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– Tú flipas, se te va la pinza. Mira, voy a tomarme todo esto como un arrebato por la tensión de ir al médico y todo eso, pero te aviso, estas histerias tuyas van a terminar por agotar mi paciencia.

– Sí, hazte el comprensivo. Qué generoso, me partes el corazón. Pero ¿sabes?, siempre me entero. Acabaré descubriendo qué estás tramando.

París va a responderle pero se queda mudo, con la boca abierta y los ojos desorbitados. Clara sigue intrigada la dirección de su mirada y divisa en la puerta de la oficina a Zafrilla que con su melena, su carita de rosa, su piel de porcelana y sus caderas salerosas avanza tímidamente hacia su mesa con pasos cortitos, como de bailarina de ballet articulada con una expresión de horror en su rostro que, cuando por fin alcanza su sitio, se ha convertido ya en franco, evidente rubor. Como si quisiera echar a correr. Ella le mira en busca de ayuda y París, impotente, como un monigote de ventrílocuo que se ha quedado en blanco, se encoge de hombros y ya casi estoy por preguntarles si por segunda vez hoy se me ha vuelto a pasar algo, alguna oculta relación entre ambos que desconozco cuando, de golpe, soy consciente del estruendo.

El estruendo, un ruido al que estoy tan acostumbrada que ni siquiera oigo, una mezcla de aullidos, jadeos, gruñidos y rebuznos que antaño me perturbaba y que ahora, curada de espantos, ya ni siento, tan habituada al marasmo de chillidos que puedo concentrarme con ellos de fondo, mantener una conversación telefónica a pesar de ellos, hablar a media voz sin la necesidad de desgañitarme para hacerme oír por encima de ellos. Pero eso no vale para los de fuera porque, además, cuando llega alguien ajeno a la comisaría, especialmente si se trata de una mujer, los ruidos animales de los machos se agudizan.

Y ahí está la causa del espanto de Zafrilla y París: el ver a más de media docena de policías adultos, armados, serios e impertérritos graznando, bufando, rugiendo y relinchando como si fuera un tic espontáneo que no pueden evitar, un síndrome de Tourette colectivo llevado al extremo, desaforado, salido de madre.

– Esperad -les digo, y sé que ahora tendré que dejar que el clamor se calme como por encanto, que todos y cada uno se apacigüen y sigan trabajando como si tal cosa para entonces, sólo entonces y a media voz, proponerles-: ¿Nos vamos a tomar un café al bar de enfrente?

Ninguno protesta, ninguno pregunta por qué si acabo de entrar, diría Zafrilla, si tengo muchísimo que hacer y después una guardia, rezongaría París. Pero no, la siguen sumisos y dóciles y, ya acomodados en la barra, cada uno con su taza delante, debe explicarles conteniendo la risa a qué han asistido.

– Acabáis de presenciar el fenómeno conocido como «la Marabunta».

– Ah, pero ¿tiene nombre? -dice Zafrilla aún escandalizada-. ¿Y se ha montado por mí? Os juro que nunca había tenido un recibimiento igual.

– A ver, os lo cuento: todo empezó cuando destinaron a César a la comisaría. Como es un tipo tan callado, se pasó tres o cuatro meses sin apenas abrir la boca y si alguien le preguntaba sólo respondía con un arf de perrillo tímido. Pero le pirra el fútbol, y tras varios meses de observación los demás se fijaron en que cuando leía los lunes el Marca jaleaba los goles de su equipo con un guau que no podía reprimir. Como son malas personas, empezaron a recibirlo todos los días con ruiditos guturales parecidos a los suyos, y según pasaba a su lado, uno hacía tímidamente grrrrrr, otro harl y otro snif, snif. Eso al principio, porque pronto perdieron la vergüenza y, a lo tonto, del arf y el guau pasaron al aullido, al maullido y al balido. Sé lo que estáis pensando: patético. Sin embargo para César fue el Ábrete Sésamo de las relaciones sociales, empezó a expresarse con todo tipo de ruidos y cada uno significaba una cosa distinta: si le caía un marrón gruñía, al volver del despacho del jefe Bores gemía como un cachorro abandonado, al salir a comer bramaba de contento… Al final acabaron creando una especie de código secreto, pero lo peor es que tienen como una especie de horror vacui sonoro, de modo que si se aburren, si llevan mucho rato callados, si quieren sentirse parte de la manada, lo único que deben hacer es levantar la cabeza y rebuznar para que el resto responda con un mugido, un cacareo o un berrido. Y si pasa una mujer, alguna de la oficina del DNI o de Denuncias, una limpiadora que esté de buen ver o quien sea, como Zafrilla en este caso, literalmente se cae el cielo. Es como la llamada de la selva: al ver a una hembra de otro territorio se despiertan sus sentidos primarios y sus gargantas y, cuanto más jamona esté, más berracos se ponen y más barullo arman.

– Vaya, tendré que tomármelo como un cumplido -comenta Zafrilla cáustica-. No entiendo cómo puedes soportarlo.

– Lo cierto es que la creación del fenómeno Marabunta fue tan pausada, tan discreta, tan sibilina, que los primeros días, al oír de vez en cuando un piar o el cricrí de un grillo, pensaba que era yo la loca, que tenía alucinaciones sonoras o que tal vez alguien se había bajado cualquier ruidito chorra al móvil para hacer la gracia. Tardé en comprender la magnitud del fenómeno y, cuando lo hice, aquello era tan desproporcionado que entendí que si me ponía borde sólo conseguiría que se incrementase, así que opté por ignorarlo. Cuestión de supervivencia, supongo.

– Hiciste bien, con esta gente o te adaptas al medio o pereces en el intento de plantarles cara -añade París con la sensación de que sabe de lo que hablo.

– Y que lo digas, cuando lo cuente en mi curro van a flipar.

– Haz la prueba. Yo he intentado describirle esto a Ramón y cree que exagero, que no puede ser para tanto. Hay que verlo para creerlo.

– Y ahora qué, ¿volvemos a comisaría? -pregunta París.

– Puedo contaros aquí lo que vine a deciros -propone Zafrilla-. Se trata de la huella parcial encontrada en el reverso de la medalla de oro que el Culebra llevaba al cuello, en la parte lisa. ¿Te acuerdas, Clara?

– Sí, un pulgar. Dijiste que no estaba nada nítido.

– Cierto, pero porque no tenía con qué compararlo -y un fulgor de cazadora ilumina sus ojos-. Saqué algunas muestras en la chabola, las comparé con la huella parcial y no encontré ninguna coincidencia. Pero hoy se me ocurrió compararla con otros juegos… Y hallé una.

– ¿La metiste en una base de datos? ¿En cuál? -pregunta París interesado.

– Lo cierto es que no la comparé con ninguna base de datos sino con… -pero de pronto se interrumpe-. Un momento: prométeme que no me vas a reñir.

– ¿Yo? Pero ¿qué imagen tienes de mí?, ¿qué te ha contado ésta?

– Nada, pero sé que en este Cuerpo cuando una tiene iniciativa siempre se acaba llevando bronca del superior, que en este caso eres tú.

París reprime un gesto de impaciencia y responde con disgusto.

– No, no te voy a reñir, di lo que sea de una vez, ¿de quién era la huella?

– Como iba diciendo -Zafrilla quiere estirar su gran momento, su escena protagonista-, no la comparé con ningún fichero sino con muestras recién tomadas. ¿A que no sabéis de dónde? Del apartamento de la prostituta ahorcada.

Se extiende sobre los tres un silencio denso de pensamientos y cargado de expectación hasta que París exclama:

– ¡Mierda! Pero ¿cómo se te ha ocurrido? ¿En qué estabas pensando?

– ¡Ves! -salta Zafrilla-. Ya se ha cabreado.

– ¡Cómo no voy a estarlo, menudas ocurrencias tienes! Por la casa de esa puta habrán pasado centenares o incluso miles de hombres y, además, ¿no te has parado a pensar, bonita, que esa huella puede ser de cualquier colega del Culebra al que la puta le haya hecho un servicio?