, ratón de pega para la gata, una caja de paracetamol… No hay manera, pero esto lo arreglo yo, vacío el bolso en el capó y ya pueden ir apareciendo las llaves o levanto el techo con un abrelatas, hago un puente y me piro antes de que… ¿Y esta tía quién es?

– Hola, ¿esperas a alguien? -se dirige a una joven que espera apoyada en el coche aparcado junto al suyo.

– Sí, pero es que no sé si se habrá ido ya, es que yo quería darle una sorpresa y a lo mejor le parece mal, no sé, igual pensaba salir a tomar una copa con sus compañeros y casi creo que sería mejor si me fuera, aunque claro, ya que he venido hasta aquí… -y la mira de pronto a los ojos y Clara puede ver en los suyos, furiosamente sombreados de azul, toda su inseguridad, su indecisión, y le da lástima-. No sé qué hacer.

– Bueno, si me indicas de quién se trata a lo mejor puedo decirte si se ha marchado ya o no -se ofrece en un acto inesperado de solidaridad femenina, enternecida tal vez por la mirada perdida de esa chavala tan expuesta, indefensa, que pudo haber sido ella hace años.

– ¿De verdad? ¡Gracias! Es que me dio un arrebato y me he venido al salir del curro sin consultárselo, y como yo sé que a él le molesta que haga las cosas sin decírselo antes, pues no sé cómo le va a parecer, pero es que si se lo digo ya no es una sorpresa, ¿me entiendes? Mis compañeras de la pelu me han dicho que sí, que venga, que a los hombres hay que perderles un poco el respeto y que a ellos les pone que tomemos la iniciativa. ¿Tú qué piensas?

– Depende del hombre, y también de la mujer -responde con una sonrisa alentadora, como para darle ánimo a esa pobre chica que sólo pretende agradar a un novio del que aún no está muy convencida y que, para qué negarlo, le está cayendo ya, sin saber quién es, bastante gordo. Menudo tirano, vaya tío mandón que todo lo quiere gobernar, que todo lo controla, que hay que organizado todo previamente y pedirle permiso para todo y todo consultárselo sin un resquicio a la espontaneidad, a la ternura no programada, a la alegría y a las sorpresas y los sobresaltos porque sí. Qué agobio me entra sólo de pensarlo, estoy casi por decirle a esta pobre que lo mande a tomar viento, aunque no, pobriña, se la ve tan ilusionada, y quién soy yo para meterme en su vida sin haber sido invitada. Si le gustan tiranos allá ella, si es un ogro pues que se dé cuenta por sí misma, que de todo se tiene que aprender, hasta de los desengaños.

– Ya, pero ¿a ti qué te parece? -me consulta.

– A mí me gusta que me vengan a buscar, y que me mimen, y que estén pendientes de una. Pero no se trata de mí, ¿no? Me huelo que no llevas demasiado tiempo saliendo con él.

– La verdad es que no llevamos mucho, tienes razón, pero Carlos dice que como a él conmigo le ha cambiado la vida, pues es como si lleváramos un siglo juntos -y se ríe con un sonidito dulce, infantil, algo ridículo quizá, como con risa de ratón de dibujos animados-. ¿A que es una ricura?

– Sí, riquísimo -hay que joderse, como le diga a ésta quién soy me saca los ojos con las uñas. Estas niñitas inocentes a las que les salen las tetas antes que los dientes saltan a la yugular por menos de nada, si lo sabré yo que tengo que lidiar con ellas cuando toca redada de pastis en las discotecas. Y qué le digo. Joder, qué marrón, si voy a cagarla de todas formas-… Carlos, ¿no?

– Sí, Carlos París. ¿Le conoces? -y se le ilumina la cara con una sonrisa de tonta enamorada que hace que a Clara se le encoja el corazón-. Ay, se me olvidaba, yo soy Remedios, bueno, Reme, encantada. ¿Y tú?

– ¡Clara! -brama París acercándose antes de que le dé tiempo a pronunciar palabra alguna-. ¿Qué haces aquí?

Mientras llega a su lado jadeando temeroso, a la defensiva, la dulce Reme abre la boca una cuarta con asombro y sus labios murmuran inaudibles un «¡¿cómo?!» a la vez que sonríe confusa con sus ojos bañados en azul que la analizan ahora, y la estudian, y la miran y remiran de arriba abajo calibrando si es más joven o vieja, más delgada, más alta, más guapa, más elegante, mona, resultona, tetona o culona o todo lo contrario que ella y a Clara le da tiempo a recomponerse, a simular tranquilidad y rebuscar en su interior hasta encontrar toda su clase, toda su ironía, un saber estar y una seguridad que en realidad no siente para contestar como si no viviera esa absurda situación.