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– A ver, qué pasa.

– Estoy mareada.

– ¿Tú? ¿No será una excusa para no aguantar a esos guarros de arriba?

– No, es verdad. Todo me da vueltas. Debe de ser cansancio, supongo.

– Ya.

Y reina el silencio y sólo se oyen ventanas que se cierran.

– Creo que me voy a casa, arriba hay gente de sobra.

– Me parece bien.

Clara se incorpora y se acerca al borde la calzada renqueante y dubitativa, como si no supiera andar o estuviera aprendiendo después de un fatal accidente, pero antes de entrar se vuelve.

– Dile a París que me volveré en taxi. Y, por cierto… ¿Tú qué haces aquí?

– Me pillaba de camino -sonríe ahora quedamente-. Bueno, también quería evitar que te liaras a hostias con esos pervertidos.

*

Llegar a casa.

Llego y está ahí, con la gata encima amasando su barriga, y lo único que quiero es apartarla y que me deje un hueco donde acurrucarme oyendo la sintonía del noticiario de fondo y a Matisse maullar reclamando su sitio.

Así que dejo la bolsa de plástico y el geranio que he rapiñado y las llaves en cualquier parte y la pistola sin su funda en la mesa del salón y me tiro en plancha sobre él, y la gata brinca para no ser aplastada y los cojines caen al suelo y Ramón también refunfuña porque interrumpo los cinco primeros minutos cruciales, sagrados, del informativo y porque, además, voy dejándolo todo por ahí tirado.

– Lo vas dejando todo por ahí tirado.

Ya lo sé, coño, pero si me pongo a recoger se me pasan las ganas de descansar en el sofá con los calcetines húmedos oliendo a calle y las manos inquietas arrancándole pelotillas al jersey que sólo se pone para estar en casa y que el minino se lo destroce a gusto.

– Además, has dejado la pistola a la vista, sobre la mesita.

Sí, ahí está, negra como una cucaracha resplandeciendo sobre el cristal.

– Tiene el seguro puesto, no se va a disparar sola -respondo, y pido una tregua aunque no se dé cuenta, un momento de paz sin tener que hacer nada, sin tener que pensar nada, sin tener, ya lo sé, que levantarme para encender el horno y sacar algo del congelador que podamos cenar hoy, que me toca cocinar a mí y maldita la gracia que me hace precisamente ahora meterme entre fogones.

– Pero me pone nervioso.

Cualquier cosa le pone nervioso, hay que ver qué delicadito es el tío, un vello púbico rizado como un caracol en la taza del váter, pelos de gato entre las mantas, resquicios de luz colándose entre los agujeros de las persianas, cebolla en la tortilla, camisas mal planchadas, que meta las marchas del coche con brusquedad, encontrar en sus cepillos cabellos largos que serán míos, llamadas para mí a deshoras, que me eche a llorar por nada, dice él, o por algo absolutamente banal. Y que le jodan los cinco primeros minutos del telediario.

– La gente normal -sigue- no va dejando armas como cocodrilos encima de las mesas de los salones. Imagínate si salta Matisse encima y la tira al suelo y se dispara, por ejemplo.

– Una posibilidad remota porque, como te he dicho, tiene el seguro puesto.

Y se calla, se calla durante bastante rato y me da tiempo a respirar profundamente, a ver una noticia o dos, la elección del nuevo presidente de Azerbaiyán, el torrente de lodo que asoló una aldea en Borneo, a ignorar el rabo de la gata batiendo en mi cara, a embriagarme con el aroma a casa caliente y tranquila. Pero se remueve, le oigo hincar los codos, coger aire, prepararse para responder, carraspear levemente y cinco, cuatro, tres, dos, uno…

– Y además, que me está mirando, ¿no lo ves? Sí, me mira con el ojo del cañón, no digas que no. Me molesta tenerla delante mientras veo la televisión.

Es imposible, hay días y días y hoy es un día imposible. No me van a dejar respirar tranquila hasta que me vaya a la cama y, claro, antes habrá que cenar.

Me levanto, la recojo y enfundo, me voy sin decir nada, me meto en la cocina y enciendo la radio. Suena música alegre, despierta, que se desparrama por las paredes a la luz incierta del halógeno del techo, que no va bien y vibra y parpadea y esta casa es una mierda, dirá él como el trasto siga parpadeando un segundo más. Abro el frigorífico y hay demasiadas cosas dentro. Me da la impresión de que los huevos también me miran con su cándida cara sin rostro y pienso que estoy mal, muy mal, y que ojalá alguien se diera cuenta. La gata viene detrás de mí y frota su lomo contra mis pantorrillas y sé que no es amor, sólo hambre de comida de lata. Cojo una (una nueva variedad de lenguado con gelatina) y me acuerdo del Culebra sin dientes y me lo imagino en una tienda de animales o, más probablemente, en un ultramarinos de barrio, eligiendo sabores atrayentes con que prepararse una refinada cena a base de bolsitas de doscientos gramos de desechos bien aliñados. Y yo me quejo de vicio.

Como me he quedado como tonta sin hacerle caso ni vigilarla, la gata se ha metido dentro del frigorífico que he dejado abierto y sobre una balda lame unas pechugas que, inútil de mí y cómo no, en su debido momento debí haber cubierto y no hice. Me resisto con todas mis fuerzas a la tentación de ponérselas de cena a Ramón sin haberlas lavado antes, pero no sé si lo conseguiré, intento concentrarme, no pensar en las pechugas de pollo muerto, no acordarme de la pobre mujer con las tetas en bandeja por el bustier con su tirante caído, vencer las ganas de irme directamente a la cama y que se joda y se caliente algo él solito porque sabe tan bien como yo quitarle el plástico a la lasaña precocinada, dejarme ir por el sueño, sentarme en la silla al lado de la ventana y abrirla y escuchar cómo suben por el patio de luces los sonidos de la vida de los demás, tan normal que nunca olvidarían una pistola sobre la mesita del comedor, tan monótona, tan vacía o tan llena como la de cualquiera, incluso como la mía, pero a lo mejor sin que doliera tanto.

– Esta tarde he abierto la nevera para hacerme un bocadillo y me he encontrado un bote de remolacha abierto que caducó hace diez meses. Estaba completamente verde y lleno de moho, por poco me muero del asco. Eres un desastre, siempre te pasa lo mismo con la comida, ¿es que antes de abrir un tarro nunca te has parado a mirar si ya había otro igual sin acabar? Y luego dices que quieres tener niños, con lo buena ama de casa que eres a ti un niño se te muere a las dos semanas. Se lo comen las pelusas del suelo.

Esto me lo dice a lo lejos, desde el salón, sin levantarse siquiera del sofá, y decido que ya estoy harta y que no aguanto más, y mientras en la radio calla la música y empieza un boletín que en la sección de sucesos no hablará todavía de la desgraciada que han encontrado ahorcada en su apartamento hace apenas unas horas, yo le meto una patada a la puerta, que se cierra de golpe, y saco una cebolla y empiezo a pelarla y así, si se da por aludido y se le ocurre venir a ver qué pasa, al menos tendré una excusa cuando constate que estoy, como siempre, llorando.

– Qué pasa… -pregunta él cuando la ve, con los ojos rojos, los labios temblando y un moquillo colgando que amenaza con aliñar la cebolla.

Ella no dice nada y ya está otra vez con el gesto roto y la sonrisa rota y la voz cortada y no lo puede soportar, se le parte el alma y tiene que darle dos voces para que se rebote y proteste y lo mire mal y se espabile, lo que sea menos seguir así, llorando, y reírse de ella y decirle que es una sentimental, demasiado blanda para ser poli porque en este mundo de mierda con estas leyes de mierda y esta agresividad de mierda que corroe las calles a los pedazos de pan se los comen de un bocado. Pero no le hace caso, es que ni siquiera le contesta, y se le encoge un poquito el alma a Ramón y decide que por esta vez no, que ya la vida es demasiado dura como para pedirle más dureza todavía, y piensa que a lo mejor no aguanta más, que tal vez esté cansada y desolada, rendida. A saber lo que habrá visto, lo que habrá tenido que soportar del déspota de su ex con el que ahora tiene que trabajar, y hay que joderse, también es mala pata y la pobre no lo merece y tiene un trabajo asfixiante y, a falta de uno, varios jefes tocándole las pelotas y ninguna gana de hacer la cena y bastantes de pasar de todo o ponerse a llorar por fin, definitivamente, sin tapujos, hoy, en una noche como ésta, demasiado tarde como para ponerse a cocinar.