Выбрать главу

Sí, y en las batas de seda, y en unas zapatillas para andar por casa tan finas que parecen como las de ballet pero con iniciales bordadas en el empeine con hilos dorados y colores delicados como alas de libélula, y en las cofias almidonadas de las doncellas, níveas, impolutas y acicaladas, tiesas y temblorosas como colas de palomas asustadas que también se asoman tras los visillos para husmear, como el resto del barrio, qué es lo que le ha pasado a la chica del doce-primera, tan mona y tan educada, tan sencilla y tan comedida con sus trajes chaqueta y su discreción y sí, era un encanto, pero apenas manteníamos trato con ella, únicamente saludarnos en el ascensor y joder con el vecindario, oigo que suelta uno de los camilleros, hasta para cotillear son señoritos, nada de qué ha pasao ni qué ha sío ni a quién han matao, sólo caballeros muy dignos que vienen a preguntarnos si nos pueden ayudar en algo y que no dudan en ofrecernos su colaboración si lo consideramos necesario. Pero no nos engañan, ojo, en el fondo son las mismas ganas de saber aunque más contenidas, más sometidas, más dominadas. La clase es lo que tiene.

Y es verdad, son todos los mismos ojos temerosos y acechantes, los mismos ojos ansiosos y morbosos que todo lo quieren mirar, con el mismo reflejo malsano y horrorizado bailando en las pupilas y, como única diferencia entre los otros barrios y éste, un cierto pudor que se guardan bajo la lengua porque no se atreven a ser los primeros en mostrarse indiscretos al preguntar.

– ¿Qué flores? -insiste París.

– Las de la canción.

– ¿La de Alaska? -a veces no es tan tonto como parece, a veces creo que aún se acuerda de cómo fuimos y puede leerme el pensamiento igual que antes, y me dan ganas de confesarle ahora lo que sentía entonces, que su amor es un niño rubio que todo lo destroza. Pero sólo dura un instante, como un chispazo, como la llamarada de lucidez que ilumina de vez en cuando los rostros de los locos.

– Sí, ésa.

– Ya. Pues aquí nada de flores, aquí únicamente estas malditas palomitas.

Palomitas de maíz por todas partes, como cerebros diminutos esparcidos por el suelo, por la alfombra, por los brazos del sillón. Y la puta colgando del techo, porque eso es lo que dicen aquí mis camaradas, la puta, porque era una puta ¿no?, afirman los lupas, hay mil detalles que lo indican, y aseguran con su experiencia de sabuesos de las entrañas ajenas que no hay más que ver su armario, concretamente el cajón de la lencería, o su mueble bar, o la cómoda frente a la cama, en el dormitorio, donde guardaría los aperos de trabajo, que bien a mano que los tenía.

Será por eso, cabrones, eso va a ser, porque aquí ni espejo en el techo ni cama de agua ni peluches cursis sobre la almohada ni cabezal con forma de corazón. Aquí todo es discreto, aséptico y hasta señorial, su casa tan fría como una oficina, tan sobria como un despacho, tan austera como la UCI de un hospital, tan digna como un convento. Si no fuera por el pañuelo rojo sobre la lámpara, que lo tiñe e impregna todo y le da un baño de sexo barato y comercial, nadie adivinaría qué se vendía aquí, porque para encontrar los vibradores, la ropa obscena de cuero, los látigos, las botas altas, las pestañas postizas de mujer fatal, las esposas con que humillar a los que pagan y los potingues con que pintarles los labios con boquita de piñón a los señores velludos que se dejaban su buen dinero por una ración extra de humillación, habría mucho que rebuscar, abrir los cajones y husmear, no tener escrúpulos y escarbar en el fango y en la intimidad de los demás como están haciendo ahora con morbo, con delectación, con los ojillos brillando al imaginar a la puta que ahora cuelga del techo con tachuelas y puntera de metal y orejitas de conejita sexy y procaz y tanto vicio y tanto antifaz. Y mis adorados compañeros que se asombran y se extasían y murmuran entre dientes que parece mentira, nadie lo diría pero en algún lado tienen que estar los artefactos, no puede ser todo tan elegante, tan sencillo, tan normal…

Y entonces alguno que viene de fuera con los testimonios y los cotilleos fresquitos recién pronunciados, recién sonsacados, alguno que aún no se ha sobrecogido por la presencia de la puta colgando, alguno que aún no ha tenido tiempo de lamentar la enorme pérdida que habrá supuesto su vida para el mercado del placer, que tiene la lengua suelta porque sabe que todavía no han llegado los del juzgado, acaba por hacer el típico comentario que, cómo no, tarde o temprano tenía que reventar, pues claro, menuda gilipollez, no sé ni por qué os asombráis, ¿es que no veis que era una puta fina? De ultralujo, chaval, de las mejores. Tan fina que hasta dicen sus vecinos que era una chica estupenda, hay que joderse, con lo guarra que debía de ser. Lo que yo te diga, cinco tenedores, una puta cinco tenedores para que te lo coma todo. O para comérselo todo tú a ella, porque buena estaba un rato. Qué coño, y todavía lo está, fijaos qué tetas, y qué culo. Eso no es un culo, eso es un monumento. Tres dedos de mi mano hubiera dado por tocárselo.

– Cómo os pasáis. Dais asco.

– Sí, asco, anda que la Destripadora, Zafrilla y tú no miráis las pollas de los fiambres en el Anatómico y no comentáis luego mientras tomáis el café quién tenía el rabo más largo. No jodas, Clarita, que pareces mi abuela la decorosa.

– Los que no jodéis sois vosotros, salidos. Muy mal tenéis que estar para empalmaros con una muerta.

Me miran con ojos asesinos, con ojos de macho cabreado, con ojos rapaces de varón famélico jamás dispuesto a renunciar al privilegio de ejercer su masculinidad, y me asaetean con sus miradas porque no meo de pie, porque no me la casco en los retretes de la comisaría ojeando el Interviú, porque soy testigo non grato de sus vulgaridades, de sus bravuconadas, de las burradas que sé que dicen pero que no hacen, qué más quisieran.

Pues sí, así soy yo, no la alegre clavellina que va de esquina en esquina y que a nadie le interesa. Ésa está colgada del techo. No, yo soy la otra, el grano en el culo, la aguja que se te clava en la cacha cuando te lanzas sobre el sofá, el guijarro en el plato de lentejas, una monja de misiones en un burdel, la hija, la esposa, la hermana ante la que no se quieren decir tacos, ante la que se tienen que callar cuando preferirían hacerse los gallitos y los duros con los amigotes y los colegas. Soy la jodida madre superiora en un internado masculino, la profesora de ética en un aula de pandilleros, la mordaza, la censura, la que les recuerda con su presencia que hay Constitución y artículo 14, y faldas de reglamento y vestuarios femeninos y bajas por maternidad y mujeres con lengua y sesera que piensan y los juzgan y no se callan y se lo cantan a la cara bien alto y bien claro para que de una vez lo entiendan. Ésa soy yo, la que molesta. La oveja negra.

Y hay días, como hoy, en que soy tan torpe que abro la inoportuna boca en vez de hacerme la loca y les fastidio especialmente la diversión y les corto el rollo más de lo habitual y me odian porque molesto más que nunca y les da por farfullar, por rebelarse, por rebotarse y agarrarse las pelotas ante mí con sus dos manos y se plantan y se ponen bordes y en esta especie de pulso que mantenemos, tan enormemente desigual, deciden de repente un día, ante una puta colgada como del árbol del ahorcado, que no se dejan avasallar.