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– ¡Dios, vaya par de tetas! -exclama-. Si tuviera un par de lolas como ésas no pararía de sobármelas mañana, tarde y noche.

Y le ríen a coro la gracia, qué bien el niño, qué majo el novato, qué salao el chaval, ya es uno de los nuestros, cómo aprende, menudo gilipollas, machista, misógino, qué vergüenza, qué delirio, qué situación absurda que me revienta y me quema y no hay ni uno que se salve, todos igual de cabrones, de insensibles, de ciegos y crueles como niños, como el Bebé, que es lo que es y no da para más y porque así seguirán las cosas siempre mientras nada de esto cambie, mientras ni uno solo de ellos sea capaz de enfrentarse a los demás para defender la dignidad de una mujer que expone su cuerpo inerte y su indefensión ante ellos, que sólo es una puta colgando del techo.

– Mira que eres animal -le contesta Fernando serio, y de golpe las carcajadas de los demás se apagan sorprendidas porque hay alguien que se atreve a levantar la voz para llevarles la contraria y hasta Clara lo admira, jo qué tío, quién lo iba a decir, el más insignificante y es el único con huevos para plantarse-. Eres un bruto, a ti se te cae la manzana de Newton en la cabeza y te la comes. A ver, piensa: si fueran tus propias tetas no despertarían ningún deseo en ti, estarías acostumbrado a ellas. Mira por ejemplo a Clara, ¿tú ves que se esté sobando todo el día? No. Es como si tú, por tener una superpolla, no pararas de manoseártela… -concluye-. Bueno, tú sí, pero es que eres un enfermo.

Juas, juas, juas. Y vuelven a reír todos, ahora al unísono, hasta París, que sabe que estoy aquí y cómo me pongo y que la puedo montar en cualquier momento, cabrón educado, hipercorrecto animalito bienenseñado, tan domesticado y formal, tan comedido, que esboza por la comisura una sonrisa complaciente de qué bueno, camarada, qué bien traído, y se miran unos a otros tan contentos de ser ingeniosos, de ser hombres, de ser como son en definitiva, de estar vivos y la puta no, que me pueden las ganas de vomitar, pero a lo bestia, y es como en una de esas pesadillas en que sientes que vas a desmayarte en cualquier momento y estás perdida y sola en medio de la multitud y los rostros de los demás, extraños, ajenos, enmascarados, insensibles, caníbales, giran vertiginosos a mi alrededor, y veo a París riéndose ya sin disimulo con un rictus loco; a Fernando con esa cara blanda, esas manos como sin huesos abriéndose y cerrándose compulsivamente para magrear los muslos indefensos sin pudor; a Javier el Bebé con sus ojos azul cielo, azul psicópata, y ese arañazo atravesándole una mejilla que se acrecienta cuanto más se troncha; a Nacho doblado, sujetándose los costados, partiéndose de risa, llorando casi, dando palmadas que siguen el ritmo convulso de sus carcajadas y de su pie, porque hasta patea en el suelo de tanto como se desternilla, y Santi (¿de dónde ha salido?) corea sus risotadas y se abrazan los dos como hermanados, pero de pronto se detiene solemne, saca un pañuelo del bolsillo del pantalón vaquero, se seca las lágrimas, suena ruidosamente sus mocos y después de doblarlo con cuidado y guardarlo a buen recaudo de nuevo, como el payaso serio de cualquier circo, vuelve a estallar en carcajadas siniestras, espasmódicas, que contagian a León, un León que se ríe como un malvado de cine mudo, frotándose las palmas escandalosamente blancas, contorsionándose muy levemente, casi sin hacer ruido, como si no tuviera fuerza física para soportar tanta comicidad, como si temiera romperse el diafragma, como si la risa estentórea fuese cosa de brutos y la sibilina de sádicos incómodos con el descaro descontrolado de los demás. Él no, León goza en mi alucinación como un Nosferatu perverso que alumbrara con sus gafas como faros, como focos crudos y sin compasión las manos indefensas y colgando de la puta, con las uñas rotas, con los dedos crispados como se crispaban en mi desvarío los músculos de su cuello tensándose en su afán por no estallar, por no desbordarse en carcajadas como los otros, alumbrando la piel nacarada y fina, desnuda, aterciopelada de la puta, de la triste, vencida, vendida pobre puta que se diría que has muerto y eres alguien por fin, un retrato en la pared de los idos fotografiados con saña por enfermos obsesos de la desgracia ajena, por cámaras ausentes infectadas de rigor científico, por flashes cegadores hambrientos de huellas dactilares, de evidencias forenses, de registros periciales con precisión de escalpelo y entrañas de aluminio y hielo olvidadas del frenesí. Se diría que has muerto y brillas con luz propia y refulges en el centro y aún antes de irte del todo dejas flotando tu imagen celestial de puta junco levitando, celeste, arbórea, como un extraño fruto exótico y exuberante de la pasión, sumergida en la luz roja, balanceándote suavemente como alga o coral o sirena convertida en espuma de mar que brilla, que reluce, cadáver exquisito y fosforescente que reclama nuestra atención y es como la bailarina de la caja de música, como la muñequita sobre la tarta, como el hada de la Navidad que ponemos en la copa del árbol sólo que ahora colgando del techo, como una postal de cumpleaños con velas para los muertos del que todos -cabrones- se ríen, al que todos -malnacidos- envidian en su iridiscente perfección y desprecian -hijos de mala madre- por su inmaculada lividez, por su impersonal pureza, por el escarnio público, por el linchamiento envidioso, arrobado y reverencial al que te están sometiendo y que te hace más real y más mortal todavía y que me provoca más náuseas si cabe, y me marea y me subleva y me confunde y me entristece tanto que, hasta presa del delirio, de la vergüenza por ser quien soy: mujer, policía, testigo mudo cobarde y abyecto peor que ellos -cabrones malnacidos hijos de mala madre-, me dé cuenta de que tal vez sea yo misma la que me provoque las ganas de vomitar.

– Me salgo.

– ¿Por qué? -pregunta Fernando aún con la risa en el borde de los labios-. ¿Te ha molestado? -y finge hacerse el sensible pero en el fondo disfruta como un enano y más, porque estoy viva, y una mujer viva siempre reacciona mejor al dolor que provocan sus puyas.

– No -respondo sabiendo que le brillaría todavía más ese puntito de maldad en el fondo de los ojos si dijera que sí.

– ¿Entonces? -dice el Bebé, que interviene ahora con un gesto de extrañeza, como de asombro porque no me río como todos ellos.

– Aquí ya somos muchos, nos entorpecemos unos a otros. ¿Y a ti qué te ha pasado en la cara? -contraataco antes de irme, porque sí, porque me apetece, porque yo también sé ensañarme con el débil.

– Un escarceo amoroso -responde con un guiño de intensa satisfacción mientras todos los que le escuchan rebuznan de admiración.

– Pues qué bien. Este ambiente empieza a marearme. Hasta luego.

Y baja por las escaleras sintiendo cómo a su paso se abren las mirillas o se asoman tras las puertas entrecerradas vecinos tan curiosos como todos a pesar de los lujosos batines y las pantuflas bordadas a mano, y cuando llega por fin a la calle se apoya junto al portal con las manos en las rodillas y la espalda cansada y hundida sobre la pared fría, consoladora en su fortaleza, dura, resistente, y boquea, respira con ansia como un pez fuera del agua, como si se fuera a acabar el aire que no es suficiente, que no la llena, y piensa mientras lo saborea que siente entre los dientes el sabor de la noche cada vez más oscura, del otoño que llega, de la maldad de un mundo que acecha sus flaquezas cuando la sorprende un Santi que no se ríe, que como siempre ha llegado callado y sigiloso y se enciende un cigarrillo y, con la llama del mechero iluminándole la cara de judío errante sin farol y no tan perdido, pregunta.