No, no se callan porque no les da la gana, y que me joda si me molesta, y que a las cosas se les llama por su nombre porque sí, porque así son y así las dicen ellos y que no venga con remilgos ni con aspavientos ni con amenazas de degüello, porque son hombres, qué cojones. Y si no me gusta ya me puedo ir yendo, porque las tetas se llaman tetas, las putas putas son y los coños negros agujeros. Y ni senos ni prostitutas ni vaginas; a cada cosa su nombre y con un par. Y todos, pero todos, con sólo una mirada se ponen de acuerdo y comienzan a evaluar la escena tras echar a los vecinos curiosos, aquí no hay nada que ver, esperen fuera, por favor, ya les tomaremos más adelante los datos para la declaración, y no se cortan un pelo, ni uno, y todos excepto París -ese cobarde que se hace el sordo con el rabo entre las piernas y no se decide a tomar posición entre ellos y yo- recorren cómodamente el apartamento con soltura y hasta con gracejo profiriendo en voz alta para que me entere bien y tome nota de que a la puta le falta un zapato, que la puta cuelga del techo con los ojos cerrados y la boca entreabierta, que la puta tiene el carmín corrido y la boca de fresa marchita y seca, los labios de corazón de melón otrora jugosos y hambrientos y por ellos se le escapó la vida y dijo adiós que me voy, que me muero, que me piro, la puta, la muy guarra, la muy perra, con su corpiño de raso bien apretado, con sus cordoncitos cruzados y ese escote sediento echando afuera el busto y marcando la cinturita de avispa que incita e hipnotiza, que casi duele de verla tan fina y exaspera y ahoga de saberla tan prieta, y quién hubiera podido sobarla, con las caderas en alto, con la risa bailando en la garganta traviesa, a la puta.
La puta tenía la voz ronca, dicen los vecinos, tenía voz como de melocotón amargo, pero era muy dulce, mucho, y tanto que sí, ríen éstos, menudo bombón, de chocolate blanco con su blanca palidez, lástima de jaca, más nívea ahora que nunca la puta, colgada de una viga con el escabel a sus pies caído, demasiado lejos de sus uñitas pintadas, de sus deditos semiopacos por la puntera de las medias, y esos morros que tenía, y esas medias tan delicadísimas, veinte euros por cada pierna y otros veinte por cada liga, mínimo, estoy por cogerle un par del cajón y aparecerle con ellas a mi mujer, ya verás qué cara, y no me mires así, Clara, ¿o es que tú no has arramblado con un geranio en la chabola del yonqui? Pues eso, que aquí todo se sabe, tú a lo tuyo y yo a lo mío y vaya con la ropa de la puta, tío, menudo vestuario para una lumi, ¿has visto el armario? Eso no es un armario, es una habitación sola para la ropa. Un vestidor que le dicen, colega. Cómo debía de ser de buena la puta que hasta tiene luz dentro y unas baldas de cristal que parece que los zapatos están en exposición. Claro que si mi Mari tuviera esos zapatos también los exponía, y yo hasta les tomaba declaración, porque no deben de haber visto cosas raras los zapatos de la puta ni nada, se me pone dura sólo de imaginarlo, tíos forrados de pelas a sus pies lamiéndole la punta a ese par rojo, tal vez un gordo con taparrabos de cuero bajándole con los dientes las cremalleras de estas botas de ante negro que le llegarían a la entrepierna, sus piececillos como peces pequeñitos asomando por entre el marabú de las chinelas de raso, su culo balanceándose al ritmo de los tacones del par aquel… Joder, es que se me cae la baba, la de zapatos que tenía esta puta, la tía, y de los buenos, y además qué gusto, qué clase… Y no os riáis más de mí, leches, lo que pasa es que sois unos bastos y se os pone tiesa con cualquier zorra arrastrada de la calle Ballesta mientras que yo, sin embargo, soy un esteta. ¿Os la imagináis despelotada en el depósito? Yo sí, y además al verla aquí, tan sola en esta casaza, tan lozana, tan vestida pero tan desnuda y con el tirante caído, pues se me ocurren fantasías. No, hombre, no me refiero a eso, malpensado, hablo de preguntas, de dudas sobre cómo acabaría así, ¿o es que no os corroe la curiosidad por ver hasta dónde le llegan las dichosas palomitas?, porque si tiene palomitas enganchadas en los rizos revueltos del pelo, si tiene palomitas pegadas a las medias, si las tiene dentro de la boca entreabierta y en el corpiño asomando junto a los pezones, digo yo que a lo mejor tiene palomitas en más sitios, no sé, y no os riáis, que sólo es una pregunta que lanzo al aire, investigación policial, profesionalidad ante todo. Tal vez, si le levantáramos un poco la falda…
– Estate quieto con la manita y no seas bestia -ordena Clara secamente, hasta ahora invisible copiando en su libreta los números y nombres que guarda en su memoria el teléfono digital de la víctima, silencioso sobre un escritorio lacado, durmiendo su sueño de cangrejo negro rebosante de botones y datos.
– Y tú no nos arruines el espectáculo -brama airado el bestia al tiempo que hace gestos furiosos con esa misma mano como echándola, vete, fuera, te largas, sal de aquí, a la cocina o a la sala de costura con el bastidor, a hacer punto de cruz y a calcetar, al vestidor a registrar los cajones o a inventariar su ropa, sus trajes elegantes exquisitos como mortajas, o al baño, a oler sus perfumes y admirar su colección de pelucones de todos los colores en una repisa como cabezas cortadas o trofeos de caza. Fuera. Esto es cosa de hombres.
Y rompe todo pronóstico y por una vez no se rebela y se va dejando en tan siniestro velatorio a la difunta rodeada de varones como en un corro macabro en el que nunca jugarían los niños, como en una piñata de locos o en una merienda de traidores, la puta colgando del techo, cándidamente meciéndose, libidinosamente moviéndose, ondeando sus brazos al ritmo de un oleaje ciego y mudo, tupido, espeso que puede ser, tal vez, el deseo febril furioso, insatisfecho, voraz, quizá vengador o clamante de justicia o plañidero de una mísera pena teñida de sordidez que se niega a acabar de reconocer. Y mientras los lupas indagan con los ciclópeos cristales empuñados como lanzas o quizás escudos, mientras Clara se retira echando pestes porque le sobreviene la náusea, el asco que la devora de nuevo, los agentes rodean al cadáver como adorando su imagen en un aquelarre siniestro de machos cabríos en el que, para ahuyentar la compasión, cuanto más soez es el chiste, la gracia, la blasfemia o la broma a costa de la puta colgada, más triste se vuelve el aire, enrarecido y denso.
Pero Clara casi no está, casi ha desaparecido dejándolos con su ansiada camaradería de hombres solos, con la creciente frustración que inunda a los vivos ante los muertos, cuando uno de ellos, como el niño que intenta justificarse al pillarle su madre con las zarpas metidas en el bote de galletas, apostilla:
– Eso, que para una vez que hay función…
Y antes de que ella, ya saliendo, pueda abrir la boca para mandarlo a tomar por el culo, la frase toma forma en su mente y debe obligarse a reconocer que es verdad, todo es una función, un pase de peep-show, una actuación con postizos, seda roja y un escenario. Hasta hay palomitas, piensa, y cuando está a punto de pararse a pensar en el auténtico significado de ese cadáver mostrado como un espectáculo por la puerta abierta a la escalera entran dos, cuatro, seis policías más con sonrisa de oreja a oreja, con andares tranquilos y relajados y hola qué tal chicos, gracias por avisar, menudo panorama, tremenda hembra tremendo tipazo tremendo bombón, qué mujer, esto no se ve todos los días.
Cuánta gente por aquí, vaya sorpresa, ¿qué venís, de visita?, masculla Clara para sus adentros pero sin atreverse a preguntar en alto porque sabe por dentro que no son refuerzos ni vienen con ánimo de colaborar, que se pasan avisados por los otros, rápido para que les dé tiempo a verla colgando en todo su esplendor antes de que se presente el juez y levante el cadáver y se acabe la sesión. Y no se molestan ni en disimular, ahí están también sus propios compañeros, Javier el Bebé, Nacho que los recibe como avergonzado, León, el topo de León que no saca la cabeza de comisaría ni aunque le prendan fuego mirándolo todo como un insecto de ocho ojos, con los reflejos rojos de la seda roja en sus gafas de empollón, aventando los agujerillos de la nariz para esnifar el olor a cuero, a sexo y a muerte, al miedo estancado quizá de la víctima, que podría ser perfectamente una mujer pero no, para ellos es sólo una puta y, a lo mejor, hasta se merecía lo que le pasó, y las palomitas de maíz, como cerebros diminutos, como cabezas de alienígenas en películas de serie B a sus pies, enredadas en sus bucles rubios, metidas en el zapato caído sobre la alfombra y León sudando, rijoso de mierda, y el Bebé impresionado pero qué va, está sólo ante una puta y si levanta los brazos en un gesto de impotencia no es por lástima ni dolor.