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– Por fin apareces, ya se temía esta chica tan maja que te hubieras ido sin ella.

– ¿Y tú…? -continúa él atacando insistente.

– ¿Yo? Pues si mal no recuerdo trabajo aquí, y ese de ahí es mi coche, y me voy a casa ya, antes de que mi marido se canse de echarme de menos.

– ¿Estás casada? ¡Pues qué bien!, digo, pues que… eso… que me alegro -exclama Remedios con un asomo de rubor ante tamaña metedura.

– Sí, estoy casada, y sí, ya me imagino que te alegrarás -responde con una sonrisa-, aunque no debes preocuparte porque Carlos y yo vayamos a ser compañeros una breve temporada, al fin y al cabo todo en nosotros fue naufragio.

– ¡Hala! ¡Qué frase tan bonita! Es de una canción antigua, ¿verdad? A mí me la escribió una vez un novio en una carta, pero me la mandó después de que le dejara, ya ves qué faena, si llego a saber que era tan sensible no lo dejo.

– Sí -responde Clara con pena, para qué te lo voy a negar, niña de mechas rubias y raíces negras-, es una canción muy antigua de un artista que seguro que no recuerdas -cómo lo vas a recordar, niña eterna de pestañas azules, si nunca existió para ti, si vives ignorante de las musas entre masivas músicas triunfales, si meces en tu regazo los ecos de famas inciertas, de carpetas con fotos de cantantes bellos pero asexuados, de sueños con héroes que son polis como los de la tele-, se hacía llamar Pablo Neruda, y seguro que murió antes de que tú nacieras -y tarde o temprano descubrirás que los héroes no existen, que a los cantantes asexuados les atraen más los de su propio sexo, que los policías se parecen más a los malos que a los buenos, que, a fin de cuentas, los hombres son tipos iguales que asumen con mejor o peor fortuna los disfraces que les ha tocado llevar, y todos buscan lo mismo, todos, y es tarea tuya, sólo tuya, conservar un poco de inocencia, de ilusión intacta, para poder ofrecérsela un día a aquel que no la vaya a desperdiciar-. Bueno, tengo que irme, es la hora de partir, la dura y fría hora que la noche sujeta a todo horario. Por cierto, si quieres saber más sobre Neruda pregúntale a Carlos, antes solía gustarle. A lo mejor todavía recuerda algo.

Y me doy la vuelta como en Casablanca, con una imagen en mi mente que quiere reflejarme en blanco y negro, entre niebla, irreal, y quisiera tener el porte de Ingrid Bergman desapareciendo para siempre con su sombrerito, o la gloriosa dignidad de Rita Hayworth entre espejos en La dama de Shanghai, pero sólo soy yo vencida, desbancada por otra más joven, humillada por una impúber con los pechos bien altos, bien arriba, que no sabe quién es Pablo Neruda. Ah sí, el autor de aquel bolero tan cursi, no te jode. Pero claro, para qué saberlo si tiene esa sonrisa.

Y tan consciente como soy de mi estupidez, de mis patas de gallo, de las cartucheras que pretendo disimular con pantalones flojos, lo soy de que París me importa una grandísima mierda. Se trata de algo entre ella y yo y la vi muy elegante, muy culta, pero algo ya gastada ¿no, churri?, que es lo que le dirá a ese asaltacunas tan pronto como me haya ido, y qué más me da el a ti qué te importa de Ramón cuando se lo cuente, si es que se lo cuento, y el si es que no vales ná de los compañeros cuando quieren hacerte de menos y que te sientas insignificante, y el tonillo de estirada que la mamá de Ramón usa para recordarme que ya no deberías ponerte cierto tipo de ropa, ¿sabes?, te lo digo por hacerte un favor, como una opinión objetiva para que aceptes, aunque duela, que cuando se llega a una cierta edad se debe asumir que alguna ropa juvenil ya no está hecha para nuestro cuerpo, aunque para algunas lo esté, porque a medida que la condición social de una persona aumenta ésta ha de ser consciente de renunciar a ciertas comodidades más propias de la juventud que, como parece ser, es exactamente lo que ya no soy. Y duele.

– Clara -y la voz seria de París, hasta cohibida incluso, la obliga a girarse, a renunciar a su digna retirada, a exponer de nuevo al escarnio público sus pecas, su diente mellado desde aquel día en que se cayó de la bici, las ínfimas arruguillas que han brotado poco a poco en el precipicio de sus ojos tras tantos años de reír y reír y llorar.

– Qué pasa ahora.

– No podemos irnos. Acaban de encontrar a una puta muerta en su apartamento. Cerca de aquí, en el barrio. También es mala suerte que me encarguen un homicidio y ahora me encalomen otro por el precio del mismo. Y tú estás conmigo. Tenemos que acudir antes de que levanten el cadáver.

La oscuridad se cierra sobre nosotros tres como el cinturón ruidoso del mar cuando ciñe la costa. Cae el silencio, surgen frías estrellas que desconocía que existiesen, de alguno de los edificios que dan a esta plaza se escapan risas enlatadas y parpadean en las cortinas las sombras de los televisores. Con el ruido se levantan mis pensamientos y vuelan, se van a lo alto como emigran los negros pájaros tras cada verano que claudica. Miro arriba y las ventanas, azules, parecen escaparates de un acuario.

Me encojo de hombros. Suspiro. Me resigno.

– En fin, vamos.

– Pero cómo, si yo quería darte una sorpresa… -protesta débilmente Reme al fondo-. Jo! ¡No es justo!

– Venga, prince -¿prince?-, si no tardo nada, si vuelvo enseguida. No te enfades, ¿vale? Te debo una, ¿sí? ¿Qué te parece si este finde vamos a ver esa película que te hacía tanta ilusión de Jennifer López?

Mientras los tortolitos se despiden telefoneo a Ramón que estará solo, esperándome, abandonado y varado como los muelles en el alba. París se entretiene seduciendo un poco más a su princesa y yo aguardo, sola también, sin nada que hacer, sin nada alrededor o cerca de mí, sólo las sombras trémulas y azules que se retuercen en mis manos.

Y Carliños París que no llega.

Ramón solo en casa.

La princesa, que está triste y llora.

Las gentes en sus salones, embobadas ante la caja tonta, más allá de todo.

Una puta muerta en su apartamento, más allá de todo.

Se sienta al volante y arranca por fin, viendo cómo se queda enjugando sus lágrimas de gominola y sal junto a los coches muertos, apagados.

Es la hora de partir. ¡Oh, abandonados!

VIII

Palomitas de maíz como cerebros diminutos y una puta colgando del techo.

Palomas de maíz como cerebros desbordados, imposibles, inhumanos, y la puta que se balancea levemente en el aire con su cara despintada, el maquillaje corrido, las medias rotas, un zapato en el suelo y otro colgando cual pluma, sombra o gotera de su piececito, y las uñas desconchadas, el pelo revuelto, el bustier mal colocado con un tirante caído, el otro desorientado y un collar de perlas gruesas al cuello que desentona en el conjunto y que, iluminado tan sólo por la luz de una lámpara sobre la mesita cuya pantalla se ha cubierto con seda roja, cómo no, qué típico, qué evocador, refulge como en la canción con brillos ensangrentados y sacramentales.

– Faltan las flores pisoteadas.

– ¿Qué flores?

París está en Babia, cosa rara. Ha venido todo el camino en silencio, para mi alivio, concentrado en encontrar la calle. Obviamente, si me hubiera dejado conducir a mí no habríamos tardado ni cinco minutos en llegar, pero como tengo un corazón de oro que no me cabe en el pecho y me daba pena su imagen de hombre acorralado entre su querida Reme y yo, no quise bajarle de su ficticio pedestal de valeroso agente del orden delante de la niña. A fin de cuentas y como hombre que es, no vale para muchas más cosas que la conducción de vehículos motorizados, así que le dejé llevar el coche y lo único que he conseguido es que se le haga la picha un lío y seamos los últimos en llegar. Esto me pasa por buena, o por tonta, qué leches, y claro, nos encontramos con una multitud, porque a ver quién es el chulo que se resiste a asomar la cabecita por la ventana o por el quicio de la puerta para averiguar de qué va la movida en el bloque de al lado y qué ocurre, por qué tanta poli y tanta sirena y tanto brillo rojiazul iluminando la noche y reflejándose en las fachadas de los edificios cinco tenedores, como diría Nacho, porque tratándose de lujo las cosas se miden por tenedores, chavala, ni estrellas ni soles, que eso es una mariconada, que lo sé yo. A ver, ¿para qué te sirven cinco estrellas a ti?, ¿para que te pongan en el baño jaboncitos de marca?, ¿para que te dejen en la almohada bombones de licor en vez de caramelos de eucalipto? Bah, mamonadas. Hazme caso a mí, la calidad donde se ve es en los tenedores, que para eso te los comes.