»Por si te interesa saber qué tal salía yo parado de aquellas pruebas surrealistas, te diré que me vanagloriaba de tener la mejor vista de toda la clase y una poderosa capacidad pulmonar a pesar de lo canijo que era. Sí, fui uno de los más enclenques, y eso, en calzoncillos y camiseta, se percibía aún más. Porque, por supuesto, había que quitarse la ropa. Fuera jersey, fuera pantalones, camisa y hasta calcetines para comprobar si teníamos los pies planos y ya de paso coger una pulmonía en aquel frigorífico. Pero eso era un mal menor, lo importante es que, mientras nos inspeccionaban, los demás aprovechábamos para espiarnos y realizar espectaculares descubrimientos en nuestros compañeros que, a simple vista y vestidos, jamás habríamos detectado: Marcos Borrego, alias Chotuno, debido a su penetrante olor a macho cabrío que nos obligaba a permanecer en los vestuarios a no menos de un metro de distancia, poseía una incipiente mata de pelo en el pecho ya a su corta edad; Ignacio del Riego tenía un defecto de pigmentación en la piel desde la cintura hasta el cuello y parecía un extraño bicho albino; mi amigo Morán lucía en el brazo derecho una calcomanía con la bandera preconstitucional a pesar de que estábamos en plena Transición y, según decía, la iría renovando hasta que pudiera tatuársela junto con el rostro del Caudillo. O Jacinto, de nombre completo Jacinto Ildefonso Júpiter María, que mostraba una soberbia cicatriz en el abdomen que nos fascinaba. En cada revisión la lucía ufano y nos repetía siempre la misma historia: que le había mordido un tiburón cuando veraneaba en Canarias y que pudo librarse de sus fauces gracias a una patada de kárate en el morro del bicho. Hasta que un día al muy idiota se le escapó la verdad: fue una dentellada del perro de sus abuelos del pueblo al que debió de tocarle los cojones a conciencia. Nunca más volvimos a tomarle en serio, pasó en un segundo de héroe a pringao, y es que Jacinto era tonto del culo, tan tonto que una vez se quedó dormido de pie bajo una portería de fútbol mientras hacía de guardameta y un balonazo en plena cara le despertó del sueño de los justos y, de paso, le reventó la nariz.
»Sin embargo ese curso, el de tercero, supondría para nosotros mucho más que la mera exhibición de cicatrices, decoloraciones, matas de vello o calcomanías. Debimos haber supuesto algo cuando, dos días antes de la fecha señalada para nuestro reconocimiento, mientras hacíamos gimnasia cerca de la biblioteca, oímos unos tremendos berridos tras la puerta cerrada donde el Doctor Infierno, como nos gustaba llamarle, martirizaba a otro grupo. Inocentes e incautos, supusimos que tal vez había incrustado la espátula en la campanilla de un inocente o que le habría dado a alguien con la barra superior de hierro de la báscula con la que te medían y que, curso tras curso, seguía estando igual de floja… Nadie nos avisó de que era algo mucho peor que eso:
»"Prevención de penes fimosíticos" lo denominaba, no sé si totalmente en serio o con recochineo, y llegado nuestro día nos pilló por sorpresa. Obvio, si no se hubiera producido desbandada general.
»La innovación ese año pasaba pues por comprobar cuántos padecíamos fimosis a fin de solucionarlo con una futura y dolorosísima operación. Pero nosotros teníamos nueve años, no sabíamos qué era la fimosis, si era peligrosa o contagiosa o qué podía pasarnos si resultaba que la teníamos. Es más, hasta ese momento nadie nos había dicho que nuestra "cosa" se pudiese operar, y ni mucho menos en qué consistía esa intervención. Por no saber no sabíamos siquiera por qué debíamos mostrársela. En casa siempre nos advirtieron de que guardáramos bien nuestra pilila ante los extraños y en esa gélida sala no había ni biombo ni mampara ni nada parecido, nos pusieron a todos en círculo y sin más explicaciones así estuvimos: sin calzoncillos, angustiados, obligados a mostrar nuestros genitales diminutos y lampiños, sin saber el motivo de aquella humillación, ignorando a qué venía ese examen de nuestras partes pudendas y a qué funestas consecuencias nos llevaría su resultado.
»Estábamos confundidos, inseguros, indefensos.
»Estábamos acojonados.
»Nunca he visto a nadie taparse la entrepierna con tanta insistencia, jamás he visto ese rubor en rostro alguno, menos aún ese temor. Unos se cubrían con las manitas estiradas, otros intentaron sin que se lo permitieran darse la vuelta, alguno escondió su pequeño miembro entre los muslos como si fuera un hermafrodita o un precoz transexual recién operado, otros optaron por estirar la camiseta hacia abajo, tanto como para que llegase a las rodillas y jamás volviera a recuperar su forma original. Yo fui de estos últimos.
»Poco a poco, uno tras otro, el médico iba comprobando los penes y la enfermera gorda y horrible anotaba en su libreta las incidencias junto al nombre del acusado: éste sí, éste no, éste por supuesto… Muy profesional todo, pero intimidad ninguna. A veces el médico parecía tener dudas y consultaba con su ayudante, que arqueaba la ceja hasta que su iris verdoso como el fango sobresalía por encima de las gafas de pasta. Ella se agachaba, miraba con atención el miembro en cuestión, lo palpaba, comprobaba su peso, sus pliegues, y una fracción de segundo después bruscamente tiraba de él hasta que un grito de dolor delataba al culpable. Otro al bote, chaval, de esta operación no te salva ni San Juan Bautista. Esa tía no era un ser humano normal, era diabólica la muy hija de puta.
»No se me olvidarán las caras de mis compañeros a medida que se acercaba su turno: el pobre Juan Pablo tenía una fimosis de caballo y al desalmado doctor no se le ocurrió lindeza mejor que mascullar entre dientes, aunque audible para todos, que casi sería preferible caparlo para que no siguiera sufriendo. Al tímido e introvertido Gerardo se le saltaban las lágrimas y, tal vez debido al pánico descontrolado, se le escapó un pedo que sólo los insensatos celebraron a carcajadas. Después de aquello se volvió más raro todavía. A Rubén, del que siempre pensamos que era un niño algo diferente, especial, tal vez afeminado, el pito se le puso tieso, y desde entonces fue conocido como "el mariquita". Arturo no se anduvo por las ramas y ante su inminente turno huyó como alma que lleva el diablo entre alaridos de espanto; resultado: tardaron en encontrarlo más de dos horas, desnudo, tiritando, bajo el altar de la capilla. A partir de ese día siempre le consideraríamos un traidor, un cobarde que se negó a pasar lo que los demás tuvimos que sufrir sin rechistar, y como pena unánime fue condenado durante meses al ostracismo en el recreo. Y a Jacinto Ildefonso Júpiter María, el desastre de la clase, el terremoto personificado, el mayor caos del universo, se le habían olvidado los calzoncillos o acaso jamás los llevó, y ya desde el momento en que, como todos, tuvo que bajarse los pantalones las risotadas de los dos adultos fueron más sonoras y humillantes si cabe y arreciaron, cómo no, en el turno de su revisión. Algunos de mis compañeros, sin saber muy bien por qué, coreaban tímidamente sus muecas exageradas. Huelga decir que se trataba de la risilla viscosa y servil del miedo.
»Y en ésas estábamos, jodidos, abochornados y derrotados, cuando apareció el que faltaba para rematar la faena, el padre Florentino, el cura del colegio, proclamando a viva voz que debíamos estar orgullosos porque a Jesucristo le hicieron lo mismo al nacer. No sé si venía a regodearse de las desgracias ajenas, a enturbiar más si cabe el inquietante ambiente cargado de pavor infantil o simplemente a relamerse con el espectáculo de la carne fresca desnuda ante sus ojos, pero nunca más, desde aquella tarde, pude soportar su presencia. El muy desgraciado pasó con inusitada facilidad de sacerdote a fiscal, a inquisidor, a chivato rastrero que recomendaba al Doctor Infierno futuras víctimas. Y no se le pasaba ni una. Parecía disfrutar con aquello, y lo peor es que no cesaba de repetirnos que lo hacía por nuestro bien, como al Hijo de Dios.