– En los interrogatorios debes de ser cojonuda. Lo de Ángel nunca se lo había dicho a nadie, jamás. Me lo he guardado más de veinte años, ya casi estaba podrido de tanto esconderlo. Espero que te sirva para algo.
– A mí, para conocerte mejor. Y a ti para liberarte, para que dejes de sentirte culpable por algo que hiciste dos décadas atrás y que te duele mucho más a ti que a él, que probablemente ni se acordará.
– Eso es lo que le dicen los padres cuando les dan un bofetón a sus hijos: «Me duele más a mí que a ti», pero la hostia el niño se la lleva igual.
Y retorna el silencio y me siento mal por haber sacado con una pregunta inesperada toda esta culpabilidad tan cuidadosamente guardada.
– Y tú, ¿por qué eres lo que eres? -me asalta Ramón ahora, y sé que debo, que tengo que revelarme, pero no hay explicación, porque lo ignoro.
– No lo sé.
– No me lo creo. Si yo he encontrado mis motivos tú también tienes que tener los tuyos en alguna parte. No me mientas -me acusa-. Te toca.
– Te juro que no lo sé. No tengo ni idea de por qué soy policía ni de cómo he acabado en Madrid, por qué trabajo en esto, por qué soy como soy.
– No puede ser, a todos nos mueve algo. Tú misma lo has dicho.
– Mentí. No seguí un camino a raíz de nada ni hubo un hecho que me marcara. A mí la vida me ha traído, me ha llevado, me ha bandeado hasta aquí, pero yo no tracé mis pasos. Lo mío siempre ha sido seguir a los demás, y si he querido saber de ti ha sido más que nada para encontrar respuesta a mis propias preguntas, para comprobar si todos, tú incluido, estáis tan perdidos como yo. Pero veo que no. Te marcaste una meta de pequeño y has llegado, eres abogado, con papeles en la mano nadie puede vencerte. Yo, en cambio, nunca he tenido objetivos ni destinos, soy como una hormiga que varía su recorrido según le ponen obstáculos delante. Mi camino únicamente ha consistido en seguir el de los demás: conocí a París y a los diecisiete ya estaba colgada de él, y cuando le dio por decir que quería ser policía, como una imbécil, por no perderlo, por no separarme, acepté probar a serlo también. Estudiamos juntos las oposiciones, íbamos a correr a las siete de la mañana y luego al gimnasio, ¿crees que me gustaba, que pasar los exámenes físicos con las mejores marcas era mi meta, mi prioridad? No, por supuesto. Era la suya. Él quería ser un superhéroe, yo sólo quería estar a su lado. Luego la academia, aprender a disparar cogiditos de la mano y conseguir un destino al acabar, él en una punta del país, yo en otra, lejos, muy lejos y, a solas, empezar a preguntarme quién era, a darme cuenta de que nada era lo que parecía, de que lo había interpretado todo al revés y cada acto, cada sentimiento, cada hecho, era en el fondo otra cosa muy diferente: su amor un reflejo del mío, mis sueños sombras de los suyos, su valentía, su inteligencia, una muy bien orquestada campaña de publicidad, hasta su atractivo o su fortaleza no eran más que palabras que le oía decir embobada. Y me descubrí sin él porque en soledad, desguarnecida, deshabitada, sin embargo era yo, vacía pero yo, débil pero aguantando, pensando por mí misma, viendo que mi pobre belleza, mi sumisa inteligencia, tenían fuerza suficiente para crecer por sí solas sin él. Al final coincidimos en Madrid y fueron sus ansias de medrar, de ascender, lo que nos llevó a matricularnos en una carrera, pero no por el placer de aprender o estudiar, no, simplemente porque él quería llegar a inspector y para eso hace falta un título. Y allí estaba yo otra vez, siempre detrás, siempre en su estela, perdida entre adolescentes con granos, pensando qué coño hacía con mi vida, estudiando, robándole horas al sueño, persistiendo en el empeño cuando él ya empezaba a desfallecer, cuando ya se le habían pasado las ganas, luchando por encontrar un piso para vivir juntos pese a sus reticencias, a sus excusas, a su rechazo a perder su libertad, a comprometerse. Hay que joderse, cuando lo dejé todo, mi casa, mi tierra, mi futuro, por él.
»Ahí comprendí por fin que ya no tenía nada que ver con París, que no conocía a ese tipo de nada. Quién era, qué quedaba del príncipe azul, qué había sido de él, en dónde se había malogrado. Y me vi, perdida, llorosa, desesperada, y recordé que era más feliz cuando estábamos cada uno en una ciudad y yo vivía sola, débil pero sola, vencida pero sola, relativamente feliz, y sola.
»Así que un día me levanté y constaté con pasmosa serenidad que estaba mejor sin él y que no me asustaba estarlo. Qué duro: no le necesitaba, su sola existencia me lastraba, me impedía seguir.
»Y lo dejé. Me lo arranqué de dentro y ya no sentí más tormentos ni supe qué era el dolor, no sabía qué me faltaba en el vacío que dejó pero sí que podía vivir y respirar igual, porque nada se había acabado. Y para llenar ese vacío me volqué en estudiar, y en leer, y en mi trabajo, ese que tenía sin saber muy bien por qué pero que al menos era mío. Y lo mismo pasaba con la carrera. Derecho no fue una opción anhelada, sólo la más útil para ascender en el escalafón, pero me gustaba, y allí estaba yo con mis veintimuchos cumplidos entre los petardos de tercero cuando ya tendría que haber acabado preguntándome qué podría hacer conmigo misma, hacia dónde ir, cuando conocí a un joven profesor suplente que luego dejaría de serlo para ejercer que no estaba nada mal. Y dejé que mi vida volviera a seguir la estela marcada por otros y fuiste tú quien me guió a partir de ahí, el que se empeñó en sacar aquella relación adelante, en reconstruirme porque, es verdad, yo estaba rota y tú me conquistaste, y planteaste la necesidad de un compromiso, de casarse, de fundar una vida juntos.
»Y es tan fácil dejarse llevar, seguir trabajando, estudiar si se puede, sacar tres o cuatro asignaturas por año, aguantar a los compañeros, a los jefes, patear las calles, cepillar al gato, hacerte ensaladas para cenar, ir al cine los sábados y los domingos a comprar libros de segunda mano, muchos más de los que pueda leer con mi tiempo hipotecado entre oficio y amor, bordar un rato como una abuelita delante del televisor y pensar que sí, que es verdad, que tal vez podría tomarme en serio acabar la carrera, o tener un hijo, o ir a por ese ascenso… Pero nada de esto lo busqué yo, ni siquiera a ti, y cuando llego un día a comisaría y me encuentro con alguien a quien conocí muerto y con una jeringuilla clavada en el brazo, con lindezas de los que creía amigos, con mierda hasta las orejas, entonces me pregunto qué pinto en todo esto, quién soy, cómo he llegado aquí, y sólo sé que lo único real en mi vida eres tú. Por eso, si ni siquiera sé si te merezco, si puedo llamarte mío, cómo quieres que sepa adónde voy.
Y se acerca y le abraza y busca amparo en su pecho, se esconde allí, se pierde, agarra sus brazos caídos y se rodea con ellos, le obliga a abrazarla, y él se deja vencer y lo hace, perdidos los dos, tristes, casi medio vencidos.
– Lo único que sé es por qué estoy contigo -le dice-. Eso ya es algo.
– ¿Para qué has traído ese geranio? Está desahuciado -pregunta Ramón por entre su pelo que huele a lluvia matando de un mazazo el momento de ternura.
– Si no lo traigo se muere.
– Hay que trasplantarlo, y al final acabaré haciéndolo yo y luego me…
Pone una mano en sus labios para que calle, para que no se embale, para que no lo estropee. Él ya afloja el abrazo, necesita sus manos para señalar, para gesticular, para hacerle comprender que no puede traer a casa todos los desperdicios que encuentra porque… Pero enmudece porque ella se revuelve, se deshace del abrazo y busca algo en uno de los bolsillos del pantalón. Le tiende su regalo y que se calle, por dios.