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»No sé cuánto tiempo pasó, los minutos se hicieron eternos, pero sin que se me ocurriera nada ingenioso para evitarlo llegó mi turno. Fue tal vez el único momento de mi vida en el que sentí un terror ciego, un temor irracional a lo desconocido. Jamás me he sentido tan indefenso. Cerré los ojos con fuerza y esperé el veredicto, fueron momentos interminables hasta que oí la abatida voz del medicucho pronunciar: "Con éste no hay nada que hacer, está sano". "Una pena, y eso que prometía…", respondió su religioso cómplice con auténtica pesadumbre.

»Pero poco me duró el alivio porque el siguiente era Morán, mi otra mitad, casi mi propio hermano que, inexplicablemente, seguía tranquilo en calzoncillos. Cuando médico, enfermera y cura se acercaron a él, mostró con asombrosa seguridad, impropia de su edad, un sobre que había escondido todo el tiempo bajo su camiseta y que entregó al padre Florentino. Después de abrirlo con dedos temblorosos y examinar su contenido con atención, éste profirió un exabrupto irreproducible, herético y escandaloso, y con gesto contrariado le indicó a mi amigo que podía ausentarse de la sala, cosa que hizo con mirada digna y altiva. En la carta, de eso nos enteramos después, su padre, abogado de medio pelo y franquista de vocación, constataba por escrito que sólo tres personas estaban capacitadas para la visión de las partes pudendas de su hijo: su progenitor, su futura mujer y Dios, como si fuesen la santísima trinidad de las vergas.

»Un curso después nos tocaría pasar el mal trago de la dolorosa vacunación y una carta muy parecida le excusaría también de ese suplicio. El hecho es que había salido indemne de la deshonrosa experiencia sólo porque tenía un documento que impedía a los todopoderosos curas salirse con la suya. Sin más.

»Todo aquello me dejó impresionado, me pareció increíble que el único que pudo librarse de una adversidad como ésa hubiera sido aquel que mostró una simple cuartilla de papel. No entraba en mi cabeza que una orden escrita tuviera tanta fuerza como para, incluso, pararle los pies a los cabrones santurrones que gobernaban sin ninguna oposición aquel colegio oscuro, hostil y amenazador.

»Y quise tener ese poder, ser "el que hacía los papeles" y decidir con su redacción a quién ayudar a salvarse y a quién no, y desde que me licencié no volví a sentirme indefenso nunca más.

»Y ya está. Colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Y lo dice improvisando una sonrisa forzada, como de final feliz que no contagia a Clara, que sigue sobrecogida, abrazada a sí misma.

– ¿Y qué pasó en tu clase después, al día siguiente?

Ramón mete las manos en los bolsillos y se vuelve hacia la ventana, como si no quisiera mirarse por dentro, recordarse en el pasado, como oteando otra realidad ante sus ojos que no fuera tan nítida o cercana a la que recuerda.

– Entre todos los compañeros pero sin nombrarlo, supongo que a través de nuestra propia vergüenza o con sólo mirarnos, hicimos el pacto tácito de no volver a hablar más de ello. Años después cada uno debió de analizarlo en su interior y calificar aquello como humillación, abuso, escarnio o desatino según le hubiera afectado en mayor o menor medida, pero a los nueve años de lo que sí estábamos seguros es de que lo habíamos pasado mal, muy mal, y nadie quería mencionar el tema. A los pocos días del reconocimiento, los señalados por los dedos acusadores del doctor y el cura desaparecieron misteriosamente durante una semana. Nadie hizo preguntas.

»Nunca supimos por qué los compañeros de los grupos A y B no nos soplaron lo que iba a ocurrir, supongo que por el mismo sentimiento de ridículo y vejación que luego vivimos nosotros. Sólo sé que años después yo tampoco avisé a Ángel. Permití que mi hermano pequeño sufriera igual que lo hice yo y que volviese a casa llorando a moco tendido. Me engañé a mí mismo esa noche y las posteriores inventando argumentos en mi defensa: "Creí que esa prueba ya no la harían", "Él no es tan sensible, no pensé que fuera a afectarle tanto…". Yo qué sé, a lo mejor mi vocación no nació el día de mi revisión sino el de la suya, porque fue ahí cuando empecé a buscar excusas para justificarme ante mi propia conciencia, el más estricto juez al que me haya sometido jamás.

»Tampoco supe explicarme entonces por qué Morán pudo adelantarse a lo que iba a suceder aquel día y llevar ese salvoconducto que le libró de la humillación. Años después me confesó que un primo que estudiaba un par de cursos por encima le había revelado en qué consistían las pruebas médicas de tercero. Y no me dijo ni pío, a mí, a su mejor amigo. Nunca una traición me ha dolido tanto. Sí, no me lo digas, la misma que yo cometí con mi hermano.

»Después crecimos, exploramos y retozamos con nuestra "cosa", la disfrutamos y en la adolescencia hasta nos divertimos haciendo combates de toallas mojadas en los vestuarios o enseñando el culo a los automovilistas desde los puentes de la M-30. El último curso aprobé la selectividad y por primera vez Morán y yo emprendimos caminos distintos: yo entré en la Autónoma y él fue a parar, en septiembre, a una universidad privada infinitamente más cara. Al poco nos perdimos la pista, no sé qué pasó, pero nunca más volvimos a vernos. En cuanto al colegio, la especulación inmobiliaria consiguió hace un par de años lo que nosotros nunca logramos pese a desearlo con todas nuestras fuerzas: que el edificio se demoliese. Los curas vendieron el solar por un dineral y se trasladaron al extrarradio.

»De mis compañeros sé muy poco, a Chotuno la Policía lo detuvo varias veces por broncas y hasta por malos tratos a su pareja; Gerardo, el introvertido, se hizo programador informático y dicen que jamás sale de casa, todo lo encarga a través de Internet o por teléfono; Rubén, el supuesto gay de la clase, es un hombre de pelo en pecho y anda ya por el tercer hijo; Arturito, el cobarde que se escondió desnudo en la capilla, estudió Económicas, se hizo broker y metió un pelotazo con las acciones de una página web, la verdad es que ya apuntaba maneras. Y Jacinto, aquel desastre sin calzoncillos… un día levantó la tapa de un yogur y se encontró por premio un puesto de consejero delegado en una prestigiosa editorial. Ahora se hace llamar editor en su tarjeta aunque afirme que Historia de una escalera no es más que un manual de decoración, viaja en business class, compra cajas de Montecristo en los duty free, alquila pelis porno en los hoteles que carga a la cuenta de la empresa y se jacta de despedir a embarazadas a pesar de que todos los domingos apele ante sus conocidos, en la puerta de la iglesia, a su gran responsabilidad social y empresarial. Luego, si alguna operación le sale mal, se va a llorar desconsolado al regazo de quien le puso en el cargo. Un crack.

»Hace poco, apenas un par de meses, volví a ver a Morán. Iba cogido de la mano de un hombre, y sonreía. No le dije nada, todavía no sé por qué, quizá no quise reconocer en él al amigo de la infancia que se dibujaba con rotulador en el bíceps el yugo y las flechas, al traidor que me abandonó en aquella revisión médica, al que se partió la cara por mí más de una vez en los billares. O tal vez me negué a admitir que había cambiado, que todos lo hemos hecho, que un niño de nueve años fascista por herencia puede volverse el más feliz de los homosexuales mientras otros, como yo, encauzan su vida en una única dirección a seguir sólo porque un cura cabrón me hizo quitarme los calzones en público y a continuación se relamió. Y se me ocurrió que él era más libre, que había desertado de sus ataduras familiares… Bah, no me hagas caso.

El silencio nos invade, a él de espaldas, a mí quieta y callada casi sin atreverme a respirar. Esta inmovilidad me incomoda, sé que debería decir algo, preguntar, romper esta calma cargada de recuerdos tensa y sólida como una losa. Pero no digo nada, no sé muy bien por qué, supongo que porque lo que me acaba de contar es importante para él, tal vez la confesión más íntima que me haya hecho nunca. De pronto lo tengo delante, aún con las manos en los bolsillos del pantalón raído, y me mira como desvalido, como pequeño, un niño que busca la aprobación de mamá, el perdón tras haber confesado un jarrón roto, y con un tono que detecto sutilmente dolido, me dice: