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– Un mal día -le dice desde el quicio de la puerta de la cocina-. Puedes contármelo. Desahógate conmigo.

– Mejor no -quisiera confesarle que todo ha sido un desastre, que estoy cansada de vivir rodeada de hombres que nunca me preguntan cómo me siento, que tengo náuseas, un bulto con forma de lenteja en el pecho, la imagen en mi retina de la chabola del Culebra apocalíptica, profunda y negra, de su risa desdentada, de sus manos frágiles y sucias, de los ojos rabiosamente azules de la novia peluquera de París, de sus manos crispadas y su temor a que su amorcito se fuera sin ella y de las manos de uñas rotas de la muerta, que en mi mente aún se balancea al son de la soga coreada por el aliento libidinoso de mis compañeros.

Pero cómo se lo voy a explicar.

– ¿Y qué tal con París? -detecto un leve matiz de ansiedad en su voz.

– Tiene chica. La he conocido. Se llama Reme, pero él la llama «prince».

– Eso está bien. Así estará entretenido.

– Pero no quita que me joda tenerlo delante. Es como en Casablanca: con tantas comisarías como hay en Madrid y tiene que entrar precisamente en la mía.

– No exageres -y ahora se pone en plan conciliador y por un momento hasta parece que le comprende, que lo defiende-, tampoco es tan raro, ambos sois policías. Trabajando en la misma ciudad estaba escrito que algún día os teníais que cruzar. Lo raro es que en tanto tiempo no haya pasado antes.

– Sí, lo que me faltaba, resulta que ahora tengo que dar las gracias al azar porque ha tenido a bien que no me lo haya tropezado hasta ahora.

– Piénsalo, sólo con hacer un cálculo de probabilidades…

– Déjalo, ¿sabes qué te digo?, ¡que me cago en las probabilidades! Y no me mires así. Estoy cansada, me dan ganas de decir que me he puesto enferma y no ir mañana a trabajar. No quiero tener que ver más muertos.

– No sé por qué le das tanta importancia a la muerte de ese Culebra. Por qué te ha afectado tanto.

– Nunca pensé que esto fuera a ser así cuando empecé. Llevo años haciendo cosas que jamás imaginé que tendría que hacer y he visto demasiado, he soportado demasiado. No quiero traicionarme más. Por eso me duele tanto el Culebra. No es por él, es por mí. Él es sólo un símbolo de mi degradación -y lo mira sabiendo que la amargura se reflejará en sus ojos, pero le da igual, que se asuste, que me tema, que le duela, que entienda mi dolor, me da igual. Me da todo igual-. ¿Y tú por qué estudiaste Derecho?

– Qué tiene que ver eso.

– Contéstame. ¿Qué fue lo que te empujó a elegir esa carrera y no otra?

– No sé, tenía muchas salidas. Y la profesión de abogado conllevaba la suficiente seriedad como para que a mi padre le pareciera una buena opción. Para él, casi todo lo que no fuera ser médico era tirar mi futuro por la borda.

– Sí, pero podías haber sido ingeniero o economista. A la hora de elegir algo te movió, te hizo buscar lo que ahora eres. No lo niegues, en lo más profundo todos sabemos cuáles han sido los motivos que nos han llevado a ser como somos. ¿Cuál es el tuyo?

Y sin acertar a saber muy bien por qué, de pronto Ramón entiende qué es lo que Clara le está preguntando y se da cuenta de que éste, precisamente éste, es de esos momentos trascendentales en los que uno debe estar a la altura y que allí, sentado en la mesa de la cocina mientras en el horno se calienta algo indefinido y ella corta una cebolla tal vez para una ensalada, se juega toda su credibilidad ante su mujer, porque ha elegido que sea éste el momento en que tenga que explicarse, presentarse, revelar su interior, darse a conocer.

– Es una historia larga, no sé si tendrá mucho sentido. Yo debía de tener nueve años y estudiaba en el San Francisco de Asís, el «Sanfran», que por aquel entonces sólo era masculino. Estaba en tercero de EGB, en el grupo C, me acuerdo perfectamente, y como en el colegio se seguía siempre el más estricto orden alfabético, los de nuestra clase éramos los que más suerte teníamos porque, por ejemplo, al ser los últimos respecto a los grupos A y B, un examen sorpresa jamás nos cogía por sorpresa. Estábamos al tanto de cualquier cosa que pasase por pequeña que fuera, éramos unos listillos, unos espabilados. Pero lo mejor es que por fortuna yo siempre permanecí en el grupo C a pesar de que mis compañeros y profesores cambiaran a lo largo de los cursos; sin embargo, en ese larguísimo lapso de tiempo que duró doce años sólo coincidí en todas las ocasiones con otro alumno: Francisco José Morán. A fuerza de coincidir, imagino, porque uno nunca sabe bien a raíz de qué se fraguan estas amistades infantiles, acabamos siendo inseparables.

»Todos los febreros nos tocaba pasar el reconocimiento médico. Como no existía una enfermería al uso éste se llevaba a cabo en la biblioteca, aunque aquello de biblioteca no tenía nada, era más bien un recinto espacioso, desolado y lúgubre que lo mismo servía como sala de ensayos para la coral, almacén, estudio para la foto de grupo anual o sala de exposiciones de los trabajos manuales de fin de curso. La supuesta biblioteca estaba situada varios metros por debajo del nivel del suelo y tenía un par de tragaluces que estarían a unos cuatro metros, así que de allí no había escapatoria posible si por un casual alguien desease fugarse. Recuerdo como si fuera hoy el frío perenne y una luz anaranjada muy fuerte que hacía daño a los ojos y se bamboleaba cuando entraba corriente del exterior, pero nada de eso importaba, porque nos tomábamos la revisión como una fiesta, una mañana menos de clases monótonas y aburridas.

»El examen consistía en una serie de pruebas elementales practicadas con el instrumental sanitario más rudimentario que te puedas imaginar. Si entre nosotros hubiera habido algún alumno gravemente enfermo no se habrían percatado ni por asomo y ahora con probabilidad estaría muerto, pero sólo éramos unos renacuajos inconscientes y atolondrados. Qué íbamos a decir, los niños nunca se quejan de nada y eso lo sabían a la perfección el viejo doctor decrépito que nos examinaba invariablemente un invierno tras otro y la enfermera gorda de cofia blanca que sin falta lo acompañaba. Para que te hagas una idea, aquel matasanos de cuarta regional y su secuaz nos ponían en fila para someternos a una exploración ocular y, como el panel de letras era el mismo de todos los años, nos limitábamos a recitarlo de carrerilla con el inverosímil resultado de que, de forma inexplicable, algunos alumnos tenían menos dioptrías que en el curso anterior. También nos auscultaba y, justo después, nos introducía una espátula de madera en la boca, la misma para todos los alumnos, para comprobar, de un único vistazo qué tal andábamos de caries e infecciones en la garganta. Luego ya sólo faltaba que nos midieran y pesaran en un armatoste que, como poco, sería de la guerra civil, y que su inseparable ayudante espulgara nuestro pelo en busca de piojos, igual que a un chimpancé ruinoso de un zoológico decadente. Al final, como mero trámite, imagino, nos preguntaba uno a uno si padecíamos alguna dolencia que no se pudiese distinguir a simple vista, como soplos al corazón o trastornos psicológicos o emocionales. Claro que para que alguno de nosotros pudiese contestarle tendría que habernos explicado previamente qué era aquello de trastornos psicológicos y/o emocionales, porque nos sonaba a chino.