Выбрать главу

– Toma, una cosa que encontré para ti -y le ofrece algo malenvuelto en una bolsa negra de basura-. Siento que el papel de regalo sea tan cutre.

La abre y encuentra una corbata de Hermès azul y brillante.

– Es preciosa, pero ¿por qué?, ¿de dónde la has sacado?, ¿cómo es que…?

La mano sobre los labios otra vez.

– Chist. La vi, me acordé de ti y me gustó. Calla, por favor. No lo estropees.

IX

No se llega media hora tarde. Y punto.

Qué media hora, cuarenta minutos.

Como no tengo destino, como no tengo fines ni final, como voy por la vida sin seguir siquiera una línea porque por no tener no tengo ninguna meta prevista, ninguna cima adonde llegar, ningún trauma de infancia que haya cincelado en mi conciencia la marca imborrable de la superación, vago por mi existencia pisando las huellas que han dejado los pasos de los otros, obedeciendo órdenes porque es más cómodo que tomar decisiones, dejándome bandear por los envites del viento o por el impulso que, en la puerta giratoria en que estoy metida, imprimen pasajeros habituales al entrar o salir de mi corazón, de uno a otro lado, escondiéndome en las palabras de los demás, adaptándome a sus decretos y siguiendo el cauce de la corriente, curiosa por ver adónde me lleva y quién soy.

Así, el rastro de mi rutina se marca por citas previas, por horarios de funcionario, por delitos que investigar según el reglamento, por normas no escritas pero que pesan, que me marcan, que me cercan y me aíslan y, gracias a dios, gracias a ellas, gracias a los que las inventan y estipulan los dictados y sus sentencias, me impiden quedarme quieta.

La educación, la disciplina, las buenas maneras, la obligación de lavarse los dientes para no ofender a nadie con mi mal aliento, de aparecer en los sitios peinada y planchada, de sonreír para saludar, de utilizar los cubiertos de pescado, de no escupir ni chillar ni patalear, todas esas leyes de la civilización están ahí para impedir que los salvajes hagan lo que quieran, y yo, la más caótica, la más perdida y desorientada, la más veleta e inquieta, la más salvaje, debo entender de una vez por todas que hay que limpiar la nevera de líquenes verdes que trepan por sus paredes de escarcha, callar si un jefe habla, no esperar a que se acabe la mermelada de cereza y, definitivamente, no llegar tarde o, al menos, no más tarde de la media hora. Jamás cuarenta minutos.

Y luchando por que esos cuarenta minutos no me devoren, no me fuercen a perderlos entre la cocina y el baño, entre el despertar y el desayuno, entre la vigilia arisca y el sueño reparador en los brazos de Ramón, corriendo contra ellos como una velocista contra su propio récord, me ducho a toda prisa mientras pienso en las misiones para este día, en los deberes marcados en la agenda que guiará mis pasos hasta que supere otro examen sorpresa, otro día que tachar con un aprobado pelado, veinticuatro horas menos del resto de mi vida en las que no tendré que pensar en las COSAS QUE HACER HOY:

– Llamar a Dolores.

– Clasificar las pruebas recogidas.

– No preguntar a París por esa novia. Se acabaron las burlas.

– Enterarme de cómo van las vigilancias a Vito.

– Ir al médico a las doce y media.

– Llamar a Ramón, que sepa que pienso en él.

– Parar en algún sitio fino y comprar la puta mermelada.

– Y, sobre todo, no llegar tarde al trabajo ni insultar al gordo de la puerta, que mira que por más que intento contenerme no puedo evitarlo, es que me das asco, siempre igual, todos los días diciéndome las mismas estupideces hasta que me haces perder la paciencia y mandarte a la mierda, porque es cosa mía si me retraso aunque hoy sólo hayan sido treinta minutos, porque a ti qué más te da, siempre en el mismo dintel mirando la vida pasar, y cuando llega a la oficina va pensando que qué bien, nada más empezar el día y ya me he saltado una de mis pocas, de mis escasas y propias reglas para hoy, si es que no tengo remedio, ahora sólo falta que aparezca París y me salte otra más.

– ¿Qué tal tu prince? -dice sentándose en su mesa casi sin mirarle en la de enfrente, ocupando el habitual puesto de Nacho, que se lo habrá cedido.

– Muy graciosa, cualquiera diría que eres la misma de ayer. Mira que irte sin avisar, si no es por Santi que…

– No me sentía bien -corta por lo sano antes de que se embale con su retahíla de reproches sobre su mala educación, sobre lo borde y lo a su bola que va y lo frágil que es por confesar así, tan públicamente, nada más llegar al trabajo y delante de todos que sí, qué pasa, me sentía mal, y no voy a ser peor policía por eso, vosotros tenéis dos neuronas y yo me callo, ¿o no?

– Ah, bueno, si es eso -asiente París con gesto comprensivo.

No puede ser. Debo de estar soñando. ¿Desde cuándo esta tolerancia, esta amabilidad, este conformismo? ¿Cuándo ha desaprovechado una oportunidad de demostrar mi debilidad?

A lo mejor la tal Reme, su prince, su chiqui, su caramelito de miel, es de esas que se meten en cama cuatro días al mes, y a lo mejor él baja a la tienda de la esquina a por sus tampones, y a lo mejor la acosan migrañas cada vez que piensa y París se encarga de la compra y la colada y de ahí que se haya vuelto indulgente con los dolores menstruales, con los calambres y las jaquecas, con los cansancios extremos de cada día de las mujeres agobiadas por las prisas y toda la gama de dolencias que alguien como yo, abrumada por el peso de mi propia vida, arrastro. Hay que ver, quién me lo iba a decir a estas alturas.

Y se encoge de hombros y se fija en cómo escribe, concentrado en su cuartilla con el gesto autosuficiente de quien sabe lo que hace, y echa de menos por un instante a su Nacho con la lengua fuera, aporreando con dos dedos el teclado, mascando chicle con la boca abierta, sonriéndole por encima del periódico. Pero no, él sigue con las guardias y ahora estará en su cielo particular sacando fotos con la babilla colgando ante una nueva remesa de putas a la puerta de la mansión de Vito mientras ella, comida por la costumbre, debe clasificar las pruebas obtenidas ayer antes de pedirle a León que busque indicios o de enviarle alguna -la más importante, la que no quiero que este inútil destroce- a Zafrilla. Ante sus ojos se acumulan las bolsitas en dos montones. A su izquierda, en una pila mucho más grande, las evidencias recogidas en la chabola del Culebra y a su derecha, ridículas en su escasez, cuatro chorradas del apartamento de la mujer muerta, y por alguna tendré que empezar, qué remedio, y suspira porque conoce el día que le espera, y no por el placer. Finalmente estira su mano, que revolotea indecisa entre un montón y otro para, neutral, abrir su propia libreta de notas y revisar la sucesión de números y datos que, como una niña buena, copió del teléfono de la difunta mientras sus compañeros se reían.

No hay ni un solo nombre propio.

«Taxista», «Ginecólogo», «Banquero», «Gobernador», «Boxeador»…

Era lista la mujer muerta. Lista y discreta. Nada de apellidos, de direcciones ni de pistas. Sólo ella y su ingenio capaz de almacenar tres alcaldes con un número («Alcalde 1», «Alcalde 2» y «Alcalde 3», obviamente), sólo ella y su capacidad para la concisión («Tarado»), sólo ella y sus bromas privadas con sentido del humor («Divino Sacerdote», «Futbolista Merengue») pero carentes del mal gusto que se le presupondría a alguien dedicado a su profesión.

No se ensañaba, no insultaba, no ofendía en ninguna anotación. Debía de ser observadora, debía de ser casi como una confesora o una enfermera o una monja que suministra redención para almas inquietas, febriles, deseosas, más que de sexo, de compañía o amor. La agenda de su teléfono era fiel reflejo del materialismo que nos gobierna («Letrado Insaciable», «Universitario Ambicioso», «Subsecretario Trepa», «Viajante de Calzado Rijoso», «Editor de Bestsellers»), pero también el cuaderno de una psiquiatra, un catálogo de los males endémicos de nuestra sociedad («Masturbador Solitario», «Pederasta Ficticio», «Voyeur Patológico», «Gay Frustrado») productos de la soledad o incluso, por qué no, el reparto de una película norteamericana («Padrino», «Madrina», «Chico de los Recados», «Primo») que, en el fondo, es pura realidad.